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Muere  el  sol,  extinguida  su última hoguera  tras  el Cerro del Viento por las sendas de Fuensanta de Martos y su mistérica Fuente de la Negra. En estos últimos días ya levanta Helios, orgulloso auriga de su carro celeste,  su altura en el horizonte. El punto exacto de su ocaso torna  cada día un poco más  hacia el  oeste hasta que alcance esa  perfecta dirección geográfica el próximo equinoccio de primavera. Aunque estaba en manga corta en el jardín, afanado en tomar unas notas para este artículo, debo ponerme la camisa, pues  un  súbito  helor  se ha abatido,  de improviso,  sobre este valle villariego recostado bajo la cara sur de Jabalcuz. Volverá a  helar esta noche, que es lo normal  por estos pagos en los días anticiclónicos del mes de enero, cuando una  mórbida capa de armiño tapice las ralas hierbas que aún sobreviven en las plazoletas de los olivares —heroicas supervivientes del Armagedón químico  librado en sus confines—, en ese momento de la madrugada en que me encanta pasear junto a mis perros, convenientemente embozado, hasta contemplar el blando y arrecido   amanecer, mientras jadeo cuesta arriba con entusiasmo.

Ahora escribo en el ordenador oyendo al pianista húngaro de origen judío András Schiff que interpreta, como pocos solistas actuales podrían hacerlo,  las suites francesas bachianas  — la   segunda y la quinta son mis preferidas—, que me tienen una vez más hechizado, prendido de ese silencio interrumpido, de ese tiempo armónicamente organizado, de esa ecuación matemática, definitiva y reveladora de hermetismos  que es cualquier partitura del genio alemán. Vuelan las manos alacres sobre el teclado del ordenador cuyas letras se desdibujan día a día,  de tanto golpearlas, mientras reina sobre su trono invisible la soberanía inmutable del tiempo causada por  esta música que parece haber sido escrita para un punto de la evolución espiritual humana que aún está por llegar, pese a las constantes proclamas de progreso que emiten voces  incansables, dirigidas tenazmente por las batutas inflexibles  de sus esforzados corifeos con pensión vitalicia sin descuentos del  IRPF, pese a la poca dedicación concedida a su trabajo,  en el espacio y el tiempo,  de sus beneficiarios. ¡Eso sí que es progreso…!

Fue la Nochebuena una fiesta  familiar, entrañable. Tan solo faltó mi hija pequeña que anda en tierras de Virginia, junto a los Apalaches, —aunque ayer ya llegó al estado de Vermont, su destino definitivo—,   pasando unos meses con una amiga americana que ha vivido varios años en Los Villares. Ella   fiel a su cita con este encuentro tradicional, se conectó  en directo para estar con toda la familia y, aunque allí eran las cuatro de la tarde, participó de nuestra cena,  de nuestras conversaciones,  de nuestros recuerdos como si hubiera estado presente entre nosotros. La Nochevieja hace años que no se celebra en esta casa.  Nunca me ha emocionado en demasía, y menos a estas alturas de la vida en que pretendes abrevar no de pozos secos y estériles que potencian la sed,  sino tan solo  de fuentes emisoras de aguas perdurables. Por otra parte jamás he sido capaz de entender  ese afán de las gentes por divertirse a toda costa en estos eventos. Después de tantas cabriolas gimnásticas, tanto brillo de lentejuelas, tantos resoplidos de matasuegras, tantos vuelos de un maná multicolor  de confeti, tantos mordiscos a canapés de salmón ahumado en la piscifactoría, o de mariscos congelados de ralo sabor, tantos sorbos de burbujas entre frases hueras…  solo queda el esfuerzo inútil de mostrar una  alegría que muchas veces  se está lejos de sentir. Porque   lo que realmente agota a las gentes no es  tanto el esfuerzo  por ser felices sino el que realizan  incansablemente por aparentar que realmente  lo son. Pero esa  máscara risueña, observada a dos palmos, es cruda   revelación  del  profundo vacío  anímico  del sonriente. Y es que  el hombre, como escribió el poeta y filósofo indio Premio Nobel en 1913, Rabindranath Tagore; …“se diluye voluntariamente en la multitud para ahogar el profundo clamor  de sus propios silencios”…

Tan solo me quedé a compartir las uvas con mi mujer –ella no suele perderse este “acontecimiento”—, aunque reconozco que tan solo comí tres o cuatro,   por no defraudarla,  y  con bastante acedia. Tras esperar el desahogo de la vecindad que suele desfogar su desazón  interior y su “renovada y puntual  alegría” a base de petardazos inenarrables  —¿qué querrán significar?…—, tomé las de villadiego hacia mi lecho con la pequeña amargura  de saber  que se me habían robado casi tres horas a mi descanso nocturno, porque al día siguiente, a las cinco y media de la mañana,  ya estaba en perfecta uniformidad y situación de revista, delante de un suculento desayuno compuesto por  un zumo de granada con su fibra, café con leche y canela, y unas tostadas de pan integral de masa madre con pasas, untadas de aguacate y tomate, regadas de aceite en rama de un   inolvidable  tono  verde esmeralda, acompañando unos esponjosos   huevos revueltos, antes de emprender mi preceptivo paseo    del alba,  al compás del titileo de las últimas estrellas que se negaban a abandonar su puesto de vigía celeste,  pese a que  los primeros clamores del día hacían sonar su anaranjada obertura  triunfal  por los  riscos que protegen las Cuevas del Contadero.

Faltan dos días cuando escribo esto para la noche de Reyes. Recuerdo cuando era un niño —debía tener unos cinco o seis años—, una tarde  oí sonar el viejo y negro teléfono de casa de mi abuelo,  en la Plaza de las Palmeras, llamada de Josè Antonio por aquella época, de la Constitución, más tarde…¿cómo será rotulada en unos años? Siento escalofríos tan solo al imaginarlo. Pero volvamos a la vieja historia. Alguien había marcado el 2369 y reclamaba con urgencia  mi presencia , mientras mi madre y mi abuela  me conminaban a descolgar el aparato  con gestos expresivos: “Corre Ramoncito… te llaman los Reyes Magos”… Y yo con el corazón desbocado en el pecho volaba  sobre mis botines de paño por el largo pasillo de aquella casa recubierto de preciosas baldosas cerámicas, asía  el teléfono con emoción inenarrable y temblorosa, para pronunciar un  “dígame” —todavía no había llegado el ¿sí? a nuestras vidas—, con una vocecita atiplada que apenas   me salía del cuerpo. Al otro lado del hilo telefónico, el rey Baltasar, que era mi favorito —por eso a mí tan tenazmente  madridista,    siempre me he inclinado    más por  Pelé que por Di Stéfano—, me saludaba con voz cavernosa preguntándome por la salud y dejándome en una especie de rapto  espiritual carmelita que me impedía poder articular una palabra que no fuera un simple balbuceo.

Tras hacerme la consabida pregunta sobre mi comportamiento en los últimos tiempos,  al que yo respondía con una   mentira piadosa, pues había  organizado  alguna trastada que otra al colarme de rondón  en la despensa  grande,   que siempre, salvo esa tarde, estaba cerrada con llave, atraído por los inenarrables efluvios porcinos que a través de la puerta golpeaban con fuerza mi pituitaria amarilla,  para diseñar  un notable  caos entre los chorizos, blanquillos, lomos  y morcillas  de la reciente matanza hecha en la Casería de Piedra, cuya disposición ordenada por las manos sabias de mi abuela había alterado con evidente falta de precisión y dudosa disposición espacial. Pero el magnánimo  Baltasar que ignoraba mi pequeña felonía me dijo, mientras yo imaginaba su cara de ébano de  labios  belfos  y dientes de marfil:

—Has pedido muchas cosas en tu carta. El trabuco que dispara pelotas  de ping pong, el Fort Apache,   o el xilófono…Espero que te lo podamos traer pero tienes que ser muy bueno estos días…

Y yo —que siempre he gozado de buena memoria—,  pensaba de inmediato que se quedaba corto, porque había pedido también el colt 45, el arco y las flechas, o el camión de bomberos fireball express…y es que los niños de aquella generación deseábamos tener juguetes de niños —era una costumbre muy nuestra, pese al matriarcado casero; quizá ahora pidiera una Mariquita Pérez, o una Barby locutora televisiva de un  programa del corazón, ¡cualquiera sabe en esta época…!—, y no teníamos hartura a la hora de acaparar muchos regalos, porque los tiempos eran sobrios y austeros incluso en las casas donde había “posibles”, y a los más pequeños siempre nos hacía ilusión cualquier cosa. Además siempre serían rebajadas convenientemente las peticiones.

La conversación con el exótico rey de voz impostada daba a su fin, y a mí me dio un vuelco el corazón cuando oí su cariñosa despedida y el sonido  monótono de la línea telefónica tras haberse interrumpido la comunicación. Quién me iba a decir a mí que, trescientos metros al norte, Su Majestad Oriental,   Baltasar,  que no era otro que mi tío Ángel Carriazo, al teléfono desde la  rebotica de su farmacia de la carretera de Madrid, sonreía a los miembros de la inveterada tertulia, formada cotidianamente entre colegas de la vecindad,  diciéndoles: “Es mi sobrino. El pobre no podía ni hablar de la emoción. Nosotros de niños no teníamos estos adelantos, y nuestros reyes eran mucho más mesurados…”, frase  que despertaba las sonrisas de los contertulios, que renovaban de inmediato  su interés en torno a la partida de ajedrez desarrollada  en el tablero, bajo la atenta mirada de Fernando el joven mancebo que,  de pie, con su peinado al cepillo, la bata blanca,  ajustada al cuello y abrochada a la espalda,  con un lápiz sobresaliendo del bolsillo pectoral,  observaba la  fulgurante  evolución  de las piezas, mirando de reojo hacia la puerta de la calle por si algún cliente venía a reclamar unas pastillas Okal para la tos, que aquellas navidades estaban resultando excesivamente  destempladas,  o un tubo de Calmante Vitaminado que plantara cara al molesto dolor muscular, o de Sulfathalidin para combatir las molestias intestinales tras los últimos  atracones de mantecados manchegos coriáceos y de recio sabor, golosinas de tiempos esforzados,  que se habían consumido entre generosos  tientos de una copa de anís rellenada a discreción, entre villancico y villancico.

¡La  entrañable noche de Reyes de mis recuerdos infantiles! El paso de la  sencilla cabalgata que me dejaba sin aliento, mis gritos desaforados  de ¡Baltasarrrrrrrrr…! lanzados al jinete de un  caballo toscamente enjaezado, pero que a mí me parecía la lujosa montura de Tamerlán el conquistador. El cruce de nuestras miradas. El guiño que me dirigía en ese momento y que yo entendía que no era otra cosa que la complicidad que teníamos establecida  desde nuestra conversación telefónica de días pasados. Y el vuelo rasante  del caramelo por el que pugnábamos con denuedo varios arrapiezos, exiliados desde el brazo materno y no precisamente por motivos políticos,   hasta que conseguía  tener la suerte de que terminara en mis manos, mientras me latía con fuerza el corazón. Sueños que sobreviven al  inexorable paso del tiempo. Porque,  como decía Hölderlin  el poeta romántico alemán: “los ríos nacen en el mar, por eso vuelven allí”.  Y la infancia es un océano grandioso e indescifrable al que siempre se retorna de buen grado.

Hago una pausa y miro distraídamente la tele que está emitiendo una “ristra” interminable  de anuncios, para mí grotescos, de diversas esencias y colonias. Pienso de inmediato si no estarán  diseñados para subnormales,  y me pregunto ¿quién será capaz de comprar tales productos al calor de proclamas  tan absolutamente majaderas? Escenas sin pies ni cabeza, a cargo de señoras de andares desarticulados, o de personajes androides, verdaderamente inexpresivos y con el torso descubierto —estamos en enero, claro está—, que vocean su mercancía  en inglés — lógicamente es  la lengua ideal para hacerlo   en España, que todavía se mantiene  incólume, no sé desde luego por cuanto tiempo—, emitiendo un   bobo susurro casi inaudible al pregonar la marca del perfume, frases  que más bien  parecen dedicadas a oligofrénicos que  a personas normales.

Me asombra la carga de estupidez que se adueña de nuestra sociedad. La venta en parcelas de todo lo auténticamente nuestro para hacerle un  hueco entre nosotros a las señas  de identidad de  las  tierras norteamericanas, a cuyos habitantes  —¡curiosa paradoja!—   sin embargo se despelleja de ordinario y tenazmente , aunque se imiten sus usos y costumbres.

Me cuenta mi hija Isabel que los americanos son fieles a sus tradiciones. Jamás las prostituirían como nosotros hacemos  por otras que no fueran suyas. Me habla del  carácter cercano de aquellas gentes, de su hospitalidad manifiesta, de su acogimiento cariñoso. Qué pena que esté allí intentando buscar la posibilidad de un  trabajo que aquí se le niega. Me dice que las gentes que la rodean,  en  Burlington, junto al lago Champlain,  no entienden como con un título universitario superior, además de un máster,  otro titulo de grado medio y un conocimiento muy avanzado de la lengua inglesa no puede tener un trabajo en España. No les cabe en la cabeza. Pero eso debe ser el progreso del que tanto se nos habla por estos lares; una pléyade de jóvenes licenciados, muchos con dos carreras  y algun que otro máster que tienen que buscarse la vida en otras  tierras, o bien acogerse,  el que tiene suerte, a los novecientos   euros mensuales;  exigua cantidad  que no les  permite formar una familia,  o tener acceso a una vivienda decente, mientras alguna clase privilegiada —alguno de cuyos miembros roba a manos llenas—, comparte puestos  y cargos diversos, sin mérito alguno en muchos casos,  para finalizar disfrutando, aunque hayan “trabajado” —es un decir, claro— poco tiempo,  de sabrosas pensiones, exentas  del descuento del IRPF como  se le aplica al  común de los mortales al jubilarse, mientras proclaman con empalago en todas las tribunas las enormes ventajas del progreso,  y todas sus evidentes consecuencias…¡para ellos, claro está!

La noche de Reyes no saldré de casa. Me reuniré en familia para degustar el tradicional roscón que mi primera mujer realiza con mimo  y maestría, y pondré fin a este artículo que me ha hecho soñar despierto con aquellas noches de  hielos y estrellas   infantiles en las que me sentía seguro y confiado, pero inquieto en mi duermevela de  pies desnudos sobre la bolsa de agua caliente. Aunque  era más bien una vigilia intranquila, ligera… pues cualquier ruido de aquel caserón me hacía pensar que Carbonilla había escalado el balcón de casa, forzado la cancela acristalada,  para dejar todos los juguetes de  los que ya había hablado en conversación telefónica con mi adorado Baltasar. Pero chsssss…no hay que hacer comentarios, y cerrar los ojos, porque si los niños están despiertos, los pajes reales, cargan de nuevo  con los regalos y los devuelven a las impedimentas de los camellos. Mañana, cuando el primer rayo de luz temprana se filtre por la ventana, habrá que salir corriendo, posando los pies helados sobre la baldosa,   y el corazón abierto como una granada, hasta llegar al lugar  mágico  y comprobar que Baltasar no mentía, y que, al igual que al  Rey de Reyes en el portal belenita,  había depositado  los regalos pedidos por ese niño al que le latía el corazón con violencia abriendo la puerta de la sala de estar antes de acceder a la cancela de todos los sueños. Mientras gritara con emoción al hacer un nuevo descubrimiento sobre las zapatillas, las palmeras de la plazuela seguirían jugando al corro ensayando en el entrañable oasis provinciano los melenchones que deberán bailar, con sus alas de abanico,  al calor de la hoguera en la cercana noche de san Antón. ¡Noche de Reyes jaenera!  

Foto: Una imagen de la vistosa cabalgata de Reyes, esta misma noche en la ciudad de Jaen.

                                 

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