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Es toda una aventura desvirgar, mecido en el trapecio del tiempo, la cuarta novela de Emilio Lara, y aspirar con deleite el sugestivo aroma de sus caracteres impresos tan solo hace mes y medio, hojeando las páginas, en íntima liturgia, analizando, con emoción contenida, los detalles de la portada y las guardas. Intuir su contenido nuclear del que tengo algunas claves que me ha facilitado el autor, aunque siempre me deja espacio para acceder al meollo de la obra, a sus claves simbólicas, por mis propios medios. Tener en las manos una novela de Emilio, mi amigo, es como soñar despierto; emprender una nueva ruta de la seda interior, atravesando estepas cordilleras y desiertos para alcanzar mundos lejanos y exóticos. Un viaje interior al compás de su pluma, cuyo periplo, finalmente, recala en ti, porque las verdades auténticas tan solo están en lo más recóndito de nuestro ser, y escritores de raza como Emilio nos las revelan, con precisa sincronía, rescatándolas del olvido.

Leer es una odisea del espíritu. Es acometer mil existencias antes de morir. La lectura es un liceo de enseñanzas aprendidas con  supremo placer. Es encontrar verdades auténticas que jamás podrían alumbrarlas la cáfila de zafios chalanes que, como vulgar señuelo de uso interesado, vocean su mediocre y falaz mercadería —so pretexto de cambiar el mundo—, por ágoras, tribunas y estudios de televisión, sino tan solo atender a esos magos de la palabra que despiertan en ti el íntimo deseo de zambullirse en las aguas procelosas de tus cuartos trasteros inconscientes, esos que hace tiempo no ven la luz del sol, cuando guardan toda la luminosidad del Universo; y allí encontrar tu verdad más auténtica, aunque a veces sea desgarrada y sorprendente. Tan solo me interesan ya esas personas que  ayudan a que renazca tu mirada interior. Allí está todo. Hay que armarse de valor y emprender una búsqueda espeleológica por tus cavernas insondables. Seguro que de sus profundidades, si el periplo es ordenado, paciente, imaginativo, esperanzado, sales con un gran tesoro vital, con un espléndido renacimiento del alma. Y eso lo consiguen revelar en, mistérica epifanía, ciertos escritores con sus obras. Prenden tus luces interiores, de ordinario mustias, carbonizados sus pabilos por falta de uso.

Emilio ha escrito otra novela; una nueva entrega literaria que será un regalo para mi biblioteca. Un libro convertido en centinela de sueños renacidos. Un latigazo de vida interior, de disfrute inefable. Lo he comprado en papel. Ya es mi amigo para siempre. Hace unos días leía una entrevista con Sánchez Dragó en la que se sentía hastiado de que le preguntaran tantas veces su opinión sobre el libro digital. Su contestación podría haberla dado yo. Un  libro digital, decía el soriano, carece de alma, con él no se puede soñar, la imaginación queda estéril ante el reclamo frío y mecánico de las letras que corren en la pantalla. Tiene razón el impenitente y voraz lector, el personalísimo escritor, el genial traductor de las novelas de Maigret, el hombre osado, siempre inquieto alumbrador de tesoros ocultos. Un libro digital, no tiembla estremecido en las manos al compás de tu pulso venoso, no huele a tiempo vivido, no exhala poesía, no despierta los sueños, no pueden pasarse sus hojas con ternura infinita, no puede ser acariciado con deleite, no puede estrecharse contra el corazón, no recoge las lágrimas, pues resbalarían indiferentes por la gélida pantalla. Es decir, carece de vida. No hay nada más que un desolador vacío en él. Por otra parte, cansa la vista y produce rechazo estar mucho tiempo frente a sus hirientes caracteres; al menos eso dicen muchos oftalmólogos. La Naturaleza es sabia. La pantalla está bien para un rato de escritura, para hacer una consulta apresurada, pero no es válida si quieres vibrar al compás de una buena historia.

El libro bulle de energía vital, es compañero de momentos trascendentes, se hace un hueco en tu corazón, ocupa un lugar entre tus efectos personales, languidece a tu vera y, por fin, muere a tu lado, cuando llegue el momento de tu partida, para entonces caer en unas nuevas manos que temblarán al comprobar su provecta y amarillenta ancianidad, sus marcas de óxido, sabiendo que por sus páginas han desfilado otros ojos que accedieron a tanta belleza y misterio, a tanta aventura del espíritu, a tanta enseñanza cautivadora, como ellos en ese momento volverán a descubrir en él. Y será releído con ansiedad en el tibio ocaso, o en el hechizado conticinio de la madrugada, experimentando su afortunado nuevo dueño  idénticas sensaciones a las que sintió su prístino propietario. Un libro es un árbol genealógico de emociones similares reencarnadas en el tiempo.

Emilio Lara revela de su persona en esta novela quizá más que en ninguna otra, porque un autor, aunque no lo pretenda, siempre está hablando de sí mismo, por imaginarios y distantes a la realidad que sean los personajes que gesta su mente. Pero yo he podido descubrir claves vitales, personales, actuales, de mi amigo diseminadas aquí y allá, que ya conocía en él de antemano. Da igual que el paisaje novelado se sitúe en territorio londinense, o aparezca Madrid en algunas de sus páginas. Está mi amigo Emilio sublimado sutilmente en varios de los personajes de la obra tan delicadamente trazados. Están sus recuerdos, sus aprendizajes, su memoria íntima, su experiencia vital en muchas de las páginas del libro. Y no puede faltar su homenaje a nuestro resignado e impotente Jaén que se pone de manifiesto, con las churumbelerías del maestro Cebrián, o el ameno personaje de Nono Chilanco —¡qué apodo tan jaenero!, que me proyecta a radiantes horas del Ángelus de mi juventud abrumado de sol cenital sumergido en unas pozas de aguas gélidas rebosantes de mansas culebras, allá por nuestras torrenteras encañonadas entre calizas jurásicas—. Por otra parte la historia engancha desde un principio, lo que hace prolongar el tiempo de lectura y la atención lectora, al no querer dejar de atender línea alguna, sobre todo en lectores avezados que, en libros mediocres, tienden a saltarse párrafos pues, por intuición de muchos años, saben que no añadirán nada nuevo a la lectura. Pero en esta novela nada puede dejarse pasar. Ni una sola palabra. Sería imperdonable.

Son varios los temas de la obra de Emilio. Desde el trato a los animales, en el que los españoles siempre hemos sido bastante precarios, no así los ingleses, hasta la solidaridad férrea que se establece entre las gentes en tiempos dramáticos, y la resurrección del espíritu de hombres y mujeres que, en situaciones extraordinarias, afloran lo mejor de sí mismos viviendo intensamente, de una forma lejana a ese letargo lagártico del que muchos hacen la mayor parte de su existencia. Decía Tolstoi que tan solo despertamos cuando nos enamoramos. Yo añadiría, y cuando vivir se hace una peligrosa odisea que exige reunir las verdaderas fuerzas escondidas que normalmente no usamos, paralizados e inanes en una vida muelle y tantas veces dilapidada en vulgar y lúdica anestesia. Es una historia de lealtades inquebrantables, pese a las circunstancias, o quizá más bien a causa de  ellas. Un relato que pone de manifiesto la intrincada red de nuevas conexiones que se establecen entre los seres humanos ante situaciones adversas, que jamás podrían trazarse  en una existencia sin espasmos, conmociones vitales ni alicientes. Por otra parte, los avatares de la contienda mundial que afectaron a la población londinense están magistralmente descritos, como no podía ser de otra forma en un historiador de sus múltiples conocimientos, y de su enorme y eficaz capacidad de documentación sobre cualquier tema, que hasta para eso hay que ser sabio, inteligente, intuitivo…

Y, por encima de todo, los personajes parece muchas veces que abandonaran las páginas de la novela para convivir a nuestro lado; laten con fuerza, están vivos, son reales, nos parece conocerlos desde siempre, y, mientras leemos las últimas páginas nos duele separarnos de ellos y quisiéramos que se materializaran eternamente en nuestra existencia real, y así poder seguir el decurso de sus vidas, por prosaicas que pudieran convertirse a partir de ese momento. Hasta el propio autor siente perder el contacto con sus personajes, por lo que nos habla de ellos en la nota que pone final a la obra aprovechando el momento para identificarse con algunas de sus características, como si no lo hubiera hecho ya con generosidad a lo largo de la novela.

Y, por si todo esto fuera poco, Emilio es un escritor que atrapa al lector. Tiene gancho, magia, luz. Dice nuestro filósofo vasco Fernando Savater que hay escritores con encanto, con esa capacidad de seducción, de conexión inmediata que arrebata y hace temblar. Desde luego el encanto nada tiene que ver muchas veces con el genio, ni con la perfección formal, ni con la    erudición, la capacidad de innovación, o la profundidad, ni nada parecido. El encanto de un escritor es esa misteriosa y certera  fuerza que fulmina al lector como el rayo de una tormenta. Una verdadera adicción desde la primera página; una necesidad de leer sin descanso cada obra que publique, en estado alucinado y ansioso hasta el punto y final. Y no es que a Emilio le falte genio, ni otras cualidades literarias de las que está sobrado, pero es, en una primera impresión, un escritor que rebosa de ese encanto que lo convierte en imprescindible, en anhelado, en evocado. Eso es el encanto; una  conexión tan difícil de establecer con el lector a veces, que este abandona hastiado obras que bien merecieran su atención hasta el final, pero devora con ansiedad las obras de estos escritores mágicos, seductores, cautivadores. Hay escritores intelectuales como Thomas Mann, o Aldous Huxley, genios como Goethe o Tolstoi, artistas introspectivos como Proust, pero hay otros con un encanto inmediato, con un poder de sugestión irresistible que arrastra sin poderlo evitar. Son centenares de ellos, como Robert Luis Stevenson, Dickens, Chesterton, Julio Verne,  Robert Graves… por citar solo algunos de los que así me lo parecen y, por supuesto, nuestro Emilio Lara al que tantas historias le quedan por contar, y tantos paisajes históricos y anímicos le restan por recrear con su lúcida mente, su notable estilo literario, y la incomparable fuerza de su imaginación desbordada para componer con maestría historias que conmueven y no dejan indiferente a nadie. Así es Emilio, y aún es más cosas que me guardo para posteriores ocasiones en las que tendré que hablar de él, y no solo con cariño de amigo, sino desde el punto de vista de un lector inveterado como yo, que piensa que la mejor herencia que un ser humano pueda recibir en su  infancia es el temprano aprendizaje de la lectura.

Su novela es muy actual, porque no podemos olvidar que las novelas históricas de Emilio, aún situadas en otro plano temporal —pero, ¿es que existe el tiempo?—, y tal como dice Scott a Mauren en un momento de la trama, “hablan del presente a través del pasado”. Y ese presente lo seguimos en cada momento y situación del argumento, aunque esté pensado para una época histórica concreta. Porque muchas situaciones son plenamente aplicables al momento que vivimos, con el que los personajes y las situaciones descritas establecen unas conexiones de sincronicidad sorprendentes, como si unas y otras hubieran salido del propio inconsciente colectivo.

El libro está repleto de alusiones a una de las más notorias pasiones emilianas; el cine. Y así desfilan ante el lector nombres ilustres como Bela Lugosi, Charles Laugthon, John Ford, Clark Gable, Orson Welles, Bette Davis, Harold Lloyd…, y a detalles de la vida cotidiana inglesa con una exacta precisión en cuanto a tiempos solares, setos y jardines, estaciones del año,  esayunos y meriendas en cualquier cocina hogareña, o en un salón con vistas a la glauca campiña, ternos femeninos, costumbres consuetudinarias de la vida inglesa del momento…

Otra característica de nuestro autor es incorporar personajes históricos en el argumento de sus narraciones, y así veremos aparecer al tartamudo, pero eximio, rey Jorge VI, o al eminente Winston Churchill —tan admirado por Emilio—, con el que el monarca estableció tan cercana amistad. O, al duque de Alba, Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, embajador ante el Reino Unido en aquel tiempo, o al cartagenero Ramón Serrano Suñer, hombre fuerte del régimen de Franco, cabeza pensante, en esos años, quien  mantiene una apasionante conversación, que podría haber sido perfectamente real, con Eberhard von Stohrer, el embajador alemán en un capítulo de la novela. Son retazos de enseñanza histórica que nos hacen contemplar a figuras míticas como si fueran parte de nuestra cotidianeidad, lo que resulta un acicate añadido a la novela que siempre resulta gratificante para el lector.

Y los personajes trazados con mano maestra tienen en esta novela mucho que decir. Hay que estar muy pendientes de sus palabras porque dictan soluciones a claves escondidas, quizá a veces de manera inconsciente, pero resulta conmovedor tirar del hilo para desenrollar la madeja, sobre todo las personas que conocemos bien a nuestro escritor, y hemos charlado con él en muchas ocasiones de todo lo humano y divino, de todo lo prosaico o abisal.

Duncan, el fox terrier al que iban a sacrificar, trasunto de Guido el perro de idéntica raza que tuvo hace años la familia de Emilio. Aún recuerdo en el año 96, cuando nos visitaron en la primera casa de campo que tuve en parajes villariegos, la entrada a mi propiedad del nervioso animal. Cruzó el jardín a velocidad de vértigo y se tiró a la piscina sin pensarlo, como un Mark Spitz redivivo, ante la sorpresa y angustia de Ana, la madre de Emilio y mi mujer que corrían desesperadas para sacarlo del agua, mientras mi Bobtail, Lupo, sentado sobre sus cuartos traseros en decidida e impasible quietud, contemplaba la escena con gesto escéptico convencido del atrabiliario y sorprendente carácter de los perros urbanos.

La pareja Scott- Maureen conmueve, cuando podemos comprobar cómo va tejiéndose una íntima red  de cambiantes y sutiles afectos entre ellos en las más trágicas e imprevistas circunstancias. Y Jimmy, el niño doliente ante la inmolación de su perro, que lucha por rescatarlo de la inyección letal a riesgo de su propia integridad, para adueñarse del hálito primordial de la novela al reconvertir al fiel animal en ángel salvador de tantos humanos atrapados entre los escombros producidos por los crueles bombardeos alemanes. El listo animal es vertebrador de la trama, late en el decurso de aquella historia, real y conmovedora, novelada con ingenio supremo por Emilio; el holocausto de casi tres cuartos de millón de animales, para evitar la carencia de alimentos, que de inmediato al ser conocida por el autor decidió diseñar una historia en torno a ella. Y qué decir de Jimmy personaje en el que tantas cosas ha puesto de él mismo —quizá hasta de forma inconsciente—, mi amigo Emilio, para el que, usando sus propias palabras, “hay amores que no conocen la estación de las hojas caducas”.

He leído y releído la novela, anotado sus márgenes, subrayado muchos de sus pasajes, y me ha hecho cerrar los ojos en muchos momentos, para recrear lo leído, soñando despierto, y buscando en mis sueños variantes de la trama, tal es la capacidad de seducción que ha ejercido sobre mí. Y me ha conmovido la historia de amor, gestada entre el estallido de las bombas y los gritos y ayes de dolor, que va abriéndose paso con fuerza entre Scott y la pelirroja Maureen. Una historia que según confiesa la protagonista había sido precedida de una preparación anterior que había durado hasta el momento de conocer a ese amor esperado. Así es. Muchas veces la vida nos prepara, en árido noviciado de años, para encontrar aquello que necesitábamos, pero presentíamos con fuerza. Porque, como dice la protagonista: “nada hay más triste que los amores sonámbulos, los que pasan por nuestra vida sin que apenas nos demos cuenta”. Es el destino, la misteriosa complicidad sincrónica que todo lo rige sin que apenas nos demos cuenta. Porque nada hay casual en la existencia. Todo es causal, y, con los años cada vez lo comprendo mejor. Es como si el Universo se pusiera en un momento de acuerdo para materializar aquello que había estado diseñado desde el principio del Tiempo para que ocurriera. Pero para ser posible este encuentro, la vida debe ser vivida intensamente, con los cinco sentidos alerta, despiertos, lúcidos, y en tensión máxima, pues estando dormido tan solo se cae en un perpetuo sonambulismo que te aparta de cualquier posibilidad que te correspondiera, como no sea una languidez destructiva.

Emilio Lara López es mi amigo querido, y un grandísimo escritor que no ha hecho sino comenzar su carrera. Es un orgullo para  nuestro Jaén dormido, un acicate de la imaginación para esta tierra venerable que duerme el sueño de Blancanieves esperando a un príncipe ilusorio que jamás llegará si sus habitantes no salen de su cómodo sopor y luchan por un futuro luminoso. Mientras tanto estaremos orgullosos de contar en la ciudad con un narrador  como Emilio, que vocea sin descanso su nombre y ya forma parte del patrimonio cultural colectivo de esta tierra de tantas posibilidades, y tan ralos logros. Emilio Lara es patrimonio jaenero. Aquí nació y formó su espíritu. Jaén está en cada poro de su ser, y aprovecha cualquier ocasión para vocearlo. Jaén está impresa en él. Y nosotros, los que somos jaeneros y amigos suyos estamos orgullosos de él. Porque lo queremos, y, porque es un magnífico escritor, centinela de nuestros mejores sueños.

Foto: Emilio Lara, en su cuarto de trabajo.

 

                                               

 

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