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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Apenas puse mis pies en Jaén, sabía que me iba a pasar el resto de mi vida en esta milenaria urbe. Aún me pregunto qué es lo que tiene esta ciudad; te atrapa, te envuelve, te lleva tan adentro que al final quieres morir entre sus dominios. La hermosura de sus monumentos, así lo atestigua.

Nací en Málaga. Abandoné el frescor de sus aguas y partí a esta tierra de leyenda, donde Dios acunó su rostro para que fuera adorado por su gente. El viaje lo hice por el camino viejo de Granada, atravesando la Sierra Sur. Mis ojos se alzaban deslumbrantes al contemplar sus valles, sus encinas y quejigos; era verdaderamente como cantaba el poeta, una sierra de cuento. A mi alma cristiana había llegado la leyenda del Nazareno de Jaén. Necesitaba ver su rostro, admirar la belleza morada de la que tanto se hablaba en la alta Andalucía y en la Mancha; hasta el Levante llegaba el encanto de Jesús, así lo llamaban los jaeneros.

El Jaén del siglo XVIII en el que me tocó vivir, combinaba los nuevos aires ilustrados con las luces reveladoras del catolicismo: la simbiosis era tan perfecta, que durante este siglo la vida del jaenés mejoró notablemente.

La vida religiosa de la ciudad era verdadera como el Santo Rostro de Cristo, que por primera vez descubrí en ese impresionante relicario que es la Catedral. El corazón derramó sus lágrimas al contemplar la gran Seo. La obra del maestro Vandelvira era la auténtica casa de Dios en la tierra. Entre sus naves el devoto estaba en íntima conexión con el Padre, con el Creador.

No os asustéis, pero estoy muerto, mi alma ya está en el cielo. Pero he bajado a esta tierra a desvelaros un secreto. Todavía no os he dicho quién soy, tened paciencia, con calma os iré contando parte de mi vida. Me casé con una dama de Jaén, tuve bastantes hijos, a todos les di una esmerada educación; fui, pues, bendecido por la fortuna.

Mi taller estaba entre el campillejo de Santiago y la plazuela de San Bartolomé, en una casona propia del siglo XVIII. Su portada no era ostentosa. En el interior, un patio hacía las delicias de mis hijos y en el centro una fuente regaba un huerto. Tuve la suerte de recibir numerosos encargos y así, de forma definitiva, decidí pasar mis últimos días en este lugar. Imagino pues que ya sabréis quién es este que os habla; soy José de Medina, autor de la talla del Cristo de la Expiración. Soy yo el que lo hizo y no el gran Martínez Montañés. Durante un tiempo pensasteis que tener una obra del gran artista de la madera os daría más fama. Menos mal que rectificasteis e hicisteis otros estudios más rigurosos y finalmente disteis conmigo. Sí, soy el creador del gran Cristo Expirante de Jaén.

Siempre habéis preferido lo foráneo a lo vuestro, ese es vuestro defecto y vuestra maldición: en Jaén, desde tiempos antiguos, tenéis los mejores artistas, pero vuestros insensibles ojos no son capaces de ver la luz de sus obras.

Duermen las estrellas, estoy en un lugar que no sabría describiros, el sitio donde me enterraron ya no existe: la iglesia de Santiago ha desaparecido. Sentado en un banco de su cantón, paso mis últimas horas antes de ascender al cielo para estar eternamente con mi Padre. A mi memoria, en la quietud de esta madrugada, viene mi mejor recuerdo que nació y arraigó en esta tierra olivarera: atardecía, terminada mi jornada laboral en la catedral vandelviriana, janeaba por las estrechas calles de mi querido Jaén, el olor a azahar impregnaba la noche; la cuaresma se acercaba.

La luz de los faroles era muy débil y las sombras se ocultaban tras las esquinas. Alivié el paso, me esperaban los míos para cenar, pero antes de llegar a mi destino, en la hoy conocida como calle Josefa Sevillanos, alguien tiró de mis ropas y detuvo mi marcha: su tez era tan bella como la del mismo Dios, el pelo largo y negro como el ébano y en sus ojos se reflejaba la luna.

Al principio sus intenciones eran negras como la noche. Conseguí zafarme de él y escapar hasta la plaza de San Bartolomé, donde nuevamente consiguió darme alcance. Contemplé otra vez su belleza; su mirada era aterradora, parecía pedir perdón por tan innoble acto, pero la necesidad apretaba. Antes de que lo acometiera, sabiamente, le propuse un trato. Asintió y ambos nos separamos, el pacto fue entre caballeros. Amaneció pronto. En la puerta de la casona estaba él esperándome.

Por fin, había encontrado la tez del Cristo de la Expiración.

(Primer plano de la imagen del Cristo de la Expiración. Foto: ANTONIO MÁRQUEZ VALENZUELA).

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