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Por JAVIER LÓPEZ / Mi experiencia como espectador taurino no me faculta para ingresar con honores en el Tendido 7 de las Ventas. Sólo he asistido a un evento. Mi puesta de largo en el sector del olé no fue en una corrida de Paco Camino, el José Tomás de los setenta, sino en una charlotada a la que me llevó mi abuelo Esteban, que se partió de risa con la faena del diestro que tenía que lidiar en serio a la vaquilla, ya que en vez de pases le deba oportunidades: lo cogió ocho veces. Cinco de ellas al entrar a matar. 

Es la única vez que he visto llorar a mi abuelo. Y eso que perdió la guerra. A mí, niño al fin, me hizo más gracia la faena de la cuadrilla del bombero torero, ese colectivo al que acaba de apuntillar la clase política con una ley apuntalada en el buenismo de efecto devastador, ya que deja sin empleo a personas de escasa estatura. Les quitan el trabajo por su bien, aunque es de prever que en el proceso de reconversión laboral no desemboquen en porteros de discoteca.

Si la estatura es un factor para la burla habría que acabar también con el baloncesto, pero la defensa en zona tiene más predicamento que la chicuelina. Entiendo que en este caso se une el comprensible malestar de quienes consideran que el espectáculo es denigrante con la estrategia política de los que embisten contra la tauromaquia en cualquiera de sus formas. Los aficionados sospechan que la finalidad de la ley es acabar con la fiesta, pero el verdadero objetivo de esta gente es acabar con el sentido del humor, que es para ella el menos común de los sentidos.

Foto: Un espectáculo de bomberos toreros. (ABC).

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