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En julio de 2017 hubo una noticia luctuosa en muchos periódicos europeos, la muerte de una filósofa y psicoanalista francesa, Anne Dufourmantelle. El interés de esta noticia estaba no solo en la discreta relevancia de este personaje, sino en que ella propugnó a lo largo de su trayectoria intelectual la reivindicación del riesgo como parte integrante de la vida, y su muerte aconteció asumiendo el riesgo de intentar salvar a unos niños cuya vida estaba en peligro en las playas de Saint Tropez, lo que daba un carácter especialmente noticiable al óbito.

Debo decir que así fue como conocí la existencia y trayectoria de Anne Dufourmantelle, y su filosofía del riesgo. De toda su obra escrita sólo hay un título en español, “Elogio del riesgo”, del que tomo el título para este artículo, sin ninguna otra pretensión.

Ella defendió el riesgo como parte integrante de la vida, del que no podemos prescindir sin desprendernos también de aspectos relevantes de la misma, como la libertad, la autenticidad o la propia sensación de estar vivos. En su obra señala cómo la sociedad occidental ha ido buscando el riesgo cero, aspecto que se hace notorio con la proliferación de seguros de todo tipo, y cómo paradójicamente, en el momento de la historia en el que más seguridad tenemos (al menos en Europa), es cuando vivimos con más miedo a perderla.

Permítanme algunas reflexiones al respecto. Diríase que el “sueño europeo” es quedar instalados cada uno en nuestra zona de confort, que se persigue afanosamente, y cuando creemos que la hemos alcanzado no queremos correr ningún riesgo de perderla. La zona de confort puede tener muchos aspectos diferentes, incluso de aventura alejada de la comodidad urbana. Pero todas tienen varios elementos en común: 1) nos aferramos a ellas, por lo que activan nuestro egoísmo y apego, 2) nuestras zonas de confort son muy propensas a verse afectadas por todo, y lo más probable es que se pierdan, y 3) por ello, serán fuente de dolor y sufrimiento. Al menos esas son las conclusiones a las que llega Siddharta Gautama al revelar las Cuatro Nobles Verdades acerca del dolor.

El apego a los bienes mundanos es un potente narcótico, que impide percibir muchas oportunidades que se presentan fuera de la zona de confort, y a través de las cuales podríamos descubrir muchos otros valores, especialmente aquellos internos, morales, propios del alma, que permiten elevar al ser humano a su real dimensión. No, no estoy derivando hacia terrenos místicos, hablo de algo tan sencillo como el coraje, la sensibilidad ante la belleza, el reconocimiento de la concordia, la prudencia, valores humanos que necesitan un recorrido, una trayectoria, un camino arriesgado de recorrer.

No se trata de no poseer bienes materiales o de consumo. Sócrates, y posteriormente Platón y Aristóteles, lo sabían bien. Se trata de armonizar, de poner cada cosa en su sitio. Y eso requiere asumir el riesgo de “prueba y error”, pues no hay una receta para todos, puesto que cada cual es un camino único e independiente.

Los sistemas mitológicos del Mundo Antiguo, superada la clasificación absurda del positivismo de Comte y sus acólitos, los cuales encerraron al mito en el trastero de la “etapa pre-lógica de la Humanidad”, muestran el interés del riesgo a través de la vía del héroe. Innumerables narraciones mitológicas señalan la necesidad, los beneficios de asumir los riesgos de enfrentar las pruebas.

Joseph Campbell llegó a identificar un patrón, un modelo que se repite en todos estos relatos heróicos, y pone de manifiesto cómo son auténticas herramientas pedagógicas que sirven para orientar las decisiones, y asumir que el propio viaje de la vida es un riesgo necesario. El que enfrenta una dificultad, se sitúa en una posición arriesgada, porque existe la posibilidad de no superar esa prueba, pero pronto descubre sobrados recursos psicológicos y mentales para superarla.

Delia Steinberg nos descubre al “héroe cotidiano”, cualquiera de nosotros, que contemplando el día a día gris de la cotidianeidad, encuentra las dificultades, los retos suficientes, para encontrar y desarrollar lo mejor de sí mismo, en el proceso arriesgado de salir de la zona de confort. Esta idea refrenda aquella otra que Livraga sintetiza magistralmente en “In áspera veritas”, en la dificultad está lo válido. Porque esfuerzo y riesgo van de la mano: a mayor esfuerzo correcto en la dirección adecuada menor riesgo.

Las ideas de Anne Dufourmantelle son valientes, desconcertantes quizás, pero también llenas de sentido común. Con ser valiosa esta aportación no es nueva. Ya hemos visto que el “elogio del riesgo” se encuentra presente en muchos otros pensadores y tradiciones, entre las que no podemos dejar de mencionar a la tradición estoica, que se siente cómoda con la asimilación del riesgo, y que lo incorpora a sus propias formulaciones filosóficas de manera implícita. No en vano, Epicteto aconseja que nos preocupemos sólo de lo que depende de nosotros.

Asumir el riesgo es asumir la vida en su integridad, porque la posibilidad de perder o ver afectada cualquier faceta de nuestro día a día es inherente a la existencia misma. Anhelar una vida sin riesgo es instalar en ella el miedo permanente, disfrazado de prevención, dejar pasar oportunidades maravillosas que sólo requieren atención y disponibilidad, evitar las situaciones cercanas al límite, donde realmente conocemos nuestros valores más apreciados.

Sin embargo asumir que el riesgo forma parte de la vida no debe llevarnos a aceptar una conducta temeraria. Hay una delgada línea que las separa, y no existen criterios inequívocos para saber si pisamos la margen del riesgo aceptado o la de la temeridad. Y tenemos que asumir otro riesgo característico del ser humano: vivir en el límite. El “límite” es nuestra patria natural, donde se desarrolla “el héroe cotidiano”. El gran filósofo español Eugenio Trías llega a definir al ser humano, haciendo un juego palabras, como un ser “limítrofe”, es decir, un ser que se alimenta (trofos) de su condición de fronterizo (limes: frontera). Sólo la propia experiencia consciente y el sempiterno sentido común permiten a cada cual modular sus decisiones en este límite entre el riesgo y la prudencia.

En definitiva, asumir el riesgo inherente a cualquier acción nos proporciona una perspectiva formidable desde la cual poder orientar las decisiones. Y nos devuelve la libertad del que puede equivocarse por haber actuado, infinitamente mejor que equivocarse por la paralización ante el riesgo. Él es nuestro aliado, porque nos despierta y nos mantiene atentos a percibir los dones del héroe.

 

 

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