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Sigue siendo noticia el libro de reciente aparición, “Lirios Marchitos” en el que el expolítico socialista jienense Cristóbal López Carvajal, se estrena en solitario como autor y lo hace con autoridad, como está reconociendo la crítica tan favorable que se está haciendo a su novela de no ficción, que nos adentra en la vida cotidiana de la ciudad de Jaén durante el franquismo, sobre todo a través de dos personajes claves, el médico Federico Castillo y de Antonio Calvo, el presidente del Real Jaén que propició el ascenso del equipo a Primera División en 1953. Para empezar, ya me gusta el título, los lirios están considerados por los expertos una de las flores más bonitas que existen en el mundo. Pero hasta los lirios se marchitan, pierden su vigor y su lozanía. Igualmente se marchitan las ilusiones, las convicciones, la propia vida y la memoria de las personas.

También hay una canción con este mismo nombre del título del libro, es una melodía del cantante y músico ecuatoriano Julio Jaramillo, más conocido como “El ruiseñor de América” y me llama la atención porque en su letra aparece una frase que viene muy a cuento del trasfondo del trabajo de López Carvajal, y es que en ocasiones hay recuerdos que están cubiertos por el manto del olvido.

Conocía la devoción de Cristóbal López Carvajal por el doctor Federico Castillo García-Negrete, me consta que ha dedicado tiempo a estudiar la biografía de este ilustre jienense, ha hecho un trabajo minucioso y tenaz, que ha derivado en este documentado libro, que nace con el sello de la editorial Samarcanda y que ha sido impreso en una empresa emblemática de Jaén y de Andalucía, como es Gráficas La Paz, y en el que en resumidas cuentas, le ha hecho justicia a una persona honesta, un comunista fiel a sus convicciones, un médico de familia que era sobre todo un referente moral en la ciudad y que dedicó su vida y su profesión a la atención de los más humildes.

Confieso que he leído dos veces este “Lirios Marchitos”, alentado por la curiosidad que me despertaban sus personajes y, claro está, también para saborear la valiosa descripción que el autor hace de los años cincuenta del pasado siglo en Jaén, aquella ciudad más íntima, a mi juicio con mayores señas de identidad y personalidad, porque con el pretexto de la modernidad en este Jaén al que tanto queremos, se han ido perdiendo rasgos del Jaén de siempre que en muchos aspectos ya son irrecuperables.

No pretendo desvelar los secretos del libro, porque invito a leerlo para disfrutar de él como yo lo he hecho, en páginas memorables, y con un impecable estilo literario, pero sí quiero ponerles en antecedentes. Recoge un periodo de la historia de esta ciudad y cuanto de importancia en el orden político y social discurrió durante esa etapa, que el franquismo consideraba gloriosa, pero que muchos paisanos sufrieron porque eran perseguidos implacablemente por una sola razón, sus ideales.

La novela nos sitúa en el primer plano aquel Plan Jaén de infausto recuerdo. Su origen tal vez haya que buscarlo en la entrevista que mantuvo el entonces gobernador civil y jefe provincial del Movimiento, el santanderino Felipe Arche Hermosa, con el Caudillo, Francisco Franco, que frecuentaba el lugar de Arroyovil, en la cercana Mancha Real. En uno de los encuentros protocolarios, la autoridad provincial informó sin rodeos de la situación en la que se hallaba Jaén, con la rémora de varias malas cosechas de aceituna, un tercio de la población en edad laboral en paro, especialmente en el sector de la agricultura, a lo que se añadía la falta de viviendas y, más aún, el alto índice de analfabetismo.

Se cree que tan drástico diagnóstico fue lo que hizo clamar a Franco esa frase que ha quedado para la historia: Jaén me quita el sueño. Desde entonces nos sigue sorprendiendo el insomnio de una clase política que no ha acertado en dar a esta tierra las respuestas adecuadas. Tan larga está siendo la espera.

Llegó el Plan Jaén, en efecto, siguiendo la estela de su homónimo Plan Badajoz, cierto que con más pena que gloria, con más propaganda que realidades para provocar el cambio de la provincia. A pesar de todo se organizaron manifestaciones de agradecimiento a lo grande, Franco vino en varias ocasiones a darse baños de multitudes, esta operación sobre todo propagandística, dio alas al régimen, de hecho alguien desde dentro lo manifestaba de esta manera, dirigiéndose al Generalísimo: “Y he aquí que por siglos preterida y olvidada, con referencia a la provincia, su angustia tuvo un hueco en vuestro corazón”. Jaén siempre agradecido y subyugado con el poder.

El Jaén de entonces, como el de ahora, como el de cada momento, tenía sus personajes imprescindibles, que eran los que ostentaban o detentaban el mando, según se mire. A saber, el gobernador civil y jefe provincial del Movimiento, que era a la sazón el citado Felipe Arche Hermosa, curioso personaje que ha tenido en su recuerdo un parque y un ferial, que era el prohombre del régimen. La responsabilidad de la Comandancia de la Guardia Civil recaía en el teniente coronel Luis Marzal Albarrán, celoso de su tarea hasta el extremo, terror de los marxistas jienenses y artífice de la aniquilación del maquis en la provincia, con una página especialmente significativa y siniestra como fue la muerte de Cencerro, mítico guerrillero que había luchado tenazmente contra el franquismo.

Otro personaje de aquel momento histórico de Jaén era el obispo, el ilustrado salmantino don Rafael García y García de Castro, que junto al Cabildo Catedral le dieron valor y prestancia a la reliquia del Santo Rostro, Santa Faz por cierto, profanada al inicio de la guerra civil, recuperada después y entregada por el propio Jefe de Estado a las autoridades eclesiásticas jienenses. A García y García de Castro, que de Jaén marchó a Granada como arzobispo, le sucedió el cordobés don Félix Romero Mengíbar, un orador de merecida fama, al que Juan Eslava retrata en su libro “El Mercedes del Obispo y otros relatos edificantes”, donde describe con ácida ironía la vida de Jaén en el tiempo que nos ocupa.

En cuanto a los alcaldes de Jaén en la década fueron Alfonso Montiel Villar, Antonio José García Rodríguez-Acosta, un periodo breve de meses de Pío Aguirre Rodríguez, y José María García Segovia, y el presidente de la Diputación, un ilustre médico, don Juan Pedro Gutiérrez Higueras. De todos ellos, Alfonso Montiel forma parte de acontecimientos que conectan en la novela la vida de la ciudad con la política, pero sin duda el más destacado de los regidores de la década fue García Rodríguez-Acosta, jienense que gozaba del aprecio de Franco y que hizo brillante carrera política. Objetivamente, visto con la perspectiva histórica, fue un buen alcalde, que gestionó desde finales de 1955 hasta 1958, y que entre otras obras hizo el Paseo de la Estación y le dio prestancia a La Carrera, y la ciudad en justa correspondencia le honró con su medalla de oro y el título de hijo predilecto. En cuanto al también citado Juan Pedro Gutiérrez Higueras, nacido en Alcaudete, médico, jurista y político, que había sido alcalde de Jaén, presidió la Diputación Provincial desde 1949 hasta 1958, y a él se debe, a título de ejemplo, el impulso para la creación del Instituto de Estudios Jienenses y del Sanatorio Psiquiátrico Los Prados. También fue distinguido con la medalla de oro y el título de hijo adoptivo.

Al margen de los nombres, algunos de los cuales estoy seguro de que les sonarán a muchos jienenses, en aquel tiempo de los cincuenta despertaba un especial entusiasmo el Real Jaén, en su antiguo estadio, el viejo cascarón de La Victoria, como le llamaba el recordado Fernando Arévalo, equipo que para gozo de la afición, llegó a la cumbre, la Primera División, que supuso, en tiempos difíciles, una inyección de orgullo y autoestima para la ciudad y exhibido por el poder como otro logro eufórico que sumaban al sueño del Plan Jaén. Aunque no todo fue de color de rosa en el club que defendía los colores locales, también se vivieron etapas más o menos convulsas, como ha ocurrido cíclicamente. En ese Jaén al que me refiero, con una ciudad que estaba por encima de los 61.000 habitantes, ocurrían hechos, por ejemplo se ampliaba el sanatorio del Neveral bajo la dirección del doctor Luis Sagaz; se inauguraba el nuevo ferial bautizado con el ya señalado nombre de Felipe Arche; abría sus puertas la nueva iglesia de Cristo Rey; se levantaba la Comandancia de la Guardia Civil en su actual ubicación, era una realidad el recordado cine Lis Palace, también el Palacio de Justicia, y, el 16 de mayo de 1957, era inaugurada la Residencia Sanitaria del Seguro de Enfermedad, bautizada con el nombre del Capitán Cortés, como homenaje a un nombre representativo del bando victorioso en la guerra civil.

En aquel Jaén de los 50 había un grupo importante de jienenses que se formaban en la Universidad de Granada, que era un germen de conciencia política y social, muchos paisanos estaban pegados cada noche a las emisoras extranjeras o clandestinas, como La Pirenáica o Radio París, se degustaba la mítica cerveza El Alcázar, por desgracia desaparecida,  había establecimientos tan señalados como el Ideal Bar, Los Corales, el hotel Rey Fernando, el café bar San Francisco, el Manila, el Marfil… destacaban las actividades culturales del Casino de Artesanos, y con respecto a la Real Sociedad Económica, la década no fue la mejor de su larga historia, empezó a decaer la actividad, superó muchas dificultades, pero llegó un momento en que desapareció, si bien por fortuna aquello es hoy solamente un vago recuerdo en una trayectoria tan fecunda para la vida cultural jienense.

En fin, pasaba la vida en una capital que discurría con una impronta, Jaén era afecta a Franco y así se le consideraba con todas las excepciones que corresponda hacer notar en aquella sociedad provinciana, en la que a muchos jienenses les fue muy bien y a algunos bastante mal. En realidad como en todos los periodos históricos.

El autor del libro, Cristóbal López Carvajal, aborda todos y cada uno de los hechos que relata con total objetividad, no hace concesiones gratuitas y en todo caso es el lector el que aprecia, casi al final, el culto por el que considero principal protagonista, el doctor Federico Castillo. Reconozco que me ha transmitido a través de la trama de esta novela tan real la admiración tanto por la persona como por el personaje.

Otro nombre propio que da mucho sentido a este libro, es el de Antonio Calvo Perea, un tipo variopinto, presidente del Real Jaén, una leyenda, un hombre de éxito aclamado por la afición, populista, estrechamente vinculado a los jerarcas poderosos de la ciudad pero también cercano al pueblo llano, concejal, apoderado en Jaén de la firma de origen vasco, Mazola S.A., sociedad dedicada al almacenamiento y venta de aceite a granel, que fue una celebridad, con una espléndida posición social y económica, un hombre carismático y apreciado, hasta que la suerte le dio la espalda, a cuenta de irregularidades en una gestión en la que se mezclaron los negocios del aceite con la mala administración del club de fútbol, y empezó su calvario por cárceles y por horas amargas para él y su familia, que acabaron de una manera trágica, con un drama humano, en enero de 1967.

Y por encima de todo y de todos, la figura de un hombre serio, huraño, pero al tiempo cabal, comprometido, y sin duda el comunista más respetado que por entonces había en Jaén. Miembro de una familia numerosa de gran raigambre, su padre, el también médico doctor Castillo Extremera, era muy considerado en el ámbito sanitario, aunque su compromiso social iba más allá, además de profesional de la medicina era dramaturgo, propietario del teatro El Norte, responsable provincial de Izquierda Republicana, diputado a Cortes y presidente de la Diputación en 1936. Su madre y esposa del anterior, Dolores García-Negrete, se volcó con la causa republicana a la temprana muerte de su marido por un cáncer de garganta, y lejos de que el franquismo respetara su intachable reputación, su labor humanitaria en la retaguardia o su condición de mujer, tuvo el peor final posible, fue otra víctima más de la sinrazón. Los desastres de aquella guerra fratricida que causó tanto dolor en ambos bandos.  

Es fácil llegar a la conclusión de que Castillo hubo de sobrellevar la angustia por los duros golpes de la represión hacia lo más querido para él. Su lealtad a la causa le costó la pena de muerte, luego conmutada, pero años de cárcel y de exilio de su tierra. Al regreso a Jaén, para seguir ejerciendo su profesión, no le resultaba tarea fácil el contacto con sus camaradas, para quienes tanto significaba. Esto lo conocía bien el régimen que le tenía cercado, tanto a su persona como a su condición de médico. Pese a todo, tanto en su consulta como en las visitas a domicilio para asistir a enfermos, le daban oportunidad de encontrarse con algunos de los suyos y recibir información del partido, especialmente el “Mundo Obrero”, que le hacían llegar puntualmente.

El reputado médico, al que se rinde este homenaje en “Lirios Marchitos”, sufrió la muerte de algunos compañeros y él mismo falleció a los 53 años, el día 9 de octubre de 1959, luego de soportar largo tiempo una salud muy frágil. En sus últimos momentos todavía presagiaba, a pesar de los cambios que se atisbaban en el horizonte y que están reflejados en múltiples encuentros y consignas del partido comunista, como la célebre movilización en la jornada de reconciliación nacional, de mayo de 1958, que la lucha contra la dictadura sería una batalla muy larga, como así sucedió.

El entierro de don Federico fue todo un acontecimiento en el Jaén de finales de los cincuenta. Arropado por el pueblo. Como dice Machado, “en España lo mejor es el pueblo. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva”.

Me ha sorprendido el final de esta obra, ahora sí es el autor, Cristóbal López Carvajal, en primera persona, a quien supongo henchido de gozo y con la satisfacción del deber moral cumplido. Escribe: “Las nubes erráticas que ensombrecían la mañana, -se refiere a la del entierro de don Federico-, se alejaban a toda prisa permitiendo un destello de luz que devolvió al corralillo la calidez natural negada por el fanatismo y la intolerancia de los hombres”.

Un libro recomendable, bien escrito, sin sectarismos, es decir, riguroso, y que tiene el valor de dibujar con destreza el paisaje y el paisanaje de un tiempo duro y difícil para Jaén, al tiempo que nos transporta a otro tiempo y a otra ciudad que nos llena de nostalgia porque con sus fortalezas y sus debilidades es la nuestra, la queremos, y no hay ni habrá otra mejor.

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