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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Lo cotidiano es una forma de vivir, un impulso que arranca el motor de nuestra existencia. De los actos más usuales, a los que a veces no damos la importancia que requieren, nacen las historias más hermosas, o mejor dicho, la intrahistoria que el maestro Unamuno dejó sellada en sus novelas. Un ejemplo muy claro es La Tía Tula. Léanla y sabrán de lo que estoy hablando.

Esta cotidianidad se manifiesta con más fuerza en los barrios. Aquí, siempre, nos vamos a encontrar con sorpresas que guardaremos en lo más profundo de nuestro corazón: el olor a pan recién horneado por el panadero, el uniforme de cuero del zapatero remendón, la tienda de ultramarinos para gordos y flacos, la sastrería de los trajes a precio de saldo, la floristería con su dueña de postín…

Este universo configuró en su momento el paisaje y paisanaje de las ciudades pequeñas y medianas.

Todo lo anterior se guarda en las alacenas de la memoria, pues lo moderno, con la rapidez de su paso, ha acabado con lo que fuimos. 

El mes de noviembre está muy próximo a su desguace. Santa Cecilia, además de traer música, va a llegar con frío. En los balcones de nuestra catedral sonarán fanfarrias, anunciando la llegada de la Navidad y el consumo será la bandera por la que vivamos y muramos.

Sin embargo, estén atentos a la mujer de negro. Ella lleva la luz del alba en su rostro, cruza el mercado en los días de nieve del invierno y pide pan para mañana. No la esquiven. Yo la he visto desde mi niñez bajando por Colón hasta llegar a Álamos y su suspiro es la señal que nos advierte de que la vida nunca es segura. 

Y sus ojos pidiendo perdón por salir antes de las claras a sobrevivir… Si los miran, aprenderán a quererla.

Foto: Una imagen de la calle Colón, en Jaén.

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