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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO /

LA VOZ DE JAÉN

Me llamo Jaén, soy hijo del lagarto, hijo de la Magdalena, de Santo Domingo, de San Juan, de San Miguel, de San Bartolomé, de San Ildefonso, de Santa María, amante de la Catedral, hijo del Santo Rostro y primogénito de Jesús de los Descalzos.

Soy Jaén, la ciudad denostada por sus propios habitantes y admirada por el viajante que arriba de tierras extranjeras y mira desde arriba —desde la fortaleza de Santa Catalina— la hermosura de mi urbanismo: estrecho como mi padre el verde dinosaurio.

El insomnio, siempre caprichoso, no solo ha herido de muerte el sueño, sino que también ha acariciado mortalmente la pluma del poeta. El verso, el poema, y la fuerza de la palabra no fluyen.

Hasta la luna, alidada del cronista de las pasiones, ha comenzado a menguar para ir perdiendo su lozanía.

El mar de azul cielo pierde su armonía, llora. 

El poeta en una playa, al lado de su amigo el lagarto, escribe al cobijo del lamento de las olas. En otra noche en la que el trovador llegó a lomos del animal a esta arena para pensar.

La conversación ha deambulado en torno a la iglesia de San Miguel; un músico amigo ha alertado, ha avisado que el ábside de la iglesia se está desmoronando. El lagarto ha llorado sangre, su corazón parecía pararse por momentos.

El músico, quizá, no podrá componer una sinfonía, o sí, pero esta será patética.

Desde esta playa sin nombre el poeta vuelve a su Jaén a lomos del dinosaurio; las estelas dibujan el camino. Todavía hay esperanza de ver una aurora blanca en la lontananza.

EL POETA Y EL LAGARTO

En homenaje a la Cárcel Vieja

Jaén es hija de la belleza. Sus calles espantan la melancolía del poeta para crear los sueños.

El trovador es un hijo legítimo de la verdad, un cronista que acerca la realidad al descreído.

El poeta es la voz callada del lagarto. El animal respira por sus versos y asume la poesía como verdad absoluta. A veces es mejor no dormir y escribir cobijado en la penumbra.

El poeta, narrador de los hechos y sobresaltos de Jaén, recibe el encargo del lagarto de rimar en su nombre.

En otro de sus encuentros lunares, los dos amigos, sentados al pie de la plaza Rosales celebran —sin un litro en la mano— la última crónica nacida de los mentideros jaeneros: adonde el convento de la Coronada se asomaba para cantar a Jesús, antes de partir a su calvario de la Ropa Vieja, se va a instalar una pequeña comisaria. El sueño lejano de muchos lagartianos quizá se cumpla. El viejo Jaén por fin contará con un escudo. Y así sus murallas no serán asaltadas por exaltados.

Y aquellos que consigan ascender serán reconducidos a la senda del buen comportamiento.

El animal, creado en la hoguera del jurásico, tiene la mirada curada. Sus ojos comienzan a suspirar de amor y su alma se transporta a los tiempos del Condestable Iranzo. La noche termina un segundo antes que la pluma del poeta deje de escribir. Una luz atraviesa la ventana.

El verso respira aliviado y reposa hasta un nuevo sueño.

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