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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / El poeta espera en silencio en la calle Maestra. Sabe que Él no va a venir, por segunda vez en mucho tiempo. Las saetas no expirarán en los balcones. Su infancia vuelve. Es un recuerdo fugaz. Se apaga como la luz de una vela.

El trovador abandona la prisión de la métrica, se atreve a escribir en prosa. Querido lector devoto, a usted le corresponde discernir si el cronista de las más altas pasiones está a la altura que requiere la empresa. “La Cuaresma nace desde el incienso. Su fragancia sorprende a la primavera. Se levanta en silencio. El manto de rojo clavel despide a la nieve. La tarde sucumbe lentamente, al ritmo del ocaso. Es Semana Santa. La ciudad despierta de su letargo. El raudal derrama el agua que baja de la montaña. Hay una cruz en la cumbre, blanca como el cielo, clavada en la roca. Es esta cruz el inicio de la historia de un Nazareno, que una madrugada al año, camina al paso entre veredas y cantones de una ciudad que todos los Viernes Santos aprende a mirarlo. No es necesario buscarlo. Siempre está cerca, en las riberas de las aceras, en el impulso del aplauso, en el último rayo de luz dormido entre la montaña, cuando la tarde ya se olvida”.

El poeta, melancólico por el maldito virus que asola a la humanidad, sigue derramando su prosa entre el mármol de la calle Maestra. Sigue solo. Sabe que Él no va a venir. “En el jardín de mi alma crece un clavel que vi caer por primera vez de tu pelo, una vieja y alejada madrugada de viento y frío.

El cielo se derrama entre la noche y sus silencios, y en las montañas cercanas donde antaño existió una casería, dos ánimas lloran por tu cruel destino, impuesto por mandato divino. Cerca de tu verdadera morada, diviso aquel puerto donde la saeta alivia la tristeza de tus pasos y los claveles son pañuelos que limpian las lágrimas de tu cansado rostro. Nunca un cantón fue monte tan manso. Como huérfano abandonado, así te siento, Señor mío. Caminando solo, hacía tu Calvario. La dulzura de tus ojos encienden las piedras de este Jaén que siempre busca tus pasos. Llegas en silencio, igual que la mañana sorprende a la aurora, sin darnos cuenta”.

El bardo abandona su refugio de la ajedrecística calle Maestra y dirige su nostalgia hacía el cantón de la Ropa Vieja. La campana llama al silencio. El buen hombre se duerme y sueña: “Brillan las estrellas, el espíritu de la madrugada está inquieto, ya es media. Él todavía no ha ascendido con su belleza de rosa amanecida por el lienzo pétreo del cantón. Qué ocurre, se pregunta el espíritu nocturno. Nadie sabe contestarle, ni las estrellas, ni la luna. Arriba, en lo más alto, la cruz de los Valguerías parece un bello abedul”.

Ella duerme. Han pasado dos años. Se acuerda de aquella madrugada de leyenda en la que la duermevela le invitó a pasear entre el sueño de Viernes Santo de su padre: Julia descansa en el vientre de su madre, arropada por la pronta aparición de su hermana Emma. Si Jesús el Nazareno quiere, nacerá el sábado llamado de Pasión.

En el camarín del Pocasangre reina una quietud absoluta. El carro de Jesús no existe. Nazarenos, mantillas y promitentes confinados están en sus casas: el arresto domiciliario es forzoso.

El Cirineo habla con Jesús y le cuenta. Le dice que esta madrugada prefiere quedarse en su refugio: el capitán de los romanos no sabe que este año no habrá procesión. Jesús lo calma, le exime de tan pesada carga. “Esta noche la cruz no doblará tu espalda, alivia el ánimo y descansa”.

En la Plaza de los Rosales, cerca del cantón que llaman de la Ropa Vieja, una fina niebla aparece de lo más profundo del suelo, extranjera y delicada. El convento de la Coronada asoma su piedra y en arquitectura aparece. Desde su interior, la saeta carcelaria aprieta, pues el inmueble, por culpa de Mendizábal, dejó de ser casa de Dios para convertirse en cárcel.

El sueño comienza: Julia y su padre, vestidos de negro nazareno, con el capirote de Cámara en la mano -como manda la tradición-, atraviesan el callejón del Ciprés y desembocan en la calle de don Antonio Almendros Aguilar y, en un mágico impulso, dejan a su diestra el campillejo de Santiago y ven acercarse la belleza del arco de San Lorenzo. Guiados todavía por la niebla, suben su devoción hasta llegar a la plaza renacentista de la Merced y continúan su camino hasta llegar al cantón donde Jesús Nazareno fue nombrado reo perpetuo del pueblo de Jaén.

Las calles oscuras y vacías. La madrugada jaenera de velas y pétalos solo pervive en la memoria del pueblo. El maldito virus ha dejado vacía la ciudad. Los dos nazarenos lo saben, pero no comprenden su comportamiento, la fuerza que los guía; y en lo que dura un instante se ven en las entrañas del Camarín de Jesús.

El convento carmelita está en penumbra. La cruz de procesión, la de la marquesa de Blancohermoso, ha sido descolgada y reposa su finura en un banco de la iglesia.

Jesús ha descendido de su Camarín y espera con su pacífica hermosura la llegada de los dos nazarenos. El hijo de Dios les ruega que le ayuden a cargar con el peso de la cruz. Después de mucho tiempo, quiere volver a pasear nuestro perdón y redención por las calles vacías de Jaén. Su voluntad es dirigirse a la Cárcel Vieja, a visitar a sus amigos.

Julia y su padre ayudan al Nazareno a soportar la tradición de un Jaén devoto, y en procesión caminan hasta el convento de la Coronada.

La saeta jaenera y carcelaria sale de las rejas del convento: Jesús derrama sus lágrimas más hermosas. Después de mucho tiempo, ha podido recuperar aquel itinerario, que, como dice el poeta de Jaén, Damiani, le robaron en el año 54.

La niebla ha desaparecido. Julia duerme al amparo del amor de su madre. La plaza Rosales amanece serena. Las rosas pronto saldrán. En el Camarín, Jesús recuerda su procesión del año 54, cuando Él junto con su amigo el Cirineo ascendían por el cantón de la Ropa Vieja, y en la hondura de su trono los promitentes cargaban con los hombros y con su corazón. Detrás, la escuadra de soldados romanos vigilaba la belleza cautiva del Señor de Jaén.

Foto: Camarín de Nuestro Padre Jesús Nazareno.

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