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Por MARI ÁNGELES SOLÍS DEL RÍO / El camino de su casa a la escuela estaba alumbrado por las luces de la aurora. Solía ir despacio, pues le sobraba tiempo para llegar. La luz del amanecer jugaba a esconderse en las barandillas de piedra de la torre. Era un espectáculo que pocos sabían contemplar. A esas horas aún podía disfrutar de las calles silenciosas, sin bullicio como el despertar lento de la vejez. Encerrado en sus pensamientos infantiles, no percibió la presencia de aquel hombre recostado en la esquina de la calle Julio Ángel. Su rostro sereno invitaba a la reflexión, mirando al cielo. Parecía sacado de un cuadro que alguna mano divina pintase.

Antonio respiró profundamente. El frío de la madrugada cortaba la piel de su rostro como una caricia cargada de reproches. La belleza se desnudaba ante sus ojos infantiles. Era tal la armonía y la majestuosidad de aquel templo que la mirada quedaba incrustada entre sus muros. Mientras permanecía embelesado en su contemplación, escuchó la voz de aquel hombre: “Si siendo tan niño quedas admirado por esta belleza, ten por seguro que no podrás encontrar en el mundo nada que la iguale. Por mucho que viajes, por muchos caminos que recorras… no encontrarás belleza superior” Antonio miró al hombre, por su brazo se escurría una mochila vieja donde guardaba los cuadernos del colegio. Quiso responder, pero el hombre miraba hacia el vacío, un vacío que él no conocía. Por unos segundos el silencio se hizo dueño. “Es muy bonita”, dijo el pequeño. Y, entonces, el hombre, con palabras dulces, empezó a describir con todo detalle aquello que admiraban los ojos de Antonio. Él disfrutó escuchando tanta pulcritud y exactitud en los comentarios, no había mejores ni mas bellas palabras para referirse al viejo templo. “Yo paso todos los días por aquí para ir a la escuela”, dijo Antonio. Y el hombre levantó su rostro. Tendría de treinta a cuarenta años, pero estaba demacrado. Parecía un viejo. Su excesiva delgadez hacía pensar que en cualquier momento podría derrumbarse. A pesar de ello,  transmitía paz. “Ya lo sé, muchacho, ya lo sé. Pero, ¿no es demasiado temprano para llegar a la escuela?” Antonio miraba a aquel hombre. Su mirada no se movía y un blanco sobrecogedor, lleno de luminosidad, brotaba de sus ojos. Le explicó que salía tan temprano porque aprovechaba para ir con su padre que se marchaba a trabajar a esa hora y, antes de que bajara camino la Senda de los Huertos, juntos, iban a la taberna para que a él le dieran un vaso de leche con un trozo de pan. Luego él subía por la calle Portillo para llegar pronto a clase. Aquel día no hablaron más. El muchacho había quedado sobrecogido con la extraña mirada de aquel hombre. Así que, se despidió apresuradamente y marchó…

La noche empezaba a asomar por las Peñas de Castro. En la plaza Santa María, el paso apresurado de las gentes que volvían a su hogar era como el latido de un corazón agonizante. Antonio, ya en casa, entró en la cocina. Su madre intentaba realizar su milagro diario de juntar las sobras de la comida para que, al día siguiente pareciesen algo distinto, algo así como un manjar. Pero aquellos milagros maternales solo los veía él. Pues su padre, con el cansancio de trabajar y su abuela, con el cansancio de respirar, hacían pocos halagos a la pericia de la mujer para que nunca faltase un plato en la mesa. La abuela llevaba con ellos unos meses. Allá en el pueblo solo le quedaba la ausencia del abuelo, pues por unos malos negocios había perdido lo poco que poseían y tuvo que buscar techo en casa de su hija. La madre de Antonio estaba enferma. Una enfermedad respiratoria de niña había dejado huella en sus pulmones y le hacía complicado el día a día. Su padre iba todos los días a la Senda de los Huertos y allí se ganaba el jornal. La belleza de aquel paisaje, el agua recorriendo el Acueducto del Carmen, la frondosidad de las plantas y el canto del arroyo de Santa Ana le hacían volver feliz. Solo al entrar en casa se hacía patente su oscuridad. Aquella noche, Antonio habló del hombre que había encontrado en la esquina de la calle Julio Ángel. Su madre le reprimió que se acercase a desconocidos. Pero su padre le pidió más detalles. Después de escuchar a su hijo, le dijo a su mujer que no se preocupara. “Es un buen hombre”, aseveró el padre de Antonio. La madre continuaba intranquila, así que le dio más datos. “Es hijo de Sebastián, el de la carpintería de Maestra Alta. Me comentaron que se encontraba fuera de Jaén pero se ve que ya ha vuelto” A lo que la madre, volvió a interrogar: “¿Hijo de Sebastián, el carpintero? ¿Cuál de ellos?” Y el padre, volvió a explicar: “El niño ha dicho que era extremadamente delgado, pues entonces tiene que ser el que nació ciego” En aquel momento, Antonio quedó atónito recordando la mirada de aquel hombre incrustada en el vacío. Empezó a asaltar a sus padres a preguntas. Les contó lo que aquel hombre había dicho, con qué exactitud había descrito la belleza del templo de la Asunción. Cosa que un ciego no podría hacer. Como es natural, no le pudieron responder.

Antonio pasó la noche inquieto. Estaba deseando que llegase la hora de salir hacia el colegio para volver a encontrarse con aquel hombre. Una vez en pie, cogió apresuradamente el trozo de pan y subió casi sin aliento la calle Portillo. Allí estaba él. En el mismo lugar que el día anterior. Y con su mirada balanceándose en el vacío. Antonio comenzó una conversación y el hombre le siguió sin problema. Le contó que su colegio era el que estaba en el Cañuelo de Jesús, aquella casa que habían habilitado las madres Carmelitas Descalzas para que los niños sin recursos pudiesen recibir sus enseñanzas en igualdad. Y el hombre al hablar, le explicaba la fisonomía de aquella zona, cómo el pasear bordeando la antigua muralla era un placer para los sentidos. La belleza del Arco de los Dolores. Y volver la vista atrás para ver la torre que se alzaba ante ellos. El muchacho no entendía, no comprendía cómo aquel hombre podía narrar con tanta precisión todo. Entonces, decidió presentarse. “Y yo soy Eduardo, hijo de un carpintero de la Merced”. La dulzura y la exquisita educación de aquel hombre le tenían confundido. Por lo que decidió preguntarle directamente: “Mis padres dicen que es usted ciego, ¿es eso verdad?” La respuesta afirmativa del hombre le confundió más todavía. Y, “si no puede ver, ¿cómo puede narrarme de una forma tan exacta todo lo que hallo en el camino”  Eduardo sonrió y susurró al oído de Antonio: “cuando mis padres descubrieron que había nacido ciego, me enseñaron a ver con los ojos del corazón”  Antonio también sonrió. “Eduardo, con los ojos del corazón, ¿puedes verlo todo?” Le contó que marchó hace un tiempo en busca de algún médico que pudiese poner fin a su ceguera pero no lo logró. “Por eso, cuando descubrí que, al ver con el corazón, mis ojos solo podrían percibir la belleza, decidí volver a Jaén. Porque en el resto del mundo sería un ciego y aquí, en estas calles, sí podría ver” Una pequeña lágrima resbalaba por su mejilla mientras Antonio contenía su respiración. Contemplaron juntos la majestuosidad de la gran Seo y, finalmente, Antonio marchó hacia Cañuelo de Jesús con su vieja mochila resbalando por el hombro. Antonio marchó hacia la escuela, feliz.

Durante varias semanas, se sucedieron los encuentros. Hablaban, no sólo de aquella maravillosa obra arquitectónica, sino también de todas las callejas del casco viejo, de las montañas que rodeaban la ciudad y de la misma vida. En aquellas conversaciones, Eduardo pudo vislumbrar las capacidades del chiquillo. “Cojeas de los números, chaval”, le decía muchas veces como burla amable. Pero aquella burla era solo una excusa para hablarle de historia, arte o literatura. Momentos en que Antonio disfrutaba al máximo. “Yo cuando sea mayor quiero ser poeta” Eduardo sabía que tenía capacidad para ello, sin embargo no creyó buena idea impulsar aquella hermosa devoción. El ciego había “visto” algo más en las inquietudes de Antonio. Por ello, le fue inculcando poco a poco todas las características y finalidades de la obra de don Andrés. Partiendo del equilibrio del Renacimiento hasta mucho más allá pues consideraba que aquel niño podría hacer grandes logros. El chaval asimilaba todo lo que le transmitía su amigo ciego. Y aquellas enseñanzas le llevaban a saltarse las clases de matemáticas para estudiar con más ahínco historia, arte y literatura. Llegando un momento en que en estas materias iba más adelantado que el resto de la clase; y en las materias de ciencias mucho más atrasado. Esto era algo que en su casa no gustó nada. Y, más aún, cuando las madres Carmelitas Descalzas llamaron a los padres de Antonio para comunicarles que su hijo, en los cuadernos que guardaba en la mochila, no escribía lo que sus maestros decían en clase. Cuando el padre del muchacho revisó lo que escribía su hijo, entró en cólera. ¿Cómo podía pasarse el tiempo que estaba en la escuela escribiendo versos y cuentos? ¿Dónde se había visto tal descaro? Decidieron ponerle un castigo. Y este no fue otro que trabajar y dejar de ir a la escuela. Ello conllevaba dejar de estar con Eduardo. Por ello, llegó la despedida. Un día de primavera. “Gracias, Eduardo, por estar aquí para mí todos los días. Me has enseñado mucho. Has cambiado mi vida”, dijo Antonio. “Yo siempre estaré para ti y piensa que, algún día, volverás a encontrarme. Tal vez no sea tal y como me ves ahora pero habrá algo que te recuerde a mí. Y entonces sabrás que estoy siempre contigo”

A partir de ese momento, Antonio fue a trabajar con su padre cada día a la Senda de los Huertos. Fue un verano duro. El sol inclemente de agosto se llevó para siempre a la abuela. Y, en septiembre, la enfermedad de su madre se agravó. El padre pensó que su mujer no podía quedarse en casa sola durante todo el día. Así que decidió ir él a trabajar y que Antonio cuidase de su madre. Y así pasaron dos largos años… hasta que finalmente llevaron a la mujer al hospital San Juan de Dios para que pudiese recibir cuidados más específicos. En casa quedaron solo los dos. Y Antonio era ya casi un hombre.

Recordaba a Eduardo. Desde la última vez que le vio, su vida había quedado vacía. A menudo, buscaba una señal del universo de cómo poder encontrarle para poder hallar una salida para su vida que sentía truncada. Un día, mientras trabajaba en uno de los huertos, escuchó hablar a dos mujeres que iban a coger agua en el acueducto del Carmen. Comentaban que en la antigua casa de Cañuelo de Jesús, que hasta hace poco había sido escuela elemental, ahora se daban otra clase de enseñanzas más disciplinadas. Pero que iban pocos hombres puesto que funcionaba de noche y a esas horas estaban cansados por estar trabajando todo el día. Sin embargo, a él se le encendió una luz. Estaba deseando volver a tener la oportunidad de saber cosas y estudiar. Además, no le importaba que fuese por la noche. Durante el tiempo que estuvo cuidando a su madre se pasaba las noches en vela pendiente de ella y su cuerpo se había acostumbrado a dormir poco.

Era una tarde de mediados de octubre. Antonio volvió de la faena en la Senda de los Huertos y subió por la calle Portillo en dirección a Cañuelo de Jesús. Se detuvo en la esquina de la calle Julio Ángel, justo en el lugar donde se apoyaba Eduardo. Esa esquina permanecía vacía. Él se recostó, respiró hondo y miró hacia la torre de la gran Seo. Extasiado con la belleza, casi sin darse cuenta, de sus labios brotaron unos versos. Apresuradamente, sacó del bolsillo de sus pantalones un pequeño cuaderno y un lápiz . Y los escribió para no olvidarlos. Era lo que siempre hacía pues su vocación de poeta seguía absolutamente intacta a pesar de su rudo trabajo diario. Después, fue con paso lento pero firme hasta la casa de Cañuelo de Jesús, con Eduardo en sus pensamientos.

La casa permanecía prácticamente igual. Él, al bajar el cantón, sintió cómo su corazón daba un sobresalto recordando aquellos días de su niñez. Abrió la puerta lentamente y, una vez dentro, se dirigió a la habitación de la derecha, donde hace años había estado la secretaría. Ahora seguía igual. Una chica de cara amable le hizo señas para indicarle dónde podía recibir información. Antonio se acercó y escuchó atentamente. La muchacha le explicó que debía elegir una materia, la cual sería estudiada en profundidad. Además de ello, podría escoger otra segunda materia que haría las veces de complementaria. Él lo tenía muy claro. Como materia principal tendría Lengua y Literatura porque quería ser poeta. Y, de materia secundaria, recordando a Eduardo y a los halagos que este propinaba al magnífico trabajo de don Andrés, decidió escoger Arte. Firmó la inscripción y se levantó de la silla feliz. Al día siguiente ya podría asistir a su primera clase. Apartando la silla para marcharse dio un giro brusco y chocó con una señora. “Disculpe, me he levantado demasiado deprisa y no la he visto entrar” La mujer agradeció sus disculpas aunque parecía desorientada. Movía sus manos como para encontrar cualquier elemento de apoyo, como para tocar algo y poder situarse. Creyó que se había mareado y acudió presto a agarrarla. Pero la chica de secretaría también se acercó a la mujer para sujetarla. Le dijo que se marchara tranquilo, que ella se ocupaba. Antonio salió de la casa feliz, saltó de un brinco el cantón y marchó silbando hacia la plaza Santa María. Sus sueños estaban más cerca de hacerse realidad. Siguió recordando a Eduardo en cada paso que daba. Por eso, cuando llegó a la esquina de la calle Julio Ángel, volvió a detenerse y volvió a mirar la torre de la Seo. Sacó de su bolsillo el pequeño cuaderno y recitó los versos que había escrito un rato antes. Y sonrió… sabía que, a partir de ahora, podría perfeccionar todo lo que escribiera. La noche cayó sobre él, envolviéndolo en sus sueños.

El día amaneció lleno de luz. Trabajó duro en las huertas con la ilusión de que, a su regreso, entraría a su primera clase. Por eso, el camino hacia Cañuelo de Jesús era como si volara y viese, a su alrededor, toda la belleza que habitaba en la calle y se rendía a sus pies. Su profesor se llamaba igual que él, Antonio. Y era poeta. No podía haber tenido más suerte. La clase se le hizo corta. Le habría gustado quedarse más, aún a riesgo de perder las apenas dos horas que le quedaban de sueño hasta marcharse de nuevo a trabajar. Andaba por el pasillo en busca de la salida cuando escuchó que de una de las aulas salía una voz dulce: “Rosa, rosae…” Él quedó extrañado sin saber qué significaban. A la vez, se acercaba la chica de secretaría que le sonrió y observó su desconcierto. Por lo que le aclaró: “En esta clase se da latín. Y eso que has escuchado son las declinaciones” Antonio sonrió y dio las gracias por la explicación. Pero, antes de marcharse, volvió hacia la muchacha y le dijo: “¿Tú vienes a clase de latín?” Ella también sonrió, cómplice. “No, ya me gustaría. Vengo a por doña Trinidad para acompañarla hasta la puerta” Antonio le preguntó: “¿Y quién es doña Trinidad? ¿Es que no sabe salir sola?” Aquí la chica se puso seria. “Doña Trinidad es la profesora. Y no es que no sepa salir sola, es que es ciega” Al escucharla, Antonio se avergonzó de su comentario. Y recordó a Eduardo, su amigo ciego, preguntándose a sí mismo cómo podía haber sido tan cruel. Vio cómo doña Trinidad se cogía al brazo de la muchacha. Al pasar por su lado, la reconoció. Era la señora con la que había tropezado el día anterior. La profesora se detuvo como si tuviese intención de hablarle. Pero, finalmente, se dirigieron ambas hasta la puerta de salida. Minutos después, salió Antonio y marchó a casa avergonzado. Sintiendo cómo por su rostro resbalaban lágrimas que recordaban a Eduardo.

A partir de aquel encuentro, Antonio todas las noches retrasaba un rato su salida de la casa de Cañuelo de Jesús para poder escuchar a doña Trinidad dar su clase. Había algo que le embelesaba de aquella mujer. Sus palabras dulces, su respeto al explicar, su elegancia al moverse aún con su pequeña torpeza por la falta de visión. Una de las tardes, al llegar, la chica de secretaría le informó que unos profesores precisaban hablar con él y le esperaban en una de las aulas. Antonio asintió con preocupación, pues no entendía qué podía ocurrir ni a qué se debía tanta seriedad. Una vez dentro, tomó asiento y esperó las preguntas. Los profesores querían que les diese información acerca de la construcción de la gran Seo. Él quedó atónito pues no sabía que podía aportar. Pero, ya entrados en conversación, Antonio comenzó a soltarse y explicaba con gran detalle el estilo que abanderó don Andrés, quizás apoyándose en los recuerdos de Eduardo que siempre fue un gran vandelviriano. Habló de la armonía en los espacios, de las excelsas columnas, de la limpieza en las formas. Incluso, le pidieron que realizase algunos dibujos para exponer sus argumentos. Algo que él hizo con gran agrado porque fue descubriéndose a sí mismo, sintiéndose capaz de hacer algo que jamás había intentado. Las preguntas terminaron y, con agradecimiento, le invitaron a marcharse. El tiempo que había transcurrido provocó  que perdiese su clase de poesía. Por lo que, a pesar de su satisfacción por el buen resultado de aquella “encerrona”, salió con el ceño fruncido. En la puerta estaba doña Trinidad, sola. Antonio se acercó. Quería saludarla, disculparse por el tropezón del primer día y felicitarla por sus hermosas clases que él escuchaba desde la puerta. Antes de poder pronunciar palabra, doña Trinidad le hizo un gesto con la mano para que le ofreciera el brazo. “Antonio, te estaba esperando. Quiero que me acompañes a casa. Pero primero, vamos a pasear por la plaza Santa María” Él acudió, presto, accediendo agradecido a las peticiones de la profesora. Caminaron despacio. En aquella noche de invierno el viento venía afilado desde Jabalcuz. Ella le preguntó que cómo veía su futuro. Antonio, seguro de sí mismo, afirmó que quería ser poeta. Había escrito ya muchos versos y los había entregado a don Antonio, el profesor, para que los publicase. Y, ya en la plaza, frente a la gran Seo, doña Trinidad le dijo: “Ahora tú, como poeta, cuéntame cómo es, explícame su belleza porque yo no la puedo ver” Y las palabras de poeta brotaron como un manto de estrellas, describiéndola. Sintiendo que quien hablaba por su boca era Eduardo. Doña Trinidad le explicó que la reunión que había tenido con esos profesores se había celebrado porque alguien había propuesto su nombre para cubrir una beca en una facultad de arquitectura. Antonio preguntó de quién se trataba pero doña Trinidad no supo responderle. “Pero yo quiero ser poeta”, insistía Antonio. “¿No te das cuenta, muchacho, que tienes cualidades para ser un gran arquitecto y podrás tener muy buena vida, cosa que siendo poeta no lograrás” Él se negaba a sí mismo pero, en ese momento vinieron a su memoria unas palabras de la despedida de Eduardo: “Yo siempre estaré para ti y piensa que, algún día, volverás a encontrarme. Tal vez no sea tal y como me ves ahora pero habrá algo que te recuerde a mí. Y entonces sabrás que estoy siempre contigo” Comprendió que aquello era la voluntad de su amigo. Y accedió.

Antonio pasó cinco años fuera de Jaén estudiando arquitectura.  Por Navidades, siempre llamaba a don Antonio, el poeta, para felicitarle las Pascuas y preguntarle si se vendía su libro de poemas. Pero la respuesta de don Antonio siempre era la misma: “Ni un solo ejemplar. Tu futuro es la arquitectura, no lo olvides. La poesía no da de comer”

Tras dos años más, lejos, trabajando duro y realizando grandes proyectos, una tarde recibió una llamada urgente. Le solicitaban para realizar un estudio para la restauración de la gran Seo. No se lo pensó dos veces. Llamó a un taxi y se dirigió, sin pérdida de tiempo, hacia la estación. Un sueño profundo se apoderó de él mientras viajaba en el tren. Al despertar, vio que a través de la ventanilla los olivos movían sus ramas bajo un cielo inclemente que amenazaba lluvia. Él, sonrió, se dirigía a su tierra y nada podía salir mal. En Linares-Baeza las vías obligaron parada. Se hizo necesario que los viajeros abandonasen el tren por unos minutos. Mientras esperaba el momento de continuar el viaje, saboreaba un café mirando el horizonte. El maquinista le informó que podían continuar pero antes debía entregarle un telegrama urgente que había olvidado al partir y no había leído. Lo había enviado don Antonio, el poeta. Abrió la misiva con sus manos temblorosas y encontró una frase que decía: “Un ejemplar vendido del poemario Rosa- rosae” Saltó en sí de gozo. Volvió a subir al vagón, fantaseando con quien podría haber comprado su libro. Ese único lector se merecía la mayor ovación del mundo. El tren llegó a Jaén. Cogió otro taxi que lo dejó en la plaza de Santa María. Allí, todas las autoridades civiles y eclesiásticas, en formación, esperaban su llegada. Parecía un cuadro antiguo sacado de algún desván. Él, desvió el paso, acaso apesumbrado por tanto formalismo y miró su torre. Una sombra se deslizaba entre la muchedumbre y él la siguió. Sin darse cuenta, se encontró, como antaño, en la esquina de la calle Julio Ángel pero, esta vez, sin saber cómo había llegado hasta allí. Miró hacia un lado y otro. Nadie le miraba. Sintió deseos de recostarse para mirar su torre pero cerrando los ojos. Y fue la vez que pudo contemplar más claramente su belleza, pues la estaba mirando con los ojos del corazón. Una mano rozó su brazo y le acercó su libro de poemas. Entendió que se trataba de su único lector. “¿Quiere que se lo dedique?” Pero una voz respondió: “El libro ya está dedicado… por su protagonista” Estaba abierto por el primer poema “La Torre desde Julio Ángel”, poema dedicado a Eduardo (así versaba bajo el título con letra de imprenta) Lo cerró y, en la primera página en blanco, alguien había escrito “gracias, Antonio” Él, giró la vista. Un viejo de mirada luminosa, de mirada anclada en el vacío, se apoyaba en su hombro. Y, dulcemente, volvió a decir: “Gracias, Antonio, por dedicarme ese poema. Por eso compré este libro” Los años habían pasado sin piedad por Eduardo. Aunque pareciera imposible, estaba más delgado aún. Y él agarró a su amigo mientras juntos se recostaban en la esquina para mirar la torre que lucía más bella y hermosa que nunca.

Requirieron desde la plaza su presencia. Antonio mandó el recado de que les indicaría el contacto de un colega suyo, arquitecto, para que se encargase del proyecto de restauración. Pero que él no. Él tenía que permanecer en aquella esquina, escribiendo en verso la belleza de aquella torre, una y cien veces, para su único lector. Todos les miraban. Permanecieron abrazados un par de horas hasta que, finalmente, el brazo de Eduardo cayó levemente dejando resbalar el libro hasta el suelo. Antonio, con los ojos llenos de lágrimas, mientras su amigo marchaba de este mundo, recitaba dulcemente su poema, como si fuera el rosa rosae de doña Trinidad. Y en ningún momento, jamás, dejó de mirar la torre pero con los ojos cerrados. Porque esa es mejor forma de ver. Esa es la mejor forma de amar.

Foto: IvlioStudio Cruz.

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