Skip to main content

Mañana de sábado septembrino aplomada por un implacable sol de los membrillos, siempre fiel a su cita, aunque  algo adelantado este año. Tras haberme cortado el pelo en una barbería de la Carrera —“¡hay que ver, ni pollas, qué difícil lo tiene Lopetégui este año!…”—,  navego por el barrio de san Ildefonso hacia el seguro abrigo de un puerto tantas veces arribado en la niñez y juventud.

Poca gente deambula esta mañana por el barrio labrador, aunque haya remontado el día su oscura fiebre nocturna, y la luz, casi cenital, exponga implacable su catilinaria proclama contra las sombras. Me complace detenerme junto a la Puerta del Ángel para quedar pasmado ante la evocadora imagen del convento de las Bernardas. Observar, sin prisa, la esbelta y señorial  palmera que emerge desde el oasis del compás del monasterio, y recordar, más tarde, el lugar anejo en que se emplazaba la perrera municipal, donde se trasladaban los desgraciados canes que, vagabundos por las calles jaeneras,  eran cazados a lazo por un hábil y lagártico cowboy, e introducidos en aquél siniestro coche fúnebre entre espantosos y desesperados aullidos de los desventurados animales que barruntaban el triste fin que iban a tener en tan lóbregas mazmorras. Todavía recuerdo la punzante angustia que sentía al divisar tantas veces, desde la cancela de mi casa asomada al palmeral de la plazuela, la triste escena del rodeo perruno.

¡La Alameda! Ella y mi niñez son hermanas siamesas en mis recuerdos. Desde el siglo XVI existía una copiosa plantación de álamos realizada por el Municipio y continuada por los padres  capuchinos cuyo cercano convento, erigido años después, se encontraba fuera del recinto amurallado. Fue dos siglos más tarde cuando el recordado deán Mazas —un  culto y entusiasta  sacerdote cántabro afincado en la ciudad por la que realizó obras recordadas—, atendió a su remodelación que iniciaría una etapa brillante en un lugar que tan solo era fuente de conflictos de orden público para la población, pues en su perímetro tenían lugar escenas lascivas que hacían evitar estos andurriales a los jaeneros de costumbres morigeradas, y no licenciosas, que eran mayoría.

No soy amigo de nombres rimbombantes y políticamente correctos para lugares sin más significación que la belleza y la serenidad del espíritu. Para mí sería mejor llamarla “La Alameda”, a secas. Por eso nada me dijo cuando fue de Calvo Sotelo, ni ahora lo hace al pasar su titularidad a Adolfo Suárez. Son cosas que siempre me han dejado frío. 

“La concordia fue posible”, reza la base del busto dedicado al político abulense que preside la entrada al romántico vergel. Esa avenencia que aún ahora están empeñados muchos en que jamás pueda hacerse realidad. Porque, ¿qué podría hacer un español si se consiguiera definitivamente? No sabría vivir con ella. ¡Bueno…!, si la alcanzara algún día, que lo dudo, aún le quedaría el fútbol para desahogarse.

Avanzo con calma, calado mi sombrero panamá, por un  paseo central que tantas veces abordé de la mano de madre, niñera, novia extrovertida o hijos saltimbanquis, o junto a mi mujer que, aún no siendo jaenera, siempre ha mostrado una especial predilección por este ameno rincón; una Arcadia intimista con visión dilatada de olivares fecundos y azules montañas lejanas.  Recuerdo los versos del gran poeta jaenero Felipe Molina Verdejo:

    

  Viejo rincón solitario

  confidente de mis sueños;

  jardín que ha llegado a más,

  bosque que ha venido a menos…

 

Prosigue mi peripatética aventura. Descubro el olivo de la tierra en el centro de la explanada. Está plantado desde que así lo solicitamos al concejal correspondiente el año en que con Carlos Fernández, el que fuera  catedrático de botánica de nuestra universidad, y Emilio Postigo, escribimos un libro que describía las especies botánicas de los parques de Jaén. Mostramos nuestra extrañeza al no ver representado en ellas el árbol sagrado de nuestra tierra. Acogió la idea y, ahora, al contemplarlo, evoco excursiones botánicas con los autores hablando con diversos jardineros de todo lo divino y humano.

Vagabundeo por el piso de albero achinarrado donde brincan los niños, vigilados por sus abuelos  —los padres se afanan a esta hora  en realizarse a sí mismos delante de un chocolate con  churros —, y encadenan ristras de fotos los paseantes, hasta situarme junto a la puerta por donde se accedía al desaparecido Campo Hípico. Comienza a incomodarme la notable  suciedad e incuria que me rodea: bolsas de distintos tamaños, envases de plástico, papel de aluminio, retales mordisqueados de hamburguesas…todo mezclado con el agua que surge de los géyseres del suelo, lo que hace impracticable el paseo por estos senderos, sin empaparme los fluchos del número cuarenta y seis.

Al acceder a la terraza que da vista a la intangible galanura del paisaje sureño de la ciudad, aumenta mi fastidio al divisar la realidad del entorno. Todavía tengo en la mente las imágenes de aquellos bruscos atardeceres jabalcuzquianos, mientras me asía a la reja del mirador y  contemplaba, alelado y boquiabierto, el perfil romano de mi novia, cuando latían con ternura, en la dilatada espadaña del corazón, los esquilones de los conventos cercanos, y la noche quería cernirse, sin hacer daño, con su manto numinoso y mistérico.

Ahora asisto, compungido, al funeral de la belleza perdida. Canta mi memoria un réquiem que hiela la sangre en mis venas. Ya no puedo sentarme en aquél otero para contemplar el blanco y añoso caserío urbano, y sentir en las entrañas tal latigazo de belleza ante la sublime visión del  horizonte. Tampoco  existen, a mis pies, las feraces huertas primigenias, ni la pista de saltos ecuestres, sino los despojos de una horrenda mole de varios pisos, coronada por un siniestro bosque de columnas de hormigón, junto a un descampado caótico donde crecen, junto a ailantos y un herbazal salvaje, todo tipo de restos humanos. Me da miedo que algún visitante foráneo se equivoque y conduzca sus pasos hacia este lugar, atraído por la difusa e inolvidable postal de nuestros alrededores. No creo que pudiera conciliar en su mente la visión de enclave  tan destartalado junto a mirador tan excelso.

Pero yo no soy turista, sino jaenero. Critico porque amo. Tengo derecho a ello, porque Jaén siempre ha significado mucho para mí. Me indigno, para calmarme más tarde. Rememoro. Olvido lo que yace a mis pies y espalda, y voy girando la vista, observando tanta armonía  lejana con la respiración contenida: el triángulo calizo, de estratos verticales, coronado por castillo y cruz, el imponente bergantín catedralicio coronando un escollo de cal, ladrillo, tejas y veletas, el cerro de la Mella que lleva varias eras geológicas sin visitar al protésico, la sierra del monte Almodóvar, o “el Hacho”, como muchos le han llamado, la imponente masa violácea de Jabalcuz, gozosamente renacida de un intrincado verdor de hojas de aguja, las Peñas de Castro, hábitat de antiguas fortificaciones muladíes, los Zumeles alto y bajo, el telón azulado y colosal de la Pandera, Puerto Alto y los Grajales, moles arriscadas plagadas de veredas imposibles y víboras cornudas…Y, de decorado, ancestral y ubérrimo, salpicado aquí y allá por vetustas  caserías de lonjas espaciosas y cipreses centinelas, obeliscos  celestes, nuestros olivos jaeneros que no por sabérnoslos de memoria, ni por tener sus raíces selladas en los hondones del alma,  resultan menos entrañables y queridos. ¿Qué haríamos sin ellos?  Es de lo poco que nos queda en esta tierra donde todo se liquida a precio de saldo aún antes de ponerse a la venta.

Con una sensación agridulce accedo al interior de la floresta buscando acomodo en un banco situado justo en el lugar donde se levantaba la Cruz erigida en mármol granadino. Necesito pensar. Quizá soñar, porque como afirmaba Jung: “sin jugar con la fantasía jamás ha surgido ningún trabajo creativo…”. Sentado en un banco libero la imaginación de su eventual presidio y, cercado de sóforas, castaños de indias y cedros, confortado por el grito sanguíneo de los rosales sevillanos agrupados en los parterres, arrullado por los catorce caños de la fuente central, recuerdo a aquél niño que corría con sus amigos, infatigablemente, por tales recovecos, jugando a “alza la Maya”, o a “policías y ladrones”, sin saber que sesenta años más tarde, el mismo personaje, con un  ralo pelo  blanco, pero el espíritu alerta, iba a rememorar, justo en este instante,  sus  frenéticos y añorados zascandileos. Son momentos profundos y eternos que  siempre me han ayudado a adquirir algo, que según Jung la gente tiene miedo de poseer: “conciencia de uno mismo”. Me reconozco en la plenitud de esos pequeños universos de silencio interior en el que tan solo se oye el latido del propio corazón. Es como si una parte del ser no estuviera sujeta a las leyes del espacio y del tiempo. Entonces, puedes llegar a ser tú mismo. Porque viendo la tele resultas uno más; ni más ni menos. 

Cesa el ensimismamiento para pasear de nuevo junto al Auditorio. Me asomo a la pequeña terraza que se abre al barranco. A mis pies la carretera y su tráfico constante y fragoroso.  Junto a mí, idéntica suciedad que en el anterior mirador, lo que me hace pensar en un colosal botellón nocturno dada la ingente magnitud y singular textura de sus restos. Sigo vagando con   sosiego. Me agobian los grandes tentáculos azules de la cubierta del recinto, como si fuera un pulpo colosal que quisiera atraparme y engullirme para siempre. Recuerdo las noches,  musicales y  pretéritas, de “Festivales de España”, cuyos sonidos podían oírse desde la lonja de aquella casería de mi juventud, en las serenas tinieblas del estío. O las sesiones de cine con mi novia oyendo cómo los envases cristalinos de los refrescos rodaban por la pendiente en ciertos momentos de la proyección. Allí vi “Lord Jim”, “Desayuno con diamantes”, “Lawrence de  Arabia”…, mientras engullía cantidades respetables de pipas, cuyas cáscaras mi acompañante exigía, con la habitual tenacidad femenina, fueran depositadas en un rústico cucurucho de papel, que después guardaba con celo en las profundidades de su bolso, que yo siempre ansiaba, sin demasiado éxito, otear como si fuera un celoso inspector de aduanas, porque un bolso de mujer —por lo menos en aquellos tiempos—, siempre ha sido para mí fuente inenarrable de misterios y arcanos inexpresables. Desconozco el contenido de las actuales  talegas comanches, los bolsos bandolera de lona o bordados, o las ágiles y excursionistas mochilas dorsales… Igual me llevaba una sorpresa.

Me siento, venciendo la incomodidad del rasgado banco, horripilante, impersonal e incómodo, en “Capuchinos”, al pie del frondoso cinamomo, recordando otras ocasiones en que derramaba caricias hacia la mujer de la que estaba enamorado, mientras me sonaba a gloria el repique de  bronce que volaba a nuestro encuentro desde añosos campanarios. Entonces, el seto no había crecido, y, entre mimos y roces eléctricos con sabor a cielo, contemplábamos en la anochecida el Cerro de san Cristóbal y las elevaciones de Sierra Mágina, con la sola compañía de otros enamorados que compartían idénticos arrumacos en posaderos cercanos, o jugaban a las damas, sentados a horcajadas  en aquellos bancos sin respaldo cuyo ajedrezado cerámico  permitía desplazar diversas piedrecitas por ellos para simular los lances producidos sobre tan improvisado tablero de juego. Y de nuevo canto con el poeta jaenero:

                          ¡Alameda y Capuchinos

                          confidentes de mis sueños!

                          En vuestra arena hay escritos

                          los nombres de mis abuelos.

                          Para escribiros el mío

                          tengo una pluma de versos.

 

Despierto de tan profundo embelesamiento. Debo volver. Mi mujer me espera tras salir del taller pictórico de mi entrañable Pepe Rodríguez Gabucio. Ha sido un paseo provechoso, pese a la  incomodidad sentida al contemplar algunas cosas que no me agradan, en absoluto, de la actual remodelación de este jardín jaenero, así como del vandalismo consuetudinario que es propio de estos tiempos que han olvidado la sacralidad de paisajes y personas; tiempos que, aún reconociendo sus logros, me parecen ayunos de sensibilidad, jerarquía, claridad, pudor, valentía, coraje o grandeza de espíritu. 

Pero la esencia de esa Alameda que todo jaenero de mi quinta lleva en las aguas mansas  y profundas, plateadas de lunas viajeras, de su pozo interior, no ha perdido para él un ápice de su valor. Un jardín pletórico de delicadezas, una flora bien diseñada y cuidada en los arriates, un vergel, todavía romántico, circundado por las perspectivas más hermosas e inolvidables que cualquier ciudad del mundo aspirara a poseer. Pero esto es Jaén y estamos acostumbrados a que cualquier cosa que exista en su seno no tenga valor alguno. Porque he contemplado  muchos miradores, algunos de los cuales gozan de éxito rotundo en revistas internacionales o páginas de internet, cuyas imágenes han salido en televisiones de todo el planeta, que ya quisieran para sí ser la mitad de sugerentes y arrebatadores como el que se divisa desde este lugar idílico, remanso de paz, que los habitantes de esta tierra estamos obligados a defender, proteger y exaltar con toda la fuerza del inmenso amor que sentimos hacia lo nuestro.

¡Mi Alameda de Capuchinos! Me gustaría detener el tiempo una tarde serena de otoño temprano, mientras danza la imaginación al divisar, una vez más, estos contornos grandiosos que hacen de Jaén una ciudad única. Aunque tan solo fuera una impresión fugaz, un instante mágico, inaprensible, que me hiciera poetizar, con Luis Cernuda:

 

                                     Hermosa era aquella llama, breve

                                     como todo lo hermoso: luz y ocaso.

                                     Vino la noche honda, y sus cenizas

                                     guardaron el desvelo de los astros…

 

Porque ya me ocuparía yo de eternizar el momento. En tal mirador resultaría fácil conseguirlo. Bendita sea esta ciudad que nos permite acceder a  tales prodigios en muchos de  sus rincones; poder alcanzar el paraíso  con nuestras propias manos. ¡No sabemos lo que tenemos!

 

                                 

                            

 

 

Dejar un comentario