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Siempre me ha gustado este término que empleo, desde luego, en sentido figurado y popular —pues es vocablo que tiene otro significado académico—,  como lo usaba mi madre en mi primera juventud, cuando, al verme llegar de la calle con algún retraso me espetaba con gesto adusto:

— En vez de estudiar te has pasado la tarde cabildeando con los amigos. Las próximas notas  seguro que no serán brillantes…

Es lo que hago esta mañana,  mientras mi mujer pinta en el estudio de Pepe Gabucio; cabildear a mis anchas sin sofrenar mi pasión deambulatoria; vagar sin rumbo por el viejo y eterno  Yaiyán improvisando la ruta sobre la marcha. 

Porque recorrer los barrios altos de  mi Jaén, en cierta  mañana tibia de octubre,  tiene para mí el regusto  de una odisea, de una sorprendente peripecia  siempre distinta y nueva. Está tan sellada  la ciudad dentro de mi ser que ya no puedo segregarla  de mi paisaje interior. Hace tiempo que somos una misma cosa,  Jaén y mis adentros.

Por eso me gusta  zanganear a mis anchas  por la zona arriscada  de la villa partiendo siempre mis rutas del faro catedralicio para que su luz sea vigía continua de mis pasos y afanes. Un café en el Manila aviva de inmediato  los recuerdos de la infancia, cuando,  siempre a la vera  materna,  aguantaba  impávido sus largas visitas a distintos comercios de la zona, y sus conversaciones interminables con dueños, dependientes y clientas, que, por mi  temperamento inquieto  por naturaleza —heredado de mi abuelo Tobar—, me producían desazones inexpresables.

Tras dejar atrás la  calle Colón, me interno por el callejón de la Muralla. De inmediato  viene a mi memoria, como imagen lacerante,  el triste episodio cuyo trágico final  pude presenciar, hace años,  al pie de la hornacina del Cristo de la Luz, donde una madre gritaba asomada a la ventana, desesperada por salvar la vida de su criatura de corta edad, en el incendio de su piso. Pero ella,  sin atender a  los gritos de los viandantes que intentaban tranquilizarla diciéndole que estaban los bomberos de camino, abrazó a su pequeño y se lanzó de espaldas al   vacío para, de esta forma proteger a su hijo, al que salvó  la vida en la caída, ofrendando   la suya a cambio. Agonizaba cuando el recordado coadjutor de san Bartolomé, don Bernardo, que acertaba a pasar por el lugar le dio la absolución cerrando piadosamente sus ojos más tarde. Jamás he olvidado la escena a la que llegué un poco después de haber sucedido. Hoy rezo por ella y bendigo su condición de madre. Toda mi vida  recordaré  a esa mujer y  su instinto maternal, una de las fuerzas más poderosas de la naturaleza.  Siempre me ha motivado descubrirlo — salta a la vista—, en una hembra de nuestra especie. Defrauda el no advertirlo en ella. Cada vez se dan más casos. 

Me planto en la plazuela de los azahares, para presentir —la iglesia está cerrada—, el delirio del rostro de Jesús expirante. Aun sin verlo, lo reproduce mi mente y deposito con ternura un ramo de lirios, florecido de inmediato  en mi corazón, al pie de su cruz arbórea.

Escalo la estrecha y pina calle Las Palmas repleta de edificios pintarrajeados de grafitti soeces y, desde luego, ayunos de cualquier tipo de hálito poético o artístico —deben ser los tiempos—. Ya estoy en Martínez Molina, arteria urbana dedicada a la memoria del   sabio   doctor que naciera en este enclave    un  día de Nochebuena de principios del siglo XIX. Es  la senda milenaria  que conduce al corazón medieval de la ciudad. Al pasar junto a la Plaza de los Rosales, a la altura del que fuera convento de la Coronada, después prisión  y,  en mi juventud,  cine veraniego, no quiero mirar el horror  que me produce el urbanismo de tal lugar; un edificio que más parece el  hangar futurista  de una película del espacio  que otra cosa. Pero, al volver la vista al otro extremo de la calle descubro el edificio que hace esquina con el cantón de la “Ropa Vieja” cuyos balcones están plagados  de blancas colgaduras en las que los vecinos han expresado  muestras de su indignación por el  hiriente e injusto  abandono de este barrio que   bien podría ser otro a poco que se lo propusieran nuestros ediles. Puedo leer proclamas  como: “SOS, barrio abandonado”, “no al abandono del casco antiguo”,  o “una comisaría para el casco antiguo”. Comprendo el enfado vecinal ante  el deterioro y decadencia    de este añoso distrito urbano,   y de la convivencia perdida  de tan  antiguo lugar que bien pudiera ser otro, para orgullo de sus habitantes  y solaz  del jaenero que gusta pasear por estos rincones en los que tanta historia  local yace latente  en cada uno de sus pasajes. Si se ha conseguido en otras ciudades, ¿por qué no en la nuestra?, ¿es que siempre estaremos condenados a no salir de nuestra indecisión secular, de nuestra falta de apego por el terruño  que nos viera nacer?

Mientras pienso de esta forma descubro espantado   una escultura en los jardines adyacentes cuyo sentido, pese a devanarme la mollera un buen rato,  no acierto a comprender. Parece un terremoto escala 7 de Richter, el mar Cantábrico en una tarde tormentosa, un bacín invertido  para las urgencias de la  siesta,  o ¿quizá,  el yelmo de Mambrino…?  ¡Me rindo! Será algo  que no acierto a comprender;  tendrá un significado  desde luego.  Quizá pronto conozca la intención del artesano, tenga que pedir perdón humildemente,  y  contemplarla bajo otro punto  de vista. Mientras tal cosa sucede,  me consuela  la vista del  castizo cantón, y el fondo de  la calle Elvín,  con sus afilados  cipreses enfilando el monte calizo. Un pequeño oasis, de sencillo donaire,  en medio de tanto  descuido, dejadez y abulia por conservar lo nuestro. Porque este casco antiguo, bien ordenado urbanísticamente, adecentado y protegidos sus habitantes del desorden callejero,  podría haber sido un deleitoso   y apacible rincón,   con sabor a otro tiempo; a historia viva de nuestro Jaén de siglos. Pero no  hemos sido capaces de conseguirlo, como   tantas otras cosas.

Accedo a la plaza de san Juan y me siento en un banco para saborear el momento. Mudez y soledad en ella. Late cierto abandono en el conjunto. La encuentro algo sucia, destartalada, vulgar; un quiero y no puedo. Porque hasta de un sencillo rincón  provinciano se puede conseguir una obra de arte. Nadie   contempla  la escena a mi lado, tan  solo veo un perro que se acerca a olfatearme para gruñir con cierta insistencia ante la presencia de un intruso que no es del barrio. Me levanto y mi estatura lo disuade de otras estrategias caninas.  Muerto  de pena, sobre su alto pedestal, con rostro desazonado,  recita su soneto crucífero el   desaliñado y patinado   bronce de Almendros Aguilar, al contemplar la desidia jaenera. ¡Una plaza que fuera centro neurálgico de la villa medieval! Pulso de mi Jaén de los siglos. Levanto la vista a la  sólida Torre del Concejo con su enorme campana que convocaba al pueblo   a defenderse de los enemigos, o a conmemorar momentos decisivos de la vida local. Pero ya no rasga el tiempo  el reloj que marcaba la hora de la ciudad; inefable sonido  que registraba en mi infancia desde mi casa de la Plaza de las Palmeras, cuando me decía mi abuela Isabel con su mirada de aguamarina:

—Ya ha dado la hora el reloj de san Juan, hay que acostarse, niño, que mañana será otro día. ¡Vamos! No seas cansoso que ya  tienes que dormir…

Siento un trallazo  de  pena honda y breve aunque ignoro  su causa. Quizá la sensación de abandono de lo nuestro, de relegar  nuestras raíces, nuestra historia, que es la causa directa de ser como somos. Estos son tiempos de olvidos. Nada debe conservarse. Quizá esté yo equivocado y no merezca la pena volver la vista atrás. Pero de inmediato recuerdo a Chesterton cuando afirmaba con rotundidad: “Tradición  es la conservación del fuego, no la adoración de las cenizas…”, y la llama prende de nuevo en mí, por lo que decido de inmediato escribir un artículo para expresar mis impresiones,  y mi esperanza intacta de que algún día seamos capaces de abrir los ojos y adecentar amorosamente  una ciudad que nos ha dado tanto, y tan mal le pagamos por ello.

            Paseo por los alrededores y oteo  la pendiente de la calle Reventón. La blanca cruz  montañera se planta al final de la rampa, recortada sobre   un dosel que viste un terno purísima y oro. Pero me da pánico contemplar   la calle. Tan solo quiero soñar. La imagino renacida, encaladas con primor  sus fachadas, reparados  los desconchones de sus muros, engalanadas sus rejas  de múltiples maceteros plenos de albahaca, geranios, gitanillas, verbenas, caléndulas o pensamientos,  limpio y reluciente  el pavimento, todo ello  lejos de la actual y difusa suciedad, de tan cruel dejadez y abandono… Simplemente imagino. He visto otras ciudades y pueblos andaluces  en las que este sueño ha sido posible. ¿Por qué no aquí?, ¿cuál es  la razón?

Impetrando al cielo  un cambio de actitudes urbanas, encogido  el corazón, accedo al  edificio de  los Baños Árabes para aposentarme en la terraza. Pido un café cortado  y me siento para derramar  la vista,  blanda y  despaciosamente,   ante la postal de ensueño que se abre ante mí. La mañana es radiante y tersa. No quema el sol. Tan solo dejo   que las imágenes me taladren el alma sin esfuerzo por mi parte para que  paisaje tan excelso y único, me atraviese las entrañas con su afilada cerbatana, más  sin dañarme, ni causarme ansiedad alguna. Me olvido del café y hasta de   mí mismo. Me invade una sensación de armonía suprema, de lúcida plenitud. Ahora me siento renovado, renacido, vital. Decía Jung que:  “desde la mitad de la vida hacia adelante, solo permanece vital aquel que está preparado para morir con vida”. Ahora entiendo lo que quería decir. En momentos tales, vivo  y anhelo vivir intensamente  hasta la muerte. Es un instante único. Oigo la voz divina en la mente.  Pasean los ángeles por tan dilatado espacio contemplando el  sublime estallido  de la belleza. No reparan en mi presencia. Anuncian a los cuatro vientos las glorias escondidas de estos barrios altos, tan proscritos y abandonados de ordinario. Tiemblo ante la vista  circundante: mi viejo Jaén del alma, y los montes azulados, la campiña lejana cruzada por el Río Grande, la moderna y   rumorosa ciudad   que bulle levemente  a mis plantas. Luego protestamos de nuestro lugar de nacimiento. Estamos ciegos. El problema es que tanta ceguera no la cura un oculista. Tan solo lo hace el amor, la cultura —me refiero a la verdadera, que no  la de salón y voto en mano—,  y la transmisión, tenaz y sostenida,  de padres a hijos,  de tan preciado caudal, como si fuera un tesoro que abrasara nuestras manos y acelerara el latido de nuestro corazón.

Me recreo en lo que mis ojos  contemplan. Soberbio castillo recostado sobre un tapiz de intenso verdor intercalado entre la áspera roca. Enhiesta torre de san Juan. La catedral, perfilada en la mañana,   navegando hacia la eternidad. Y los montes, ¡ay los montes de mi Jaén!: La Pandera al fondo, el Ventisquero, Matamulillos, los Grajales,  Zumel bajo, san Cristóbal, serrezuela de Pegalajar, Almadén, Aznaitín, Cazorla y Segura en lontananza, conectando hacia el norte con  la banda  grisácea de Sierra Morena, para cerrar  el soberbio  circulo de nuestras viejas cordilleras calizas y silíceas  que siempre han arropado  a esta ciudad inolvidable. Me asomo a la baranda para contemplar la vieja  judería, con la grácil espadaña de san Andrés marcando el territorio. A mis pies un delicioso y coqueto patio interior donde crece un gran laurel, dos olivos y una palmera que aspira a elevarse entre los viejos terrados para asistir a tan grandioso  espectáculo abanicando, en un hosanna jubiloso, la mañana de otoño.

Es hora de volver, pero antes tomaré unos apuntes apresurados para escribir, más tarde,  lo que he vivido esta mañana oyendo  las misas breves bachianas, porque impresiones tan luminosas  solo pueden ser relatadas cuando la música del genio alemán suena por los auriculares frente al ordenador. 

Regreso  por el mismo itinerario por si hubiera olvidado algo que registrar en la mente. Aunque todo está dentro de mí, desde hace años o siglos, porque el tiempo,  como decía Platón,  es una imagen  móvil de la eternidad. Mientras desciendo en busca de mi compañera pienso que estos problemas no se resuelven con legislaciones estériles, propaganda turística, ni oratorias arrebatadas en períodos electorales. Tan solo podría hacerse con la transformación interior  y radical de cada individuo. Uno a uno. Porque tan solo de esos cambios individuales podría generarse un cambio de actitud colectivo.

Sonríe mi mujer al verme, aunque de inmediato denuncia sin palabras  una  rotunda mancha de café en la pernera derecha de mi pantalón beige de verano. Es implacable. Su sentido visual no deja ni un cabo  suelto. Por eso y por  muchas otras cosas me resulta tan especial, tan cercana, tan necesaria,  aun sin ser jaenera, sino cartagenera. Se lo perdono,  porque casi medio siglo de convivencia es todo un Universo. Aprendes a mirar fuera de ti. Aunque jamás terminas de aprender. No es el caso desde luego de muchos de nuestros  ilusos congéneres que creen poseer  la clave de acceso a todas  las Verdades. Me recuerdan la frase de nuestro don Miguel de Unamuno cuando dijo en una reunión,  refiriéndose a un personaje de su tiempo, por entonces en candelero: “Lo sabe todo, absolutamente todo; figúrense lo tonto que será”.

                                    

FOTO: Una vista de la ciudad desde la terraza de los Baños Árabes. (Foto tomada del blog de Juan Jesús Tello)

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