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Por MARI ÁNGELES SOLÍS / Parecía que la niebla iba a cerrarme el paso en cualquier momento. Atrás había quedado la estatua simbolizando la libertad. Al mirarla inmersa en aquel paisaje con las luces del parque en el fondo, se me figuraba en mis ojos infantiles como un cuento de hadas.

Hacía frío, mucho frío. El viento azotaba mi rostro como una caricia que llega en un momento equivocado pero que agradeces.

La niebla empezó a disiparse a la vez que mis pasos se introducían en Roldán y Marín. Para entonces, el frío hacía temblar mis huesos de un modo indescriptible. Me miré a mí misma. Llevaba un vestido de tul azul, cual princesa de un cuento. Parecía que, esta vez, me había tocado protagonizar la parte bonita de la historia. Sin embargo, el frío me impedía disfrutar de aquella sensación de plenitud.

Tuve un fuerte impulso de regresar a casa, corriendo. Pero la inquietud de saber cómo se resolvería aquella escena que estaba viviendo en mi vida, era aún más fuerte. Miré hacia la calle Nueva, con la esperanza de encontrar algún lugar para resguardarme. Una lluvia fina caía lentamente sobre mí, dejando adivinar, a lo lejos, muchas, muchas luces.

Seguí caminando sin pensar, en dirección a la plaza de las Palmeras. Pero, antes de llegar, hubo algo que me hizo detenerme. En el lado derecho de la plaza, cortando el acceso a Deán Mazas, un enorme tío-vivo danzaba al compás de una música antigua. Me quedé mirando, casi sin parpadear. Parecía sacado de un cuento de antaño. Por mis piernas sentía resbalar el viento… y temblaba. Entonces, la música se detuvo. La música cesó. Las risas de los niños se acallaron. Había un hombre moreno, delgado, junto al tío-vivo que, en aquel momento, se volvió y me miró. Yo di un paso atrás. El deseo de regresar a casa se estaba volviendo cada vez más grande. Sentía mucho frío, mi cuerpo de niña temblaba cubierto por aquel leve tul. Sin embargo, había algo, una fuerza interior que me gritaba que corriera hasta aquel hombre junto al tío-vivo. Mi alma de niña naufragó en su pozo de inseguridad y, finalmente, con el frío a cuestas, seguí el instinto del miedo y empecé a correr hacia mi casa, dejando atrás toda aquella composición bucólica.

Cuando desperté, una sensación dulce me envolvía de la que no quise desprenderme. Como tampoco quise desprenderme de esa duda, del no saber qué habría pasado si hubiese corrido hasta el tío-vivo. Pero, sobre todas las cosas, me siguió abrumando la duda de saber quién sería aquel hombre.

Han pasado muchos años. Hace unas noches, en un sueño, me vi haciendo el mismo recorrido. Caminaba hacia Roldán y Marín con el frío calándose en mis huesos. Pero, en esta ocasión, me miré a mí misma y mi cuerpo no era el de una niña, ni vestía un suave tul. Ahora era yo, tal cual, con mis pantalones vaqueros que poco hacían para evitar el frío. Sin embargo, el lugar, el ambiente, las sensaciones… no habían cambiado. Todo estaba igual.

Miré a lo lejos. Entre la neblina provocada por el agua-nieve se intuía la silueta del tío-vivo, con su música como sacada de una historia antigua. Las luces empezaron a iluminar mí cara. Y yo busqué a aquel hombre que visitó una vez mi sueño, aquel que dejé esperando una noche fría… pero, aquella noche, faltaba su figura delgada junto al carrusel.

A punto de darme la vuelta para regresar a casa. Vi cómo alguien intentaba incorporarse agarrando su mano tenue al barrote de uno de los caballitos. Me acerqué… sí, era él, solo que había cambiado. Sus cabellos eran blancos y su espalda estaba encorvada pero vislumbraba aún la misma elegancia del primer sueño. Él también me miró. Tenía la mirada triste, como quien lleva soportando una ausencia demasiado tiempo.

Entonces, sentí el mismo impulso que cuando el sueño de niña. La misma fuerza se apoderó de mí y me hizo correr hasta él para refugiarme entre sus brazos. Sentía que, aquel hombre, era alguien mío porque mientras me abrazaba a él, la música volvió a sonar, las risas de los niños despertaron y el sube-baja de los caballitos iluminaba todo. Y me volví a sentir aquella niña vestida de princesa, con un suave tul rozando sus rodillas.

Fue en ese preciso instante, justo en aquel momento en que la plenitud llenaba mi alma, cuando desperté. Sigo sin saber quién es pero sí sé que jamás podré olvidar aquella sensación de abrigo, de seguridad y confianza que sienten los niños en Navidad con sus seres queridos. Y sé que en mi vida aún me queda un sueño que soñar. Acaso, sea el último… pero será en el que sepa quién verdaderamente es él… Aquel hombre junto al carrusel.

Mari Ángeles Solís

Foto: IvlioStudio Cruz.

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