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Cataluña no es un manicomio. Los catalanes no han enloquecido, pero sí lo han hecho sus dirigentes secesionistas y Puigdemont es el maestro de ceremonias de esta calculada enajenación. Él ingiere de buen grado y a su vez suministra píldoras intoxicantes para tratar una patología que en realidad no existe, que se basa en un complejo de superioridad que ya era obsesivo en Pujol, que heredó don Arturo y que Puigdemont eleva al paroxismo.

Aunque hay muchos más (y espero que llegue el momento en que cada palo aguante su vela), Puigdemont es el responsable máximo de este autoengaño. Como señalaba hace poco el profesor Ovejero, el problema catalán consiste en creer que hay un problema catalán. Se trata de una ficción anclada en lo más rancio y reaccionario de la ideología nacionalista, que –me temo- se ha instalado allí y no solo entre los que parten el bacalao. Estos dirigentes acomplejados, estos echadores de cartas, asoman al abismo secesionista a la ciudadanía catalana conjugando mentiras con esencias míticas y conductas épicas que resultarían vistosas en una de aquellas novelas de caballerías que perturbaron a Don Quijote antes de llegar a Barcelona, y que curiosamente aun hoy tienen forofos y cuentan con apoyo entre ciertos colectivos radicalizados y en amplias capas de gente corriente que proyecta en ellas su frustración.

Los gobernantes del Estado -de todos los signos- tienen su parte de culpa (González, Aznar y Zapatero) pues fueron condescendientes hasta el infinito con los caprichos territoriales, y para no desairar al nacionalismo fueron dando por buenas sus sucesivas exigencias (educación, sanidad, recaudación del IVA, IRPF y otros impuestos especiales, Mossos en lugar de Guardia Civil, política lingüística expansiva, oficinas diplomáticas en el extranjero, televisiones y canales adicionales, ampliaciones del aeropuerto y puerto de Barcelona…). En fin, que desde Madrid se despachó buen rollito ante el discurso frentista que destilaban los nacionalistas y también se dieron por buenas todas aquellas faenas que conducían a crear eso que ahora llaman ‘estructuras de Estado’. La puntilla la puso la crisis económica, y ahora ya solo faltaba acuñar un lema: ‘España nos roba’, es decir, todos los males de Cataluña vienen de España. Luego –concluyeron- la solución pasa por menos España; y ya puestos mejor ninguna.

El nacionalismo vive -y muy bien por cierto- de todos estos teoremas (no se olvide que Puigdemont gana el doble que Rajoy; amen de otros más de doscientos cargos catalanes que también duplican el sueldo del presidente del gobierno español). Pero eso no es lo peor. Lo verdaderamente lamentable es una sociedad fracturada, rota, quizá de manera irreparable. Bien, pues sobre este estropicio llevo escritos un puñado de artículos y he leído saco y medio de su misma especie. Unos a favor del frenesí independentista y otros en contra. Algunos de corte académico y otros menos sesudos. Hemos leído de todo: Que si inconstitucional, que si ilegal, que si sedición, que si golpe de estado, que si bochornoso espectáculo, que si la abuela fuma. En fin, lo que tengo claro a estas alturas es que ya vamos tarde. Hace muchos meses, años, que en el temilla catalán el aparejo se nos vino a la barriga. Pero hay un reproche que viendo lo que se avecina no debemos obviar pues los llamados a poner el cascabel al gato lo dejaron estar, y estos responsables que ahora se hacen cruces siguen ocupando las instancias del Estado.

Ahora todo son aspavientos, denuncias y querellas, mucho rasgarse las vestiduras y dejar que sean las togas las que enjareten la cosa, como si sentando en el banquillo a los mentecatos secesionistas se arreglara el asunto. Cierto que para encontrar responsables penales no hay que tener doctorados, pero los tribunales no están para resolver controversias políticas. Bastante hacen los jueces con poner punto sobre las íes en una cuestión que anega lo jurídico pero que tiene otro alcance. La batalla en el terreno jurídico estuvo ganada desde el principio, pero eso no consuela a los que somos fervientes defensores del orden constitucional. La verdadera batalla era otra, sin embargo los que tenían que librarla no supieron o no quisieron hacerlo. Luego el asunto ha estado en manos de incompetentes o de diletantes. Y ahora que el topetazo está servido y que encima la Diada ha venido a echar gasolina al fuego, parece que no nos queda otra que lamentarnos y esperar acontecimientos.

El tiro nos va a salir por la culata pues dejar pudrir el asunto no era la mejor actitud. Y es el inmovilismo de Rajoy quien lo provoca. Consciente el PP de su papel secundario en Cataluña optó por descartar cualquier diálogo con las tendencias soberanistas cuando éstas eran embrionarias. Opción que pronto tradujo Rajoy en réditos electorales al sur del Ebro. Así que como vio el gallego que dejándolo estar tensaba allí la cuerda y eso le reportaba beneficios electorales en el resto de España, decidió propiciar el choque de dos nacionalismos, el español y el catalán. Coincido con el profesor Rodríguez-Aguilera en que el partido de Rajoy es refractario a la pluralidad y eso de la diversidad territorial le parece un camelo. A ello se suma su reticencia a reformar la Constitución. Claro que hablar ahora de reformas es extemporáneo pues ninguna de las posibles dentro del marco constitucional satisfaría hoy a los secesionistas. Era antes cuando había que hacerlas, antes de que se enrocaran y de que aprovecharan el inmovilismo de Rajoy para sumar adeptos.

Mal que nos pese, ahora que Puigdemont y sus secuaces se han tirado al monte, lo que queda es un sistema constitucional muy dañado. La posible reversión del mismo exige una reforma del modelo territorial español en sentido federal. Al menos así se podrían ganar las voluntades de aquellos nacionalistas tácticos, de todos aquellos que saben que en un mundo globalizado la solución no está en la autodeterminación ni en la independencia. Aun así, habrá que levantar acta del estropicio.

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