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Tengo un amigo jaenero. Ni más ni menos que un hombre que cultiva con desvelo en su interior  —como apasionado parterre de rosas inmarchitables—, la ciudad en la que vio la primera luz, y a la que ama desde entonces. En un principio lo hizo sin saberlo, más tarde, calando su recuerdo en los adentros por cada uno de los poros de su cuerpo; ahora, con apasionada constancia, con la certeza, gozosa e inviolable, sobre personas y cosas que nace en la edad provecta. Tengo un amigo jaenero, que es como tener un tesoro, en una época en que tantos y tantos yacimientos de metales preciosos humanos están clausurados por agotamiento de venas y filones, en un mundo global de relaciones mutables y epidérmicas. Por eso doy gracias a Dios que me dona algo que vale más que el dinero, por su rareza, por las alegrías que me causa su amistad, por la ilusión que me produce saber que llega en la Alsina, y voy a abrazarlo, más tarde, a la vera de la catedral, mientras lo veo llorar sin lágrimas —danzando chispitas de diamante en sus pupilas—, al contemplar la indescifrable hermosura de esta ciudad a la que resulta tan fácil querer, olvidar en la distancia, renacer en su recuerdo, y amar con el apasionamiento de una vida que comienza a escaparse hacia una cada vez más cercana lontananza. Tengo un amigo jaenero al que recuerdo en muchos momentos, y por eso lo convoco muchas veces para compartir risas cómplices. Conversar con él es rememorar andanzas comunes que rescato del pozo del olvido, y rememoro en días siguientes mientras camino por el monte al filo del alba, o contemplo, extasiado, la extensa desnudez del mar. Tengo un amigo jaenero y eso, junto a muchas otras pequeñas cosas, me hace feliz.

Esta mañana cuando iba al mercado bajo el delirio de un cielo azul Francia sobre el que se estremecían las primeras claridades, cruzaba frente al prodigio catedralicio en cuya fachada está grabada Jaén a sangre y fuego. Creía tener a mi lado a José Luis Buendía, que hace tan pocos días nos dejara, cuando me aseguraba delante de una caña de cerveza y un plato de aceitunas de cornezuelo, que no existía un día del año en que no necesitara plantarse frente a la seo jaenera, profanar sus umbrales y comprobar, hechizado, que podía alcanzar sin esfuerzo todos los arcanos jaeneros que tantas generaciones han ido sedimentando en esta caverna, grandiosa y sagrada, con sus plegarias, recuerdos lacerantes, lágrimas sentidas, asombrados gestos boquiabiertos de cara al cimborrio, latidos cordiales, o sonrisas de amor. Mi amigo jaenero también participa de la opinión del ilustre profesor desaparecido, y me cuenta que se estremece al acercarse al imponente edificio, sintiéndose seguro tras sus puertas, al sumergirse en una quietud gestante en su grandioso útero; una calma aérea y mineral, nimbada de incienso y notas graves de órgano, velada por un etéreo cendal de misterio imperceptible que distorsiona tiempo y espacio. Y allí quedar bañado de una paz silenciosa, confiada, certera, afilada y profunda, sintiendo los latidos de su corazón de madre que tranquiliza el ánimo de todos los aquí nacidos. Eso es entrar en el Templo matriz. Si estás a solas en tan colosal silencio, oyes el latido de tu propio corazón. No hay mejor lugar que nuestra catedral para hallarse a uno mismo. “Es como si estuvieras protegido de cualquier peligro…”,  me dijo hace años, mi amigo jaenero, en cierta ocasión en la que la visitamos juntos. Yo pienso que adentrarse en la gruta sagrada es como renacer de nuevo en Jaén, cada vez que nuestros pasos tímidos se deslicen por el ajedrezado pavimento, con miedo a perturbar tan virginal silencio, tan críptico hermetismo, mientras nos sentimos parte de una dilatada historia común. Pero es que, además, y sobre todo, es la casa de Dios y, “al que Dios quiso bien, casa le dio en Jaén”, como reza el conocido refrán inscrito en azulejos de cerámica ubetense que decoraba todas las antiguas caserías de nuestros pagos cercanos. Es nuestro hogar compartido. La casa de un Padre común.

Comprar en el mercado antes de las siete de la mañana, es una experiencia gratificante. No hay colas, ruidos, ni tensas peticiones de vez. No hay ruedas de carritos de la compra que te pasen —como una división acorazada—, por encima de la dureza callosa del dedo corazón del pie izquierdo. Se pueden elegir los productos saboreando la decisión. Es posible hablar de prosaicas y deleitosas menudencias con  comerciantes amigos, usando  palabras, aunque previstas, no por ello menos sabrosas. En este caso nos hemos referido al próximo cierre del zoco franciscano para arreglar el resbaladizo pavimento que pusieron hace un año  “…y que no resulta convincente ¡vaya por Dios!, poco tiempo después…”. Y al decirlo mi confidente enarca las cejas esbozando al mismo tiempo una expresión de asombro paralítico que resulta más expresiva que cualquier parrafada posterior. Y pone punto final al tema diciendo: “las cosas son así, Ramón, ¡qué te voy a decir yo que tú no sepas…”.

Mercado al alba. Sobre los mostradores helados de los puestos de pescado colocan las mercancías con mimo los comerciantes. Saludo a conocidos. Paseo con molicie despreocupada y sensual. Una verdadera delicia. Hasta el café sabe mejor que en otros locales y fragmentos horarios, tomado en tan gratificante soledad tras realizar la compra que mi primera mujer me ha señalado de manera precisa y bien definida —y pobre de mí si osara ampliarla o capitidisminuirla—. Termino pronto. La vuelta a casa es amenizada por el tráfico villariego que vuela hacia la capital, mientras quedo atrapado por la música de mis venerados Lennon y McCartney, de su disco “Help”,  que oigo con insistencia desde que lo comprara en Taisa, de la calle Roldán y Marín hace ya cincuenta y cuatro años. Fue una jovencísima Juani —la hermana de Charo López, nuestra desgarrada y genial  cantaora— la que me lo vendió diciendo: “¡Madre mía, Ramón! Te llevas siempre el primer ejemplar de cualquier disco de los Beatles…¡cómo te gustan los melenudos! ¿eh?…” Hoy no oigo a Bach en el trayecto porque ando estos días afanado en revisar las antiguas sensaciones que me conmovían al oír por primera vez las canciones que ahora rememoro, cantándolas a pleno pulmón —me sé todas las letras— a la altura de la destartalada urbanización jabalcuzqueña, invasora de antiguos paraísos naturales, donde había viejos caminos de herradura, umbrías perfumadas de salvia, menta e hinojo, tímidos riachuelos y manantiales de agua fresca. No quiero mirar. Sigo con mi canción. En esta ocasión he repetido varias veces “It´s only love”. Debe ser que me estimula letra y música de tan genial composición… “It’s only love and that is all why should I feel the way I do. It’s only love and that is all, but it’s so hard loving you…”.

Tengo un amigo jaenero que nació y vivió hasta su marcha a Granada, en 1971, por motivos profesionales, en la calle Joaquín Costa, en cuyos aledaños moraba una nutrida representación de la burguesía de la ciudad, incluido un señor que pasó los años de nuestra crudelísima contienda incrustado en el ralo espacio de una alacena, camuflado entre trastos y mercaderías, más propias de serones de borriquillos ambulantes de otras épocas, por temor a ser pasado por las armas en cualquier momento. Son las tristes historias de los enfrentamientos civiles que dejan huella para muchos años. Me cuenta mi hija Isabel, que pasa una larga temporada por los Estados Unidos que, en  muchos pueblos del estado de Virginia, todavía hay nostálgicos que hacen ondear, a la puerta de su casa, la Stainless Banner, la  bandera de la Confederación —la que muestra un aspa azul estrellada sobre un fondo escarlata—, ciento cincuenta y cuatro años después de terminar la Guerra de Secesión. Imagino lo que se puede prolongar por estos pagos la fijación mental de símbolos guerreros de nuestra contienda.

Mi amigo jaenero jugaba al fútbol en su calle empedrada, o en el patio de su casa que, además de ser particular, también era compartido por primos y arrapiezos del barrio. A veces se dejaba caer hasta la Plaza de Santa María donde aprendió a elevar la cabeza hacia la altura de las veletas de las torres con gesto pasmado, o iba de la mano de su tata villariega, Dolores, a ver salir a Jesús, en una abarrotada plazuela de la Merced, en cuyos preferentes resquicios lo acomodaba la fámula para que no perdiera detalle de la manera tan cálida y enternecedora con que recibía el pueblo a la imagen de sus devociones, bajo la luna grande, pero triste, de la Pascua. O acudía con su pesada cartera rebosante de libros y plumieres subiendo Merced Baja hasta los Maristas, que, por aquellos tiempos, estaban aposentados en el palacio del capitán Quesada Ulloa, hoy gerencia de urbanismo. En aquél recinto, que tenía varios patios coquetísimos y algún aula de solería entarimada y temblorosa, fue donde lo conocí años antes de hacer juntos la primera comunión. Una ceremonia de rica liturgia, emotiva y alegre, inolvidable, tras la que se compartía un delicioso refrigerio a base de chocolate con ochíos y magdalenas del horno Chinchilla, con familia y amigos íntimos, seguido de un rápido cambio de atuendo para practicar un aguerrido balompié callejero bajo el abanico de las palmeras de la plaza, o por las pinas pendientes de los barrios altos — ¡pobre del equipo que le correspondiera jugar de cara al castillo!—.

Tengo un amigo jaenero cuya peripecia biográfica está ligada, hace más de cuatro décadas, a Granada, pero no ha perdido un ápice de fidelidad y amor entregado hacia su Jaén del alma. Y eso que está casado con una granadina de pura cepa, que, además, se llama María Angustias, por lo que ha aprendido a querer también aquella tierra con la pasión y entrega que pone en cuanto hace, porque la persona que guarda fidelidad de por vida a su lugar de nacimiento, la adquiere también hacia el lugar que ha acogido su vida profesional y familiar. Por eso, mi amigo es también un granadino de solera, aunque él no lo quiera reconocer. Su lenguaje, expresivo, duro en ocasiones, mordaz a veces, irónico otras, franco, cercano y afectuoso siempre, alterna nuestros dichos y acentos jaeneros más castizos, con dejes lingüísticos de la ciudad que fue cristiana antes que emiral, califal, zirí, almorávide, almohade o nazarí, para retornar, por fin, a las buenas costumbres. Por eso cuando en el apogeo de una encendida conversación entre amigos suelta un taco directo le oímos decir con voz  compacta, y un leve y delicioso ceceo: ¿Cómo puede zer ezo pozible, cohooooones…” pronunciando de forma peculiar, y no como una fricativa velar sorda, la jota ortográfica, transmutándola en una hache aspirada; uno de los rasgos dialectales del habla granadina. Cuando se lo digo, no le gusta demasiado y me dice: “Yo soy de Jaén, no me digas que hablo en granadino ni en broma ¿me oyes?”.

Tengo un amigo jaenero que conoce mejor Granada que muchos nacidos al pie de Sierra Nevada. Por eso nos obsequia a la tertulia de la “Octava de Maristas” y a amigos y familiares, con visitas periódicas y recorridos admirables por los rincones más conspicuos de aquel paraíso urbano. Paseos ilustrados e inolvidables, en los que hace de guía solvente, haciéndonos conocer en profundidad las sendas albaicineras  y sacromonteñas, mientras muchos siguen a duras penas su poderosa zancada por esas rutas de belleza celestial. Tengo un amigo jaenero que en mitad del paseo junto a cármenes, jardines y surtidores, plazuelas y miradores de inenarrables vistas a la Alhambra, hace un aparte del grupo, me coge con fuerza de los brazos, me mira con ojos brillantes y me dice: “La semana que viene voy a Jaén. Si te puedes escapar nos paseamos por los barrios altos y nos tomamos una caña… o diez, en cualquier taberna que haga tiempo no hayamos entrado”.

Y me escapo junto a otros conocidos, o yo solo, y deambulamos a nuestro aire por las sendas que tantas veces hemos pisado de nuestro Jaén, aprendiendo a quererlo un poco más pese a su dilatada postración, pero un enfermo necesita cariño y comprensión, más que nada, además de alguna medida drástica. Y recordamos tiempos antiguos, aventuras comunes en aquel duro y exigente bachillerato, cercanías y desencuentros surgidos entre nosotros. Y hablamos de Jaén, y, cuando nos cansamos, cambiamos de tema, por no repetirnos, y volvemos a hablar de nuestro querido Jaén, del Jaén de nuestras entrañas, porque en ellas está su caserío, sus gentes, sus costumbres, grabadas con un hierro candente desde el día en que nacimos. Y tras la primera caña, como a ambos nos gusta la Semana Santa, recordamos antiguas salidas de los Estudiantes, procesiones solemnes de la Buena Muerte, o el paso de Jesús, al alba, cuando la gente se ha retirado a descansar, y alcanzamos la calle Ancha para poder contemplar el primer y triste rayo de sol ruborizar, con inmensa ternura, su larga melena. Y mi amigo me recuerda el poema que escribí para mi pregón de la Semana Santa jaenera: “Si me muero, que me entierren/en las calles de Jaén./Y, cuando pase el Abuelo,/una rosa, desde el suelo,/florecerá para él…”. Y tenemos que decirle al camarero: “¡Llena, niño!, y pon una pertenencia mejor que la de antes..”. Y el fuego de diamantes ya no tiembla tan solo en sus pupilas, sino que lo siento incendiar mis venas. Tengo un amigo jaenero cuya compañía me hace sentirme bien, me hace ser mejor persona, sacar afuera lo mejor de mí mismo, que esa es la señal de que una amistad te conviene. Tengo un amigo jaenero que es franco, leal, directo, pero también, bonachón, cordial, cercano…y, sobre todo, y más que nada, un jaenero en estado puro. Cuando pasa el día en nuestra ciudad no encuentra el momento de retornar a su casa. Dice que se quedaría eternamente aquí, si su mujer no se llamara Angustias, y quisiera a Granada con tanta pasión como lo hace. Tengo un amigo jaenero que es el consuelo de estos años en que parece que subiéramos una cuesta sin retorno, pues miramos de ordinario hacia atrás, quizá porque nos perturba la vista la niebla que corona el fin de la ascensión. Tengo un amigo jaenero que es distinto a los demás, ni peor ni mejor que nadie, sino distinto. Y esas personas siempre me han gustado. Decía el escritor colombiano Nicolás Gómez Dávila: “El  hombre moderno nunca se siente tan personal como cuando hace lo mismo que todos”. Mi amigo jaenero no está incluido en ese rango. Es distinto a todos, pero no desprecia a nadie. Es humilde, pero especial, porque, sin hacer lo que todo el mundo, a nadie desagrada su forma de ser.

Escribía el gran poeta y escritor portugués, Fernando Pessoa que: “Nunca amamos a nadie: amamos, tan solo, la idea que tenemos de alguien. Lo que amamos es un concepto nuestro es decir, nos amamos a nosotros mismos”. No dudo de la verdad de este aserto que nos desnuda por dentro. Pero no en todos los casos se cumple. Yo quiero a mi amigo jaenero por lo que es él, por lo que me enseña, por lo que me llena, por los dones que él tiene y yo no poseo. No me miro en un espejo en su compañía. Lo miro a él, y al hacerlo, me hace sentirme bien. Me admira su lealtad, su sentido inviolable de la amistad, el inmenso pozo de cariño que guarda hacia esta ciudad inigualable, la pasión desbordada que muestra hacia la tierra que le dio el ser.

También decía Pessoa, en un rapto de inspiración profética  —escribía la sentencia por los años veinte—: “Con una falta tal de gente con la que coexistir, como hay hoy, ¿qué puede un hombre de sensibilidad hacer, sino inventar sus amigos, o cuando menos, sus compañeros de espíritu?».

¡Qué lucidez la del luso! Pero yo no tengo necesidad de eso, aunque entiendo la pretensión del poeta. Ni tengo que modelar a nadie. Los tengo ya diseñados en mi entorno. Ya se inventaron ellos a sí mismos. Gente real, concreta, sobre los que nada tengo que añadir, porque ellos poseen lo que yo busco en un amigo. Tengo un amigo jaenero al que no tengo que inventar porque existe en mi vida, desde que teníamos cuatro años, aunque haya habido épocas en las que estuviéramos más distanciados por diversas circunstancias. Es fuerte, llano, franco, leal, de una fidelidad acorazada, culto —cada vez más—, inteligente, sensible —aunque no quiera demostrarlo—; un verdadero sentimental envuelto en una coraza defensiva de Ricardo Corazón de León. Y, por si todo eso fuera poco, es un enamorado de la ciudad de la que yo también estoy enamorado, aunque algunas veces no me haya correspondido. Pero el amor de verdad , y hablo con palabras paulinas y mías propias, no busca nada a cambio, el amor es paciente, no es envidioso, no hace alarde, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, nada exige, todo lo disculpa, todo lo comprende, solo busca el bien de la persona amada, su felicidad íntegra, aunque esta no pase por la correspondencia de afectos. Eso es amor, verdadero amor. Lo otro es un contrato de intereses comunes que, hasta puede fallar. El auténtico no defrauda jamás.

Esta semana vendrá mi amigo jaenero, al día siguiente de haber subido al Mulhacén  desde Capileira. Nos abrazaremos, como osos pardos, nos miraremos con alfileres de plata bailando en las pupilas, levantaremos la vista hacia las torres catedralicias y terminaremos en “el Chato”, junto a otros camaradas, tomando unas cañas y unos chatos de vino, y hablando con pasión de la vida local y sus gentes. Ese jueves Jaén  palpitará de nuevo, con amorosa violencia, en cada latido de nuestro corazón. Tengo ganas de verte de nuevo, Lorenzo, ¡amigo!

                                         

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