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Por Antonio de la Torre Olid /

            “Mírame a la cara” es la frase que se espeta y antecede a un reproche malhumorado. Aunque “mírame a la cara que es la primera” anuncia e invita al baile. Y puede que te deshagas si un meloso príncipe susurra “no sé ve bien sino con el corazón”, pero si quien lo dice es un zorro, puede que te haga pensar en lo esencial.

            “Mírame” lo puede clamar toda una sociedad como la de la provincia de Jaén, que a pesar de su riqueza atractiva y el potencial de su tierra, ve que se vacía, que jóvenes y profesionales se marchan de ella, que se aísla, porque no se mira a las periferias. Cuando se mira en condiciones de superioridad, nos retrotraen a esos niños que fuimos, al que el maestro le ordenaba que bajase la mirada, porque sostenerla durante mucho tiempo era de mala educación. Peor aún sería resignarse a pensar que es el destino ancestral, aceptar como sino cultural, el mal de ojo, o que te ha mirado un tuerto, o que no te quieren bien porque te miran atravesao.

             Si dirigiéramos la vista a un territorio como se mira a las cosas cuando lo hacemos en un ejercicio íntimo, solitario y aquietado, nos miraríamos de igual a igual. Mirar nos reconcilia, nos apacigua. Mirar un paisaje está al alcance de todos, como mirar el mar.

            Qué pensará el bebé cuando nos mira con esos ojos si es que ya articula algún pensamiento. Qué ocurre con esos niños que eluden mirar de tú a tú y charlar porque prefieren wasapear. Qué entraña la mirada de dos adolescentes enamorados cuando clavan sus ojos el uno en la otra. Qué reconocemos cuando decimos que esa persona tiene una mirada limpia. Qué siente quien mira absorto el paso de Semana Santa. Qué pasará por la cabeza del inocente anciano enfermo de alzheimer cuando nos mira con esa fijación. Qué recuerdo dejó el padre que balbucea qué color más bonito tiene hoy la puesta de sol, cuando en su última tarde mira desde la ventana del hospital lo que queda de sol, que proyecta un color ocre y plomizo a las nubes, como sus venas.

            Con todas esas emociones, la mirada en la comunicación política pasa a segunda división, y más a día de hoy. Pero en esa dialéctica, también sostener una mirada neutra -como suele ocurrir- o tornarla en descarada o negarla, en un debate electoral televisivo o parlamentario, puede ser tanto signo de corrección como despreciativo. Peor aún es que, de tan sostenido que sea en el tiempo un conflicto internacional o local, dejemos de mirarlo, porque nos hemos insensibilizado ante él. Igual que la mujer que apenas asoma su mirada sobre el burka, no se atreva a elevarla.

            Mirar, y mejor si se hace en silencio, nos permite explotar una cualidad de algunos seres vivos y además es sanador. Después, ya pacificados, estaremos en mejor condición para mirar a quien está al lado.

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