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Reflexiones de un jurista sobre la tempestad en un vaso de agua

 

Como no deseo cansar a mis lectores con excesiva longitud, inicio hoy una reflexión personal sobre el tema del título, que verá su fin en una próxima entrega. Pido mis disculpas por ello, ya que el razonamiento que preside estas notas debe ser unitario.

La simple lectura del enunciado pudiera parecer que se me ha ido la cabeza y empiezo a mezclar conceptos de distintos ámbitos, pero –créanme- nunca la tuve más firme; de ahí la sorpresa, casi estupor, que me produce que se cuestionen de forma trivial situaciones histórico-jurídicas consolidadas por los siglos.

Vaya por delante que la peor enfermedad que puede atacar a un historiador o a un jurista, es el dogmatismo, es decir, pretender utilizar conceptos e instituciones en su configuración actual y proyectarlos al pasado o viceversa. Por ejemplo, pensar que la propiedad o el usufructo, de un lado, o la monarquía y el régimen de gobierno de los pueblos, siempre han sido iguales y son conceptos inmutables. Es evidente que lo que los griegos entendían por democracia no es lo mismo que piensan hoy, por ejemplo, Theresa May o Nicolás Maduro.

El gran jurista que fue Álvaro d’Ors afirmaba que la Historia del Derecho era un buen antídoto y vacuna para prevenir el mal del dogmatismo jurídico; lo que hoy es, no ha sido siempre igual, sino que el devenir del tiempo ha amoldado, evolucionando y cambiando las instituciones, el conocimiento y la ciencia y no necesariamente siempre -aunque sí generalmente- en línea de progreso.

Todo esto viene a cuento de la comedia bufa montada por los partidos de izquierda para entretener al personal, cuestionando la propiedad de los edificios de la Iglesia y, particularmente, los de culto; personifico mi reflexión, por ser más fácilmente generalizable, en la Mezquita Catedral de Córdoba.

La historia de las religiones es universal y muy sabia; a lo largo de los siglos, las creencias, los dogmas, los lugares de culto y sus prácticas se vienen superponiendo en el tiempo y en el espacio con desigual éxito o resultado. El cristianismo se propagó en el imperio romano politeísta a partir del culto al Sol, años antes de la conversión de Constantino u proclamación como religión oficial del Imperio. Más cerca, tenemos por aquí santuarios iberos, después cristianizados, convertidos al Islam y recuperados para el cristianismo en la reconquista. ¿Cuántas mezquitas se asentaron sobre templos visigodos y en sus solares o con sus muros y minaretes, hoy tenemos las Iglesias Mayores de nuestros pueblos?

Después de tres mil años de historia del conocimiento, nunca se ha cuestionado ni el uso ni la propiedad de los lugares de culto, que por eso eran desde el Derecho Romano “res sacrae”, una variedad de la “res publicae” distinta del “patrimonium populi romanum”; todas ellas diferentes  pero, en definitiva, cosas que por general acuerdo se sustraían del comercio de los hombres, que no se podían ni comprar, ni vender ni hipotecar. Así, pacíficamente, ha ocurrido hasta antes de ayer.

A medida que progresaba la reconquista por los territorios peninsulares, las mezquitas se dedicaban al culto cristiano, convirtiéndose en templos católicos que se encomendaban al clero, a las Iglesias locales. Ello ocurría por donación de los conquistadores –no siempre los reyes- a veces órdenes religiosas o nobles guerreros. Así, a título de ejemplo, la Mezquita-Catedral cordobesa fue donada por Fernando III El Santo a la cristiandad como templo, que vienen utilizando los fieles cordobeses desde aquella fecha de forma quieta y pacífica, regidos por su obispo y su cabildo.

Ahora -mentemos la bicha- quien en virtud de la sucesión apostólica organiza el culto cristiano históricamente es la Iglesia, instituida -para los creyentes- por Cristo hace veinte siglos y, para los no creyentes, en todo caso hay que partir del emperador romano Constantino que por Decreto imperial el año 313 reconoce al cristianismo y entrega los lugares de culto al Papa Silvestre I; es el inicio del poder temporal de la Iglesia, reconocido desde entonces en todo el orbe.

Verdadero o apócrifo el texto documental del “Constitutum Constantini” es un hecho cierto e indiscutible que, desde entonces, la Iglesia católica es tenida universalmente como una persona jurídica, titular de bienes u capaz de adquirirlos, lo que ha sido doctrina pacífica, sino en todo el mundo, al menos en la Europa occidental durante dieciocho siglos, incluidos los de antes y después de la reforma protestante.

El principio tradicional “cuius regio eius religio” (la religión del príncipe es la de todo el territorio), que tantas guerras propició, no acuñado por cierto por ningún español, pone de manifiesto que hasta muy avanzado el siglo XIX no era relevante la posición contraria, de la separación de la Iglesia y el Estado, lo que ha dado lugar a lo largo del tiempo a cierta confusión de los bienes de una y otros, si bien nunca ha habido duda de que los bienes eclesiásticos eran gestionados por aquella y la injerencia estatal ha venido mas por el lado de la injerencia reciproca sobre las personas, no sobre los bienes.

Está fuera de dudas que los lugares de culto católico vienen siendo gestionados, poseídos y administrados a título de dueña por la Iglesia católica por la continuidad sostenida por los obispos, sucesores de los apóstoles, designados por los papas, desde San Pedro en la sede romana;  los fieles cristianos que a ella se acogen vienen usando como lugares de culto los templos que recibieron, de un modo u otro, en todos los tiempos, que se acrecientan por donaciones públicas y privadas que reciben, legados “pro anima” y  otros medios. Los bienes temporales que administra la Iglesia están legítimamente adquiridos; en España es indudable y ha sido indiscutible, al menos, desde el nacimiento del Estado Moderno en 1492 y la expulsión –por ahora- del Islam.

No obstante, a lo largo de la historia de España ha habido episodios que han pretendido desposeer o, incluso, han expoliado a la Iglesia de parte de sus bienes; ahí están las leyes desamortizadoras del siglo XIX que afectaban no solo a la Iglesia sino a otras “manos muertas”, por motivaciones economicistas; hasta el propio mecanismo desamortizatorio operaba sobre un indudable derecho de propiedad preexistente e indiscutido, que algunos ilustrados desamortizadores postergaban en razón de unos supuestos fines superiores.

Incluso las desamortizaciones, que actuaron sobre bienes patrimoniales de la Iglesia, lo hicieron para “introducir los bienes en el mercado (desamortizarlos) y rentabilizarlos” y siempre respetaron los lugares de culto, los templos, las catedrales. En todo caso, el proceso desamortizador no deja de ser una anécdota –lamentable anécdota vista en perspectiva- en la Historia, que no produjo los frutos apetecidos, sino todo lo contrario, ni parece que ese sea hoy el camino ni la pretensión.

El estado de cosas descrito se ha mantenido de forma quieta y pacífica en el tiempo, porque la propiedad como derecho real de un sujeto, la entidad religiosa sobre sus bienes, sigue las reglas generales para su adquisición y la Iglesia que recibió los bienes por justo título, mediante la tradición (entrega), no ha sido nunca inquietada en ese señorío pacífico de sus bienes, que históricamente además han venido recibiendo exenciones y privilegios del Estado.

Desde este prisma, parecen ridículos, incluso, los lapsos temporales de transcurso de tiempo  para adquirir la propiedad, cuando hablamos de siglos, tanto los del derecho histórico como  del actual para: la adquisición del dominio por prescripción inmemorial, ordinaria, extraordinaria (20 o 30 años) e, incluso, la concurrencia o no de la buena fe; razonablemente la propiedad está fuera de toda duda para historiadores y juristas; con la honrosa excepción, al parecer, de los acólitos del inefable biólogo emérito S. Mayor Zaragoza, que han ido más allá de las propias manifestaciones de los poderes públicos.

(Continuará)

 

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