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Es la víspera del día del Pilar. Estoy sentado en una terraza, junto a mi primera mujer  —por ahora continúa siéndolo, tras cuarenta y cuatro septiembres,  pero tal como  evolucionan   los sínodos   vaticanos, cualquiera sabe qué sucederá  en los próximos treinta  a treinta  y cinco años… —. Huele a mar serena, a humedad limpia   y a chocolate caliente,  mientras degusto un capuchino, con un sutil  toque de cacao,  frente al delirio modernista del Consistorio cartagenero; granito serrano  de Villalba y filabreño  mármol blanco de Macael, primorosamente labrados, rematada la fachada por  soberbias  cúpulas de cinc, que  hacen de este edificio algo digno de contemplar al detalle. Representa el acicate  económico, social y urbano ocurrido en  la Cartagena de comienzos del siglo XX, esplendor  debido al renacer de la explotación minera que impulsa  un desarrollo comercial e industrial notable, generando una próspera y emprendedora  clase burguesa cuyo reflejo arquitectónico es evidente todavía en el muy cuidado, dilatado,  cristalino y  verdaderamente peatonal  —¡qué lacerante  envidia!—  casco histórico de la villa departamental.

En un escenario improvisado ensaya la banda de música del “Tercio de Levante” de Infantería de Marina que, en unos minutos, va a ofrecer un concierto de pasodobles y marchas marciales  en presencia del almirante y altos jefes militares del Departamento Marítimo de Levante. Pasea la policía naval con sus fusiles de asalto HK en bandolera. Sus  perros, de noble porte y mirada inteligente, husmean el aire con cautela  en busca de cualquier indicio delator de malas vibraciones. Los cartageneros se hacen fotografías con la patrulla entre ramilletes de sonrisas ofrendadas por  ambas partes. Se desploma   la tarde, desde un cielo de bronce, con inaudita terneza. Bulle la ciudad,  que es un  caudaloso río humano,  desbordado en manso  delta, desde la  señorial Calle Mayor hasta la explanada del puerto  y los jardines,  cuyas palmeras están de guardia junto al monumento en recuerdo de los “Héroes de Cavite y Santiago de Cuba”.

Cuando los marinos atacan los primeros compases de “Suspiros de España” —pasodoble compuesto por el marteño Antonio Álvarez, quizá  en un café cartagenero,  recién comenzado el siglo pasado—,  tiembla la taza en mis manos, salta la sangre en las  venas,  y hasta algún viandante grita con voz desgarrada un “Viva España” que, de inmediato,  es coreado por sedentes  y transeúntes.

Pero no puedo, desgraciadamente, asistir  al resto del concierto. Le van a entregar a mi amigo, el jaenero Emilio Lara, un merecido galardón: se trata del primer premio  del XIX Certamen de Novela Histórica “Ciudad de Cartagena”, por su reciente y espléndida narración: “El relojero de la Puerta del Sol”.

Del brazo  atravesamos la más  elegante y peatonal   arteria histórica   de la ciudad —he dicho peatonal, no multiusos—,  plena de edificios modernistas, entre ellos un  casino de ensueño,  e intimistas  cafés con delicioso sabor a otros tiempos. Está invadida por  un abigarrado gentío que se ha echado a la calle animado por la bondad del clima, y por ser  la víspera festiva del Día de la Hispanidad.

Llegamos a las “Puertas de Murcia”, que sigue siendo una despejada  y    acogedora zona ambulatoria   hasta el edificio de Caja Murcia donde va a tener lugar el acto. Siento el calor interior de momentos especiales,  ya previstos.

Emilio y yo hemos compartido múltiples universos e intereses comunes desde que trabamos amistad, de inmediato, allá por el año 1990 en una tarde lluviosa,  en la Casa Hermandad que la cofradía de la Buena Muerte mantenía   en la  calle Maestra. Desde un principio comprobamos que compartíamos similares  empeños, pese a los diecinueve de edad que nos separaban. Idénticos  sueños y afanes, concordantes  opiniones sobre el mundo y sus pobladores. Y, a  lo largo del tiempo, por si fuera poco,  nos hemos  ganado la vida con análoga y noble profesión, amén de estar  unidos a dos cartageneras morenas bañadas con luz de luna —la mía, en alba y luminosa noche de nieve—,  por cuanto amamos, con similar y encendida querencia, a esta tierra marinera de tan acendrada historia, lo que completa un fecundo círculo de afinidades electivas. Por eso sucedió lo que pronosticaba Carl Gustav Jung: “El encuentro de dos personas es como el contacto de dos sustancias químicas: si hay alguna reacción, ambas se transforman”. Porque los dos  fuimos transformados,  en cierta medida,  por tal ósmosis comunicativa.

Pronto advertí en él  ingentes e innatas dotes   de escritor  —eso no se aprende, en todo caso se desarrolla—, reforzadas por un densísimo bagaje cultural, un pozo sin fondo de lecturas variopintas, bien aprovechadas desde luego, porque hay quien lee como si fuera a echar la Primitiva,  una capacidad poco común para fabular y dar vida a historias deslumbrantes, enorme poder  de concentración y trabajo, clara y aguda inteligencia que le permite entrar en contacto con mundos  sutiles que pasan desapercibidos para el común de los mortales. Cuando vino a pasar una semana con nosotros, a mi casa de La Manga, en aquel recordado  verano del 91,  charlábamos  atropelladamente,  durante  largas horas,   de todo lo humano y divino, sentados en el fondo arenoso del  viejo Mare Minor, con el agua hirviente hasta el cuello, las conchas afiladas  de los berberechos raspándonos las posaderas,  y  los caballitos de mar acariciándonos  el rostro. La aguda flecha del tiempo  transcurría en  un suspiro. En aquellos días recordados le pronostiqué que llegaría a ser un escritor renombrado. Así lo puse por escrito en la dedicatoria de un libro que le regalé, “Los caminos del corazón”, de Sánchez Dragó. Mi profecía se ha cumplido plenamente. Tampoco me hacían falta dotes especiales de augur para lanzar tal vaticinio. La vida te enseña a reconocer  que   existen caminos inapelables para las personas,  que se ven obligadas a transitar, aunque ni ellas mismas se den cuenta, que no es este el caso, por supuesto.  Mi intuición me advertía, desde un principio, cuáles serían los áridos, aunque enriquecedores,  años de peregrinaje goethianos que Emilio necesitaba para destacar,  en su momento,  en el más que proceloso universo  literario. Pero sabía que lo iba a conseguir. Porque en contadas ocasiones se reúnen  en una misma persona tal acervo  de cualidades:  la  genética apropiada, una enorme  dimensión cultural, su poderosa  fuerza mental, una  rotunda y tenaz autoconfianza, la exquisita paciencia para ir sorteando obstáculos y aguardar el momento idóneo y, por supuesto — y yo creo firmemente en ella—, la ayuda de la Providencia que  rige de ordinario el devenir humano, pese a que nuestros   voluntaristas  y buenistas contemporáneos tengan tan pobre opinión de su influjo y, por el contrario, tan desmedida e ilusa idea acerca de sus  capacidades para ordenar el futuro por sus propias fuerzas.

El acto fue entrañable. Lo presentó Ana Escarabajal, la última propietaria de una enjundiosa  librería cartagenera del mismo nombre, que ya ha desaparecido — ahora la multitud currutaca usa tan solo   e-book,  y wikipedia—.  Tras una  ágil y certera disertación  emiliana, con su habitual perspicuidad para enhebrar oratorias coherentes y directas,   que captó la atención de los asistentes arrancando muchos aplausos en algunos momentos de su intervención, le fue entregado, por la consejera de cultura de la Comunidad Autónoma murciana, el galardón obtenido:  un magnífico ejemplar de espada  cartaginesa similar a la falcata ibérica que nuestro jaenero desenvainó para las correspondientes fotografías.

Más tarde compartí con él y algunos escritores que habían presentado libros en el certamen una delicada colación  en un local de la Plaza de los Carros, en animada conversación con  el cartagenero José Manuel Puebla, genial viñetista de ABC en la mejor tradición heredada del insigne Mingote,  y gran amigo de Emilio. En la velada podía ver brillar sus ojos por cierta emoción mal contenida, y yo me sentía satisfecho de ser el único jaenero presente en este entrañable acto. Representaba a mi ciudad escarpada, siempre  presente en la distancia, más que nunca, esta noche,  necesaria en el recuerdo como el aire respirado.

        Cuando lo miraba de reojo mientras estaba enfrascado en animada  conversación con los asistentes,   comprendía la gran verdad contenida en una frase de Proust: “El tiempo,  que cambia a  las personas, no altera, sin embargo, la imagen que tenemos de ellas”. Era el mismo Emilio Lara de siempre, el joven inquieto, inteligente,  atrevido, profundo, critico,  lúcido,  tremendamente mordaz e irónico que conocí aquella tarde mientras preparábamos, junto a Cheto, mi gigantesco y pantagruélico compadre, el envío de una circular de la Hermandad blanquinegra  dirigida a los cofrades. El mismo Emilio con el que hollaba las callejas jaeneras, pisando todas las hojas del otoño,  sin casi darnos cuenta de la ruta seguida, tal era  la intensidad de nuestros debates. El gran orador —¡qué escasa es esta cualidad y cómo la admiro en las personas!— con el que retransmití, desde diversos y elevados estrados de  coplas, hierro y geranios,  procesiones de nuestra Semana Santa para Canal Sur. La misma persona con la que intercambiaba todo tipo de libros,  y nos hacíamos confidencias atrevidas sobre el dédalo de  recovecos anímicos  del ser humano. Y aunque era  otra persona, que  había madurado viviendo intensamente, fiel a  una idea firmemente sostenida desde la primera juventud,  sin embargo, era el mismo de siempre: alguien, animado por un  fuego  interior  inextinguible,  llamado a triunfar en el mundillo literario  y a pasear por toda España, y a lo largo del mundo, con orgullo y pasión,  el nombre sagrado de su tierra jaenera. Un símbolo para todos los que hemos nacido en esta ciudad de luz y sombras a la que queremos sin pedirle nada a cambio, que ese, y no otro, es el verdadero amor, el que jamás puede prescribir.

En Cartagena, la ciudad acogedora, esplendente,  rica en historia, abierta por su inexpugnable puerto al mar de las culturas humanas, encarada a  nuevos retos, renacida en los últimos años, yo he sido feliz paseando  en mi juventud, junto al submarino Peral,  asido al talle de mi novia morena, hada de largos cabellos de color noche sin luna, degustando con mis hijos especialidades reposteras insuperables, deambulando  entre una ingente cantidad de recuerdos de otras culturas,  o sentado en una mesa del café Columbus escribiendo mis borradores de artículos, como este,  al calor de un asiático y una pléyade de evocaciones imborrables. Mis ciudades del alma, por motivos entrañables y cordiales son:  Jaén, Sevilla, Cartagena y Granada. La que he puesto en primer lugar, es  madre y maestra, pasión inmarchitable, liceo vital, amor sereno y continuo, pasado y futuro, cuna de llantos primeros  y tierra para mis despojos. Pero Cartagena es, y será siempre,  muy especial para mí. Estoy enlazado a ella por vínculos imborrables.

Un fuego interior me devora en silencio. El relato de esta jornada que ahora  paso a  limpio cuando aún no ha floreado el alba,  me ha hecho sentirme feliz en esta tierra al compartir  el éxito de un   amigo querido, un jaenerísimo escritor de raza, pronto universal, con el que  he tenido la suerte  a lo largo de los años de modelar  mundos inefables rebosantes  de riqueza.

Mientras tecleo  este escrito en el ordenador, oigo una y otra vez “Suspiros de España”, el pasodoble entrañable  cuyas notas suenan al dar las horas   en el reloj del Ayuntamiento cartagenero. En sus delicados compases en modo menor están   unidas   la tierras jaenera y cartagenera en un canto  conmovedor  de honor  y pasión, de amor entregado,  sin límites,  por la patria común, esa que tantos desagradecidos se avergüenzan de ella en estos tiempos. Nuestra vieja nación española desgarrada de traiciones y  luchas fratricidas, pero cuyo impulso, a lo largo de la Historia, ha sido  decisivo en el desarrollo europeo. Quiero pensar que tan solo estemos atravesando un mal momento, una amnesia colectiva. Pronto cesará tanta mezquindad, tanta cobardía, tanto aldeanismo disfrazado de progreso, tanta e inútil ideología,  tanta necedad y tanta locura, para que el  concepto de España    renazca   de sus cenizas y se convierta  en lo que nunca ha debido dejar de ser: patria común,  tierra querida y venerada por todos los que han  tenido la suerte inmensa de ver la luz primera  dentro de sus fronteras.  Y algún día,  cuando volvamos de nuestro destierro voluntario, de nuestra  pusilánime  indiferencia hacia el sagrado  concepto de Nación Española —será el único pueblo de la Tierra en  que suceda esto—,  podremos,   enardecidos por los compases de tan   inmortal pasodoble,  surcar el océano del olvido para pisar de nuevo una tierra española  de la que nunca hemos partido, aunque estemos ciegos para reconocerlo. Al unísono cantaremos  con pasión:

Si con el viento  llega a tus pies / este lamento de mi amargo dolor / España, devuélvelo con amor,/ España de mi querer…Muy dentro de mí te llevo escondida / quisiera la mar inmensa atravesar,/ España, flor de mi vida…

Algún día perderemos el miedo a sentirnos españoles, lo gritaremos a los puntos cardinales, y al cenit estrellado de las noches hondas,  volveremos a llamar selección española a nuestro equipo de fútbol, y no consideraremos, como algunos hacen,  un trapo —¡serán mastuerzos!— a nuestra bandera, la que nos representa a todos, tinta en sangre  compartida y renovada, roja  de pasión y gloria, gualda esplendente de rayos solares, símbolo común, mito necesario; amor y pasión inextinguible hacia la tierra generosa que nos dio el ser. Tanta locura, cobardía e indiferencia, antes o después, tendrán que pasar y,   entonces,  gritaremos  con don Miguel de Unamuno:

Logré morir con los ojos abiertos / guardando en ellos tus claras montañas / —aire de vida me fue el de sus puertos— / que hacen al sol tus eternas entrañas / ¡Mi España de ensueño!

Me siento orgulloso, por amistad y por amor al terruño, de que mi amigo Emilio esté triunfando en el cosmos literario. Lo merece. Y lo mejor de él, está por llegar, puedo asegurarlo. Esta  noble tierra que tan buenos escritores ha dado, ha encontrado  en su brillante pluma un nuevo referente. Él ama a Jaén. Así lo pregona. Debemos tributarle  con la misma moneda. No seamos desagradecidos, que amor, tan solo con amor se paga. Por lo menos así ha sido siempre, hasta ahora. De nosotros depende   lo que ocurra en el futuro.

 

Foto: El escritor jienense Emilio Lara López.

 

 

 

 

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