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La flauta  dulce del mirlo se eleva, con sus dulces arpegios, sobre el lento adagio orquestal del amanecer.  Mientras    pateo   el  monte cercano  mascando una brizna de romero —¡cómo añoro el   hinojo del estío!—, advierto  que la sequía es implacable, algo, por otra parte   habitual en esta tierra. Llevábamos años   que no se abatía sobre nosotros, y eso nos hace pensar que es una gran calamidad poco usual  en  nuestro clima. Craso error. Es frecuente, y ahí están datos de siglos pasados para confirmar que se presentan series anuales extremadamente secas —años de malas cosechas, estrecheces y procesiones de rogativas—, para hacernos volver a la realidad climatológica jaenera.

Por si fuera poco, sopla con fuerza desmedida  el viento solano en estos últimos días. Vuela el mobiliario del jardín, mis ajadas  botas montañeras que se oreaban en un banco colorista. Giran en torbellinos los pétalos  de los albaricoques,      como una caótica  nevada  floral,  para depositarse en la piscina, aunque confío en que ya estén los ovarios en las ramas  fecundados, para poder  saborear el  aroma inigualable de estos frutos de origen oriental, en la primera semana de junio.

La renuencia del cielo a enviarnos la lluvia pone en guardia a nuestros sufridos olivareros que han gozado de tiempos pletóricos. Ahora tuercen el gesto al comprobar  la aridez  del terreno,  y constatan, aterrados,  el  desplome del precio del aceite, ya sea  por la buena cosecha del Mediterráneo sur, quizá por  el ligero frenazo de la exportaciones, o por los caprichos de este mercado que se basa más en intuiciones  y deseos que en una regulación racional  de sus transacciones. La verdad es que da pena andorrear por el campo,  y contemplar el  color desvaído  que ha tomado la hoja del olivo ante la ausencia de ese maná celeste.   Temen los agricultores  que, si cambia el tiempo, llueva con vesania destructiva —podría ser lo  normal después de seca tan prolongada—, lo que sería improductivo,  pues la tierra agostada, y sin tapiz vegetal protector — demasiadas curas  drásticas las que se aplican—, no sabría retener tales torrenteras sin cauce.

Esto pienso mientras  escribo unas  líneas, y, cada minuto, doy un mordisco a la tostada que me acompaña, empapada de este bálsamo áureo, gozo de los sentidos,  que es el óleo de las culturas ibéricas desde que los fenicios  — bendito sea su nombre— llegaron a nuestras costas, a finales del segundo milenio antes de Cristo. Vino con ellos  la planta cultivada en aquellas naves, cuyos expertos timoneles   pilotaban con pericia, fletadas  en busca de  metales preciosos en yacimientos onubenses, o intentando     establecer factorías pesqueras en torno al atún de la costa gaditana. Porque en nuestro matorral mediterráneo tan solo existía, en  aquellos tiempos, el acebuche, u olivo silvestre, no apto para la producción aceitera. Es   arbusto espinoso y montaraz, de cuyos frutos, las acebuchinas,  se alimentan distintos tipos de aves que usan su grasa para lustrarse el  plumaje y hacerlo impermeable. Pero aquellas gentes   del orto solar,  que buscaban su expansión tras la derrota, en Egipto, de los Pueblos del Mar,  al besar las arenosas playas gaditanas,  se enamoraron de nuestro territorio. En sus  sólidos gaulós,  de madera de encina, ciprés o cedro, calafateada de brea negra,  transportaron  a nuestras costas, además del olivo cultivado, valiosos presentes:  la técnica minera, las salazones,  ¡el vino! —los bendigo de nuevo, y, esta vez, casi genuflexo—, el torno de alfarero, la pintura vascular,  el hierro, la escritura, el asno, ¡la gallina!  —tercera  de mis bendiciones,  ya postrado en decúbito prono, pues soy un amante rendido de los huevos,  tanto los de producción ecológica como los de aquellas gallinas  bohemias, externas,  internas, mediopensionistas  o con pase per nocta—, la púrpura, su rico panteón  oriental  de Astartés, Reschef, Melkart  y Baales varios,  y la riqueza inefable de los mitos orientales, como el de Gilgamesh, o Habis, entre otras novedades técnicas  y constructivas. Su sorpresiva aparición  hizo progresar a las tribus indígenas en contacto con aquellos visitantes ilustrados, de los que conservamos carga genética en nuestra tierra,  pues los recién llegados se unieron, amorosamente,  a  mujeres tartesias,  turdetanas, oretanas o bastetanas que supongo serían  poseedoras de una   singular belleza —que han heredado a raudales  las andaluzas—,  aunque en estos tiempos de progresos imparables  estas cosas no deban decirse,  por temor a recibir alguna enardecida catilinaria por algunos  amantes de la corrección política y la  libertad de expresión, que, por otra parte, abundan y la defienden a ultranza; la suya, claro está.

El aceite, moneda de cambio fenicia en un primer momento para conseguir la deseada plata y el oro onubense de Río Tinto. Los viajeros semitas  eran expertos negociantes. Desde luego nada hemos aprendido de tan insignes  mercaderes, porque, en estos tiempos, no sabemos qué hacer con la  mayor riqueza de esta tierra. No acertamos a valorarla en su justa medida, ni conseguimos vocear,  ante amplio auditorio, sus propiedades para  extender su consumo al resto  de España y tierras lejanas. ¿Qué esperamos para hacérselo llegar a gentes que aún no saben de su olor, textura y sabor inigualables, amén del arsenal salutífero que rebosa en las alcuzas?  Nunca he sido capaz de entenderlo.

Por eso,  y por tantas otras cosas,  me duele Jaén, me hiere en el alma  tanta desidia, tanto plazo corto, tanta estrechez de miras, tanta especulación avarienta y ladina, tan poco espíritu emprendedor, tal holganza ciudadana, tal estoico conformismo, tan escaso  espíritu abierto a otras realidades, tanta huida de la ciudad de los más jóvenes…

Me daña cruelmente el abandono lastimoso de sus barrios altos. Callejas centenarias, que, adecentadas y cuidadas con amor, ofrecerían rincones inolvidables para los visitantes, que se espantan— y lo he visto en directo—,  cuando para fisgonear por las alturas y buscar sus  posibles tesoros escondidos  se aventuran al azar por las pinas travesías  que ascienden al monte calizo, y no descubren  otra cosa que  verdaderos muladares, sendas  húmedas  de paredes desportilladas, rincones cubiertos  de residuos, defectuoso pavimento,  ventanas sin primavera,  miradas torvas de algunos vecinos, y ausencia de mínimas indicaciones en los itinerarios. Por eso dan la vuelta  con sus mapas en poco tiempo  y huyen de nuevo hacia   la catedral. Más tarde dirán  —y lo he oído alguna vez con dolor inenarrable—  que “Jaén solo tiene ese grandioso edificio sagrado,  por lo demás es lugar  que no merece la pena ser visitado…” Están equivocados ellos. Y lo estamos nosotros que no sabemos ofrecerles un paseo  por sus lugares más recónditos, cargados  de historia y de sencilla hermosura, sin tener que hacerlos circular  por tan   lúgubres pasadizos  aromatizados  de urea y deyecciones caninas;  rincones destartalados,  lacerante abandono  en   ciudad  de tan rancio abolengo. Tenemos una  villa de ensueño,  arriscada, hermosísima en su acendrada modestia,  plena de miradores sorprendentes, de lugares dignos de ser hollados  que, bien cuidados y promocionados, harían a nuestros visitantes pasar una jornada deliciosa en su contemplación y, más tarde, y para siempre, en su memoria.

Me duele con hondura  la ciudad donde nací, en aquella coqueta y jaenerísima Plaza de las Palmeras —antes de ser convertida en  abigarrado guardamuebles—, encima de la zapatería de Antón. La ciudad donde viví tantos años, en la esquina de Roldán y Marín con el Paseo de  la Estación, hasta que decidí, hace doscientas veintiocho  lunas, alejarme un tanto de ella buscando la paz de las noches miniadas de estrellas, el lento tabaleo de la luna saltando los montes calizos, los amaneceres calmos, la lluvia mansa en los paseos vespertinos, los vendavales ábregos silbando partituras,   enloquecidas y tenebrosas,  en   los cristales, cuando  me alcanzaban los compases de  tan grandiosa sinfonía  junto a la lumbre de olivo, con un buen libro en las manos y el corazón repleto de sueños. La ciudad   que visito a diario, hasta dos veces muchos días. El pago urbano  que llevo en el alma y que ningún  otro podrá desplazar jamás  de ese lugar preferente,  aún reconociendo sus múltiples carencias. Pero me daña  de veras  tanta incuria, y dejadez, tanta pasividad resignada, tanta cicatería de usurero, tanto olvido por parte  de muchos conformistas jaeneros; tan  ingente  y   prolongado inmovilismo. 

Como me duele la soledad del centro urbano jaenero en épocas en que quiebra,  día a día,  el pequeño  y mediano comercio por múltiples factores que podrían ser combatidos con éxito. Me entristece  el cierre de tanto negocio  tradicional, el último,  Almacenes Cubero, toda una institución del Jaén de siempre. Me resulta amarga como el acíbar  la envidia que paso cada vez que recorro el centro histórico de Sevilla, Granada, Córdoba, Málaga. Almería… y observo las notables diferencias vitales que aprecio en sus calles y plazas,  la primorosa conservación de sus edificios emblemáticos, el cuidado exquisito de sus enclaves más significados, la vida que bulle a plena luz del día, y en horas nocturnas, en vías  céntricas, que incluso ya no son habitadas de manera permanente. Y pienso con terror: ¿que será del corazón    de nuestro Jaén cuando se erija la nueva y extensa superficie comercial del norte de la ciudad, verdadero templo sagrado de estos tiempos? Pavor siento antes de responder.  Habrá que oficiar los funerales definitivos al comercio tradicional y recitar un dramático epicedio a la muerte del   centro histórico.  Decretaremos la    eutanasia de la vida cordial de nuestra ciudad de luz. Porque en sus calles más conspicuas  ya  solo  podrán encontrarse   despachos de lotería  primitiva, vendedores de la ONCE,  y cafeterías de apertura tardía, donde una tropa de funcionarios, jubilados, desocupados forzosos y nefelibatos, como yo mismo,  demos acerbos sorbos al café matutino mientras veamos pasar, a intervalos regulares, vertiginosas formaciones de patinetes escolares, amén de  algún  que otro cura de paisano.

Me daña la dejadez de mi   Jaén. Me hiere el alma  la dolorosa decadencia de nuestra Banda Municipal de Música, que tanta gloria ha amasado  en su  fecunda historia; fiel acompañante  de más de un  siglo de vida jaenera, presentes sus  músicos en nuestros acontecimientos más representativos desde aquél 1901 en que fuera oficialmente municipalizada, siendo alcalde Alberto Cancio Uribe. La afamada, respetada, brillante,   y benemérita  Banda  Municipal de Música de Jaén, tan querida de corazón  por todos los jaeneros, sin excepción. La formación musical   que ha tenido insignes directores de los que quiero destacar al recordado y prestigioso Emilio Cebrián que inmortalizó  la ciudad,  sus costumbres entrañables   y   devociones  mayores, con composiciones que llevamos los jaeneros en la masa de la sangre.  José Sapena, el  recordado maestro alicantino que sembró de sueños mi primera juventud, autor del himno al Real Jaén, o  de composiciones de Semana Santa de mucha enjundia y calidad musical que ya no  suelen interpretarse. Como tampoco  las de José Cuadrado, músico a sus órdenes, autor de magistrales  y profundas   marchas procesionales   para muchas de nuestras cofradías jaeneras. Partituras que están ya archivadas en las carpetas del olvido.  Porque ya se  sabe que las modas musicales cofrades de hogaño ascienden,  ¡cómo no!,  desde el bajo Guadalquivir para ser adaptadas al andar costalero, y hay que acompañar su audiencia  de ridículas poses y  modismos de aquella tierra voceados delante de los pasos, que   llegan a avergonzarme, pues jamás hemos hablado de tan grotesco  modo en esta tierra  —lo que en Sevilla, sin embargo,  es natural, y a mí me conmueve,  porque es su forma de ser desde hace siglos—.  Me lastima que valoremos tan poco lo nuestro, cuando estas  partituras son muy consideradas  por músicos de otras latitudes. Y ¡qué decir de Manuel Vílchez! con el que compartí años recordados en que yo era dirigente cofrade, y la  Banda Municipal jaenera era presencia primordial de los cortejos procesionales, por la que pugnaban duramente  las hermandades  para cerrar  sus cáfilas penitentes. Y tantos  otros añorados  músicos a los que no podría citar por falta de espacio que consiguieron con su arte, disciplina, profesionalidad, sentimiento,  entrega   y amor a la tierra que nuestra Banda Municipal haya sido ejemplo de calidad musical, comportamiento  ejemplar y rendida dedicación, para vocear, leyendo el papel pautado, el sagrado nombre de  Jaén.  

Me indigna que tenga problemas en la actualidad, por falta de efectivos, pese a los últimos cinco años de excelente  y abnegada   labor de su directora,  Juani Martínez- de la Hoz, artista  ejemplar  poseedora de un muy  brillante currículo como clarinetista y directora de orquesta, y del selecto grupo de músicos que sigue el preciso  y sabio metrónomo  de su  batuta. Me duele que decaiga el número de sus profesores   al no ser convocadas   nuevas plazas  para sustituir  las jubilaciones —faltan en ella cuatro clarinetes, tres saxos…—, hasta tal punto que deben suspender conciertos previamente programados, lo cual resulta indignante.  Me solivianta   tal  falta de medios ¡con la importante labor que están realizando, en inferioridad de condiciones, esta valiosa mujer y sus  solventes músicos, no solo en la Banda, sino asimismo,  en fructíferas relaciones con la Escuela de Danza, o con nuestro  Conservatorio. Me hiere saber que los profesores tocan  con sus propios instrumentos debiendo costear de su bolsillo  su delicada conservación.  ¿Qué estamos haciendo? ¿Es que  vamos a dejar morir todo lo nuestro? ¿Cómo podemos permitir  que pudiera llegar a fenecer  así tan meritoria  agrupación musical que lo ha sido todo en Jaén? Porque hemos vivido más de un siglo  al ritmo de sus compases entrañables. Ella forma parte de la    memoria íntima de nuestro pasado, recuerdo imborrable de coloristas  tardes taurinas, bullicioso Estadio de la Victoria, pasacalles de feria, cabalgata de Magos, músicas del alba, entierros de personas ilustres, recepciones de personajes destacados,  actos culturales diversos, conciertos  por plazuelas  y rincones, jaenerísimos,  en todo tiempo del año, y cierre de oro de nuestros cortejos procesionales, cuando en tiempos del citado maestro  Sapena, se interpretaba  por vez primera la marcha al Abuelo, el Miércoles Santo, al pasar la señora de las azucenas catedralicia, junto a mi hogar, antes Cuartel de la Guardia Civil, y algo se nos rompía a los jaeneros  en los adentros, pues siempre hemos identificado esa música sublime  con el amor rendido a nuestra ciudad  del alma, que ahora se nos muere,   cada día un poco más,  en la UCI del abandono y el olvido, sin dejar a sus habitantes    estar a la cabecera  del moribundo para consolar sus últimas horas.  Porque muchos  ni tan siquiera  saben que agoniza.

Me duele el éxodo  forzado de  jóvenes   valiosos, bien formados,  que   hubieran querido quedarse para potenciar el desarrollo de su tierra natal.  Me duele  la incomunicación  ferroviaria de la ciudad, el desierto de sus mediodías, la falta de estímulo ciudadano, los informes negativos sobre ella que cada día aparecen en la prensa. Es como tener una tenaza que aprisione las entrañas, y no seas capaz de liberarte de ella. Es un lamento, continuo y desgarrado,  perdida toda esperanza. ¡Me duele Jaén!

Con el corazón encogido tras redactar el artículo iré esta tarde  a la sagrada cueva catedralicia para estar en los cultos   que ofrecemos  sus cofrades al Señor de la Buena Muerte. Le  pediré que  no deje agonizar por más tiempo  a Jaén. Que despierte el ánimo de los más jóvenes y capacitados para revertir la situación. Que ilumine sus conciencias y estimule su creatividad  para luchar con todas sus fuerzas por sacar del  ostracismo a esta noble ciudad   de los vientos y los sueños. Seguro que me escucha si se lo pido con insistencia. Además Él le tiene  un cariño inmenso. La conoce  bien     pues  paseó sus callejas  medievales  en brazos de su madre, Capilla, una silente y limpia madrugada, alicatada de luna y misterio, para que nunca perdiéramos la esperanza. ¡Cómo le hubiera gustado que la Banda Municipal de Música jaenera, salvando las fronteras del Tiempo y del Espacio,  hubiera clausurado tan celestial cortejo interpretando marchas gloriosas de fe sin fisuras y pasión inmarchitable por la tierra jaenera!

Oirá mis plegarias, Seguro que intervendrá.  Peores momentos hemos pasado.  Algo podrá hacer, estoy convencido. Mientras tanto  ¡me duele en el alma mi tierra jaenera!

 

Foto: Una imagen de la Banda Municipal de Música de Jaén, con su directora Juani Martínez de la Hoz.

 

 

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