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El término cultura le suele quitar hierro peyorativo a las palabras que acompaña. A muchas de ellas, incluso, las legitima a través del Diccionario de la Real Academia Española al incluirlas en el “conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época o grupo social, etc.” De este modo, hoy se habla sin rubor de la “cultura del botellón” como el uso que hacen los jóvenes de la calle para reunirse en ella sin que los establecimientos que les expenden las bebidas se vean en la obligación de proveerles de mesas, sillas, y una mala letrina dónde desahogar sus vejigas y regurgitar sus vómitos, como es usual en la hostelería convencional.

La diferencia cultural estriba, según parece, en que cuando bebemos plácidamente en la terraza de un bar, heredero de las más “ancestrales esencias culturales del vino”, estamos haciendo a los ojos de las “buenas costumbres” un uso impecable de la vía pública, mientras que cuando se hace a través de litronas y “calimochos” se está ejerciendo una mala práctica colectiva de ocio en la “puta calle”.

La palabra calle, como el concepto de cultura, también se ha maquillado, manipulado y adulterado con adjetivos y genitivos de aderezo. De este modo, en la tradicional cultura del vino, durante aquellos años “gloriosos” en los que éramos la reserva espiritual de Europa, se exhibía en las tabernas el cartel de “se prohíbe el cante”, y cuando alguien pretendía cantar se le “invitaba” a salir del establecimiento con un rotundo “a cantar a la puta calle”. También las opiniones “no autorizadas” se solventaban con un expeditivo “a hablar de política a la puta calle”.

Al precio que se está poniendo lo de “ir de bares” en plan tradicional, no será extraño que el día menos pensado nos veamos los que ya peinamos canas haciendo en plena vía pública el “riberón”, que es lo mismo que el “botellón” pero bebiendo un Ribera del Duero con un buen jamón, y, sobre todo, dejando los envases vacíos en los contenedores para vidrio, y no tirados en la “puta calle”.

Las gentes del Mediterráneo hemos hecho siempre de la calle nuestra primera patria. Hemos hecho de la calle el mejor zaguán de nuestras casas. Hemos aprendido a vivir, a jugar, a crecer y hasta morir en plena calle. El pretendido progreso globalizante nos ha dado muchas cosas, pero nos ha quitado la calle. Es por ello por lo que cada vez la percibamos menos como la casa común de todos. Es curioso cómo hemos ido degradando el “sentimiento de la calle” un pueblo que todas las primaveras se ha tirado a la calle para vivir su religiosidad popular, para reivindicar su libertad o para festejar la alegría colectiva. Es irónico que toda una generación bien preparada, llamada a dirigir lo que el cambio climático nos deje del planeta, sea capaz de preocuparse más por el deshielo de los casquetes polares que por no convertir en una pocilga su trocito de calle.

Es condición humana que siempre tratemos de defender nuestras costumbres –por malas que parezcan— antes que las leyes –por muy justas que sean–. Medite, por tanto, el legislador sobre cómo hacer para que varias generaciones compartamos civilizadamente la calle y sus adjetivos. Pero esa es otra cultura, la del difícil equilibrio tolerante del ejercicio de la libertad, que como con otras tantas cosas se cacarea más que se practica.

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