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Escribir a mano sentado en la terraza  —el Mar Menor a mis pies—,  mientras una placentera brisa agosteña  te acaricia el rostro, es un  raro placer que colma cualquier expectativa.

Al fondo, en la orilla  sur de la  trémula laguna, se dibuja el inconfundible perfil de la sierra minera de Cartagena, cuyas entrañas,  paleozoicas y triásicas,  fueron codiciadas por cartagineses y romanos, quienes  las horadaron en busca afanosa  de plata y plomo. En sus intrincadas galerías subterráneas trabajaron y murieron, en penosas condiciones, esclavos y prisioneros de guerra en busca de los codiciados filones metalíferos formados durante el Mioceno por procesos hidrotermales ocasionados por un intenso vulcanismo que afectó a toda esta zona.

El mineral extraído,  junto al que llegaba  desde Cástulo por la remodelada Vía Augusta, era embarcado en el puerto de Cartago Nova para emprender viaje hasta los muelles de Ostia y así activar la economía del Imperio.

La banda montañosa  de la sierra minera,  que nace  en la ciudad departamental,  afilándose su perfil  sobre el pueblo de La Unión  tras recorrer un largo trayecto,  se desploma en el mar formando el Cabo de Palos, en cuya cúspide se yergue, en pétrea majestad, la imponente y elevada linterna que advierte a los navegantes de la presencia de peligrosos escollos y bajíos que tantos naufragios han ocasionado a lo largo de la historia en esta costa aparentemente inofensiva.

Reina   en el aire un destello diáfano de luz y claridad. El Mare Minor yace paralizado, manso y plúmbeo, surcada su superficie  tan solo por pequeñas embarcaciones de recreo que intentan atrapar  en su reducido velamen el escaso viento que recorre el incipiente delta del atardecer.

Hacia el este, a un paso, el Mediterráneo —Mar Mayor lo llama el cartagenero—, es una cinta más azulenca que el cielo, en cuya superficie cabrillea la espuma que nace y muere en rizos sincopados azuzados por el incipiente levante.

Tomo un sorbo de café al que no me resisto a acompañar con un delicioso cortadillo de “pasta flora”,  golosina local de sabor inolvidable, mientras suena en Radio Clásica el concierto de violín de Max Bruch. Y a los compases desgarradores de su tercer movimiento la  pluma desvirga sin piedad la  aburrida azucena de los folios.

Cuando vuelva a “los Jaenes” pasaré estos garabatos,  casi tipográficos,  al ordenador. He decidido no tener estos días  a mi alcance   más que un  pequeño transistor, una pluma, un pilot negro, folios, libros de texto y algunos de lectura. Evitaré la televisión y el contestar compulsivamente los mensajes de varios grupos de wasap que silenciaré para poder concentrarme. Tan solo quiero leer, escribir, bañarme generosamente en estas aguas  ardientes, caminar a buen ritmo en la amanecida, pensar, rezar pausadamente el rosario —¡que Francisco I, “el sincretista”,  me perdone por mi osadía!—, y compartir mediodías playeros y encuentros vespertinos con mis buenos amigos de la zona.

Soy feliz en este  enclave  siempre añorado. Lo he sido desde aquel lejano 1974 cuando visité por vez primera esta arcadia marina con mi entonces novia cartagenera; todavía fiel compañera existencial. Cuarenta y tres años han transcurrido desde que surgiera, por vez primera  ante mis ojos  atónitos y receptivos, esta colosal  epifanía mediterránea. Idéntico guarismo al del licor  fabricado en estos contornos, uno de los ingredientes  del “asiático”,  brebaje singular del terreno  a base de café, leche condensada,  coñac, corteza de limón, canela, unas gotas del citado  “Licor 43” y granos de café nadando en la superficie como náufragos, tostados por el sol, en aguas  procelosas y sombrías. Tras una opípara comida o, incluso en el desayuno, resulta un refrigerio tonificante y  confortable.

Pero, aún estando lejano,  tranquilo y relajado, Jaén está sellada en  mi memoria. Vuelvo la mirada hacia un oeste que comienza a bañarse  en zumo de naranja sanguina, allende los confines de la paralizada charca,  y creo ver aparecer, en una familiar  y anhelada lejanía, la silueta inconfundible del gigante Jabalcuz tal como se descubre arribando  a la ciudad amada.  

Puedo contemplar, ensimismado, con la mirada del amor —la más clarividente y certera—, los yermos requemados por los calores del estío del cerro Almodóvar,  y el bergantín catedralicio descollando sus agujas celestes sobre   las olas del caserío como si quisiera soltar amarras definitivamente en  busca de Dios, aunque no sean tiempos propicios  para ello en pleno reinado del Hombre. Pero la catedral será siempre  la mejor mirada jaenera; referencia de unas gentes  que siempre han sido navegantes costeros  de paralizados mares interiores.

A esta hora mi  entrañable ciudad aún estará desierta. En sus calles,  reblandecidas por el castigo solar de este verano africano,  zumbarán sin tregua los aparatos de aire acondicionado añadiendo calor a la hoguera de la canícula. Por los barrios altos se abrirán ventanucos y balcones floridos para intentar atrapar cualquier brizna de brisa fresca que ruede vagabunda por campillejos y callejones moriscos, estrechos, empinados, con olor a siglos, vestidos de sombra y fiesta; en alquimia alumbradora de cal,  petunias, gitanillas, geranios, pelargonios  y albahacas colgantes de rejas y tiestos rezumantes de humedad.

Esta noche cenaré con mis amigos al norte de esta barra de arena, ya a la vista de Santiago de la Ribera, villa marinera de la otra orilla de estas aguas,  de la que nos separará tan solo un estrecho espacio,  encalado de luna,  marismas y encañizadas surcadas por los blandos y fantasmales requiebros de charranes, avocetas, flamencos o pagazas; luciérnagas de la noche marinera.

Y veré brillar este mar  de juguete con los rayos de la señora celeste y el centelleo de mis pupilas  que siempre se han posado,  con amor infinito,  sobre su superficie en las noches limpias y palpitantes del estío.

Pero mi mirada interior, mi  mejor sueño   de ojos abiertos,  albergará asimismo el contorno de la ciudad donde nací y a la que  tengo que querer cada día aunque no quisiera hacerlo. Allí en sus lejanos aunque presentes espacios yace el depósito de mis preciados recuerdos, mis  fantasías, mis proyectos mejores, mis amores fecundos. Y podré contemplar, con una mirada antigua y agradecida, su dilatado  olivar  blanqueado  por el acero  lunar  desplomado sobre las Peñas de Castro, la entrañable pequeñez y medianía de sus usos y costumbres, sus parálisis consuetudinarias…; una historia vieja impresa hasta en el más recóndito  de sus rincones.

Mientras que, a la orilla de este Mar Menor murciano, las palmeras abaniquen  sin prisas una noche hechizada, en el palmeral de la vieja plazuela de mi infancia de ojos siempre abiertos, otras bailarinas  danzarán en corro en torno a la estatua sedente de Bernabé Soriano, mientras yo las contemple sentado en mi silloncito de anea con el babi puesto, manchada la carita  de chocolate y el corazón acelerado por una implacable pasión infantil. Y al recordar su grácil vuelo beberé un sorbito de güisqui de malta sin hielo, para controlar los espasmos miocárdicos  y   la torrentera  impetuosa de mis recuerdos añejos y queridos. De esta forma, en tierras murcianas, soñaré una vez más,  como siempre he hecho desde que nací,  porque la solución para un soñador como yo  no es  dejar de hacerlo  sino soñar   eternamente.

Aún estando despierto y lejano a ella, Jaén ha sido siempre mi mejor fantasía, mi constante evocación. Quimera a veces, realidad muchas otras, amor y vida plena, siempre. Un  sueño eterno del que  jamás quisiera despertar.

Levanto los ojos a la Luna. Ella sabe más que ningún humano de esmeraldas  crecientes en las ramas de los olivos, y de viajeras  olas mansas rompiendo sobre la arena ligando en su  espumoso murmullo riberas de    tierras  lejanas. Por eso me  guiña un ojo y sonríe levemente  como si me confiara que nada  tiene que añadir a mis pensamientos.  Creo oír el lamento de  una desgarrada  taranta minera. Falsa alarma; es la noche que grita en silencio. El mar es un filón de plata  del que jamás podrán hacerse lingotes.  Late  Jaén  con fuerza en  mi vigilia.

                        

                              

              

 

       

 

 

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