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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / El poeta se desangra en el salón de su apartamento. Ha perdido la inspiración. Las musas han decidido suspender las visitas nocturnas a su alma. Antes, las madrugadas eran como sonido de violines para el trovador;  ahora,  el silencio domina las noches. En el escritorio del salón, la pluma con la que quiere escribir, permanece inerte. No existe la brisa de vida necesaria para que vuelva a conquistar el cuaderno.

La melancolía, la deseada tristeza del artista, da paso a una depresión. El peligro asoma por el ánimo del poeta. La angustia envuelve su piel. Sale el hombre maduro a mirar el cielo de la noche, a buscar entre las estrellas a su otro yo. Desea que aparezca en la pantalla
celestial su antigua imagen: la del joven creador de versos e historias. Pero no consigue encontrarse. Tiene miedo a empezar a no saber escribir, a no ser capaz de inventar, de imaginar y crear sentimientos.

Ante esta situación, es necesario poner remedio. ¿Pero qué hacer? En la librería descansan historias en las que inspirarse, relatos en los que poder obtener alguna salida digna. Lo considera indecoroso. 

Su condición de creador puro le lleva a guardar una férrea disciplina: si escribe, no lee. No acepta ningún tipo de contaminación, busca la pureza en sus textos.

La música —la más bella de las artes— es quizá su última opción. Se acuerda pues del gramófono regalado por su abuelo. Está prohibido escribir escuchándola en artefactos modernos.

Afuera, llueve, el agua es fina y roza los cristales del balcón. Reside en la plaza Rosales. Antaño, el ágora estaba ocupada por el convento de la Coronada. Ahora es un lugar vulgar donde reinan la desidia y la desesperanza.

La lluvia sigue descendiendo, aumenta su velocidad y se convierte en tormenta. El poeta reacciona y apuesta por la maestría de Vivaldi. Suena dentro La Tempestad, mientras en la roseliana plaza la luz del rayo ilumina los árboles.

El sonido del trueno lo despierta, asoma su mirada. Está sentado en el mismo banco de siempre, en el que lleva su nombre. Después de mucho tiempo, 
ha vuelto a verlo. El  hombre es enjuto, ha perdido el brillo de sus ojos, pero sus pupilas aún consiguen atraer a todo el que lo mira.

¿Quién es este hombre? Puede ser un pintor, un músico…

La lluvia no se retira y el milagro se produce. El agua no cae en el lugar en el que reposa el desheredado.

El segundo movimiento de La Tempestad altera el ánimo del poeta, se enfurece, sale al balcón y llama al 
hombre.

La luz de la lámpara es testigo de la escena. Ebrio de emoción, coge la pluma, empieza a escribir, a soñar, a amar.

El poema surge, mientras el ser misterioso sigue apesadumbrado en el banco. Por fin, después de mucho tiempo, ha vuelto a escribir.

La lluvia desaparece y con ella el visitante. Ha conseguido crear una historia, aunque no ha tenido tiempo para enseñársela a su amigo.

Baja desesperado a la plaza y en el mismo banco en el que estaba su conocido, transcribe el bello y triste poema:

Agazapado en tu banco.

Solo con un litro que calma

la sed de tu alma. Nadie repara en ti

. Y eso te duele.

La plaza en la que descansas es un cuadro que

nadie mira.

Hay lágrimas en tu rostro.

Y una arruga eterna cuyo surco

 no compadece al corazón

más débil.

Y tú siempre has buscado rosas en el

alma de los que amas, pero te han dado espinas.

Para que soportes el dolor y

la indiferencia de una sociedad

que ni a sí misma se soporta

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