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Continuando con lo escrito hace unos meses sobre las inquietantes derivas del tiempo que nos toca vivir y, en particular, sobre las querencias totalitarias que asoman a su albur, añado hoy estos otros argumentos que son extensión de aquellos, aunque trufados de eso que algunos llaman “rabiosa” actualidad y que, personalmente, prefiero calificar solo como vibrante actualidad, pues deploro el adjetivo que reintroduce en la “caverna” a la condición humana.

Redacto estas líneas a pocas horas de la declaración de un nuevo estado de alarma en España. Me refiero al aprobado por Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre. De entrada, nada que objetar a la decisión gubernamental, pues la segunda andanada del Covid-19 más que ola semeja tsunami. La cuestión no está en si el estado de alarma es o no el instrumento constitucionalmente adecuado para hacer frente a una pandemia de calibre colosal como la que padecemos. De eso no hay duda. La cuestión es otra.

Veamos. Hace ya semanas que diversos territorios autonómicos adoptan medidas limitativas del derecho fundamental a la libre circulación (cercos perimetrales y “toques de queda” que –no olvidemos- equivalen a prohibir o restringir derechos fundamentales, es decir, son un adiós o un hasta luego a la libertad de pulular de la que tanto gustan las criaturas). O sea, hablamos de cercenar facultades constitucionales básicas ante la presencia de un motivo poderoso o convulsión interna (pandemia), y ello bajo vigilancia policial o del ejército. Hasta aquí todo correcto si no fuera porque hemos asistido a una función –digamos- poco edificante, dada la disparidad de criterios judiciales vertidos al respecto cuando se ha sometido a los jueces la pertinencia de las decisiones territoriales, pues algunos tribunales avalaron y otros no esas medidas autonómicas, con el consiguiente perjuicio para la seguridad jurídica que exige un Estado de Derecho.

Luego la primera pega ya está sobre la mesa: Se ha producido una inaceptable inseguridad jurídica que había que restablecer cuanto antes, y, claro, ello sólo era posible mediante un decreto de alarma. Pero aún no repuestos de ese sobresalto constitucional, nos topamos con que el Decreto de alarma, aprobado el 25 de octubre, es un dechado de despropósitos, defectos y lagunas que producirían sonrojo en un jurista mediano. Es lo que tiene imponer las consignas políticas por encima de las directrices técnicas y jurídicas; algo a lo que ya estamos acostumbrados en distintos ámbitos, pero que no deja de ser aberrante (por ejemplo, echemos un vistazo al urbanismo). Pero, no se alarmen. La cosa tiene arreglo si se hace pronto la enmienda del R. Decreto 926/2020, pues los daños –que ya los hay- aún no se han generalizado hasta producir la metástasis del sistema.

Procuraré sintetizar la idea que alienta este texto parafraseando al doctor Cavadas que, aunque no es jurista, se me antoja hombre sabio y sensato. Viene a decir don Pedro que una nave en la tormenta se gobierna mejor con un solo capitán que con 17, más Ceuta y Melilla, añado yo. Permita el amable lector que me ponga ahora grave, pese a lo sarcástico del batiburrillo en que se decreta el actual estado de alarma. Decreto aprobado para que acto seguido el Gobierno delegue en las Comunidades Autónomas facultades restrictivas de derechos fundamentales para las que éstas no tienen competencias ni les pueden ser transferidas. En fin, vivir para ver.

Con el señuelo de la denominada co-gobernanza (bello y evocador vocablo, aunque por estos lares algo vacío de contenido, de dudoso contorno conceptual y –como se está viendo- de nula efectividad frente a los estragos del virus). Digo que la co-gobernanza en España es hoy por hoy pura entelequia, debido a la múltiple (y pujante) concurrencia etno-territorial, amén de las deficiencias (si no ausencia) de una cultura cívica que esté basada en la lealtad constitucional de la que son tributarios los distintos territorios. Recordemos que en España falta el foedus, es decir, la expresión consagrada en la letra de la Constitución que anude el pacto territorial en términos de lealtad constitucional con la unidad del Estado dentro del reconocimiento de la diversidad territorial. Tengamos presente que el vocablo latino foedus significa precisamente eso: pacto. Y que en los países donde existe un pacto federal de los territorios que lo integran, resulta relativamente fácil la puesta en común intergubernamental orientada a esa co-gobernanza que acabamos de referir. Pero España no es Alemania, donde la lealtad federal (Bundestreue) resulta indiscutida. Allí no se pone en solfa la integridad del Estado desde dentro de las instituciones territoriales, ya que existe cultura cívica sobre los cimientos del Estado, cultura cívica que proporciona a los germanos un elevado grado de homogeneidad interna. De ahí que los länder tengan amplias competencias respecto –por ejemplo- a la gestión de la salud pública, dado que allí la dinámica territorial no está encanallada como ocurre por aquí.

A la manera hispana actual –creo- que resulta cuando menos artificioso hablar de co-gobernanza, ni siquiera ante esta pandemia y lo que a ella sucederá. Aquí, e insisto en los efectos de la deriva totalitaria de la que venimos hablando, los líderes de las Comunidades Autónomas, se erigen no ya en protagonistas, sino en soberanos de taifas extrañados de la lealtad federal o constitucional de la que hablo. Estos líderes autonómicos (aunque no todos) están sobre todo preocupados por diferenciarse entre sí y hacer el caldo gordo desde sus nacionalidades y regiones a los partidos políticos de su militancia; y de ahí la beligerancia intergubernamental pues son los partidos políticos los que canalizan sus segados intereses a través de las instituciones territoriales.

Mientras este axioma de nuestro modelo autonómico heterogéneo no supere la contienda con el Estado y, además, desactive el conflicto múltiple de concurrencia etno-territorial, nada se habrá avanzado. Es decir, no cabe optimismo mientras los dirigentes autonómicos continúen tomando decisiones más orientadas a distinguirse entre sí, que en pos del interés común.

Nadie en su sano juicio duda de que en España la organización territorial ha de ser plural. Ello supondría dinamitar uno de los activos constitucionales y democráticos más valiosos de la sociedad española. Pero si el tema prosigue tomando un cariz disparatado, se seguirán alzando gritos jacobinos, que además se irán radicalizando en la crítica a la fragmentación –quizá atomización- territorial.

Bien es cierto que la pluralidad territorial nunca estará del todo a salvo de embates doctrinarios más o menos centralizadores. Pero en la actual coyuntura y ante la gestión de la crisis provocada por la pandemia Covid-19, todo cuanto arroje sombras sobre el modelo territorial, viene a perjudicar los principios constitucionales que le sirven de base. Más aún, cuando la regencia partidaria de las distintas Comunidades Autónomas pone en evidencia que lo que principalmente pretenden, unos y otros, es erosionar al adversario político, sea cual sea.

La cuestión está en que pasan los días y lo único que avanza es el desconcierto, la incertidumbre y el agravamiento de la pandemia. Lo poco que queda claro es que todos los territorios –y el propio gobierno central- se aplican no tanto en remediar la crisis sanitaria, económica y social, sino en evitar o eludir culpas de una quiebra que se vaticina generalizada. Y en ese ejercicio de evitación de la culpa, unos apuran sus ímpetus autosuficientes y otros –el ejecutivo del Estado- su impronta descentralizadora, concretada esta última en lo que dan en llamar co-gobernanza. Quedando así siempre la pelota, de uno u otro modo, en tejado ajeno.

Lo cierto es que el giro de acontecimientos actual, el propiciado por el R.D. 926/2020, de 25 de octubre, no hace más que incidir en cuanto estamos señalando, y ha dado lugar –entre otras cosas- a que las Comunidades Autónomas restrinjan derechos fundamentales y acuerden incluso cercos perimetrales, cierres de fronteras territoriales y confinamientos autonómicos. Insisto, todas ellas medidas para las que desde mi punto de vista no tienen competencias ni les pueden ser transferidas.

De manera que el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud no es foro para tal co-gobernanza y la adopción de medidas restrictivas de derechos. Otra cosa es que en su seno se puedan poner en común problemas comunes. Pero las limitaciones de derechos fundamentales son decisiones que competen al Gobierno dentro de sus competencias constitucionales avaladas, en su caso, por los instrumentos legales pertinentes como es el Real Decreto que declara el estado de alarma. En este sentido el art. 116 de la Constitución y el art. 11 de la Ley Orgánica 4/81 reguladora del estado de alarma, son por si solos elocuentes. El segundo precepto citado prevé que el decreto de declaración o de prórroga podrá “limitar la circulación de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de determinados requisitos”. De ahí la cobertura que en toda regla ofrece el aludido R.D. 926/2020 al establecer restricciones a la libre circulación en horario nocturno (artículo 5), a la entrada y salida de municipios y comunidades autónomas (artículo 6), y a la permanencia de grupos en espacios públicos y privados (artículo 7). Restricciones todas ellas que así gozan de cobertura constitucional, aunque adolecen de las oportunas garantías a las que obliga la seguridad jurídica (art. 9.3 de la Constitución).

Con este R. Decreto el ejecutivo apuesta por esa dinámica de eludir responsabilidades o evitar culpas que antes he referido, ya que es un instrumento jurídico adecuado en el que el Gobierno debería también precisar el alcance de las restricciones de derechos y los criterios que permiten su adopción; datos cruciales que se echan en falta.

En modo alguno ello significa que las limitaciones de derechos han de ser iguales o idénticas en toda España, sino que en paridad de condiciones relativas a la crisis sanitaria, la restricción de derechos sea de similar o parecido alcance. Faltan, pues, en el Decreto 926/2020 algunos aspectos ineludibles referidos a los criterios científicos (hospitalarios, epidemiológicos, asistenciales, entre otros), de cuya objetividad se obtiene la conclusión de reducir o no franjas horarias del “toque de queda”, o de los que depende acordar un confinamiento perimetral y su extensión geográfica.

No conviene perder de vista que el objetivo del estado de alarma es habilitar al Gobierno y a las Cortes para limitar excepcionalmente derechos fundamentales, no para extinguirlos, ni para confundir a la ciudadanía y, desde luego, no para delegar en los territorios autonómicos dicha facultad restrictiva saltándose la Constitución, que es lo que –según mi criterio- se ha hecho a ciencia y paciencia de los técnicos y de las Comunidades afectadas, en un ejercicio inédito de evitación de ulteriores culpas. Tal delegación es abiertamente inconstitucional. Es contrario a la Constitución dado que resulta inadmisible que se atribuya a los gobiernos autonómicos la potestad discrecional de establecer los criterios que limiten, restrinjan o extiendan derechos fundamentales como la libertad de circulación.

La declaración ajustada a Derecho del estado de alarma no tiene por qué ir en perjuicio de las competencias propias de las Comunidades Autónomas. Antes al contrario. En ejercicio de las competencias que les corresponden a los gobiernos autonómicos estos podrán continuar con la gestión de los respectivos sistemas sanitarios, además de implementar o ejecutar las medidas limitativas de derechos fijadas en el Decreto que declara el estado de alarma.

De otro modo, con criterios dispares dejados al albur de cada territorio, o, si la declaración del estado de alarma no incluye los criterios determinantes de las limitaciones de derechos, produce una quiebra de la debida igualdad de trato jurídico que merece la ciudadanía más allá del territorio donde habite. Sin aplicación de criterios uniformes y alterando el régimen sancionador específico que tipifique cada uno de los posibles incumplimientos, como ha señalado recientemente el profesor J. Tajadura, sin un decreto que regule con precisión la limitación del derecho a la libre circulación (y otros conexos), con un decreto que nos permita saber qué podemos hacer y qué no, y cuáles son las consecuencias de los eventuales incumplimientos, salta por los aires el principio de seguridad jurídica en el que se basa la confianza de los ciudadanos en el Derecho.

Flaco favor se hace al orden constitucional si no constan en el propio Decreto de alarma las pautas objetivas de las restricciones, o si persisten disparidades (discriminaciones) carentes de justificación en la regulación de las eventuales limitaciones de derechos fundamentales. La Constitución española y la L.O. 4/1981, habilitan al Gobierno para decretar la alarma, pero en el Decreto se deben fijar expresamente los indicadores de referencia y criterios de valoración del riesgo, no siendo ello tarea que se pueda encomendar para que un futuro –incierto- sea el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud el encargado de fijarlos. En definitiva, no cabe delegar ni mucho menos deslegalizar elemento crucial para la limitación de derechos básicos.

Y, claro, de aquellos polvos estos lodos, pues habiendo operado así –contraviniendo la Constitución y la L.O. 4/1981-, nos encontramos con que las Comunidades Autónomas están aprobando, cada una de ellas, sus propios criterios y medidas restrictivas de derechos fundamentales. Ya me dirán si ello no supone una quiebra del sistema constitucional y de la seguridad jurídica. (Continuará).

*José Ángel Marín (Dpto. Derecho Constitucional Universidad de Jaén).

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