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Por TERESA VIEDMA JURADO / Cuando navego en mi memoria, y aun sin procurarlo, me viene la imagen de una niña que sopla las velas de una tarta en su tercer cumpleaños. Bizcocho cubierto de chocolate y rodeado de exquisito merengue. Una tarta de la Confitería Gosán. Los que la probaron saben de lo que hablo. Es una tarde de finales de junio y estoy en mi casa de la infancia, en la calle Navas de Tolosa, sobre el taller de coches de mi padre. Los postigos de la ventana del comedor, verdes, se han cerrado para dar mayor emoción a la luz de las velas que alguien ha colocado sobre la tarta. Y tras soplarlas, abiertos de nuevo los postigos, observo con curiosidad el haz de luz que, en línea recta, inunda la habitación y a mis tres hermanos mayores, la pequeña aún habría de venir, que comen deseosos su porción a la vez que piden más. Siento la tersura de mi piel infantil, muy blanca, y como si fuera una simple espectadora, veo el volumen de mis pestañas y el brillo de un dorado rojizo de mi cabello recién lavado y huelo el aroma a lavanda del champú. Pruebo la tarta y me parece que no puede haber nada mejor, salvo quizá la sopa. Siempre me ha gustado la sopa. Me siento bien. No necesito nada más. En esa pequeña habitación está todo lo que amo: mi familia y mi primera muñeca, May, la única que siempre quise. No importa si soy más alta o más baja, más gorda o más delgada o si mi ropa es la adecuada para el momento. No importa dónde vivo, qué haré de mayor, si alguien me amará o no. Todo mi mundo está en esas cuatro paredes y en la sonrisa de mi madre, sobre todo eso… su sonrisa, como la representación más perfecta de la felicidad. De la suya y de la mía. Mi padre graba la escena con el tomavistas, así lo llamaban entonces. Y no pienso si saldré bien o mal. No miro a la cámara. Sólo vivo.

Esta es la remembranza más antigua que conservo en mi memoria. Siempre he creído, y deseado, que fue real, y no un sueño. Aunque dicen que el cerebro, caprichoso y como si de un enemigo se tratara, nos engaña creando falsos recuerdos, reconstrucciones de una vida deseada o temida, según cómo nos guste vivir, si felices o llenos de miedos.

Guardo otros instantes felices como el colegio, aprender a leer, noches mágicas de Reyes, el taller de coches de mi abuelo y más tarde de mi padre, y el desconcierto ante la risa de mi madre cuando, muy pequeña y con el peine en la mano, le pregunté si había nacido con la raya en medio o en un lado… Siempre quería hacer las cosas bien. La música de Bonanza, las tardes de los viernes con Embrujada, el miedo al dedo meñique de los invasores y esconderme bajo la cama con un libro con la certeza de que un día yo también escribiría alguno.

Después he vivido momentos sublimes, como ser madre, amar y sentirme amada. He renacido de mis cenizas mil veces y seguiré haciéndolo. Pero en aquel entonces, en la inocencia de la infancia, no había que competir con nadie, no era necesario estar arriba de ninguna parte, no se hacía preciso desconfiar. Era guapa porque el dolor de la pérdida no había roto mi alma, porque no conocía la traición. En mi memoria guardo que una vez fui guapa sin necesidad de mirarme a ningún espejo, sin que nadie me lo advirtiera. Los ojos de mi madre lo decían todo.

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