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Por IGNACIO VILLAR MOLINA / Si tuviéramos que elegir una expresión que resuma y defina en una sola palabra la situación económica actual, no cabe la menor duda, al menos en mi criterio, que acertaríamos si optamos por el término INCERTIDUMBRE. Su significado, en este caso, referido a la economía, refleja textualmente un estado que surge cuando los agentes económicos no pueden calcular o evaluar la posibilidad de escenarios futuros de la economía debido a la carencia de información respecto a eventos externos a nosotros mismos cuya solución escapa, en parte, a nuestro control y a nuestras posibilidades, y que, por otro lado, puede generar un grado de riesgo implícito que puede influir en nuestras decisiones de todo tipo, e, incluso, un temor a que se produzcan efectos no deseados.

Uno de los índices más acreditados para medir el grado de incertidumbre económica es el elaborado por el IESE BUSINESS SCHOOLL. El dato recientemente publicado relativo al mes de marzo muestra cómo su nivel ha escalado hasta los 157 puntos, dentro de una escala comprendida entre 0 a 200, registro que, aparte del punto álgido de la pandemia, no se anotaba desde 2011. La inflación, el precio de la energía, los problemas de suministros, las dudas sobre las políticas monetarias de los bancos centrales y, cómo no, de forma preeminente, la situación bélica actual en Ucrania, están provocando esta escalada de esa sensación incierta.

Efectivamente un grado de incertidumbre elevado genera una reacción emocional que puede inducir a posponer decisiones de todo tipo, con especial incidencia en la confianza de empresarios y hogares. Así aspectos como el aplazamiento de nuevos proyectos o ampliación de los ya existentes, abortar el incremento de una proyección exterior, mayor aversión al riesgo, reducción del precio de los activos, aumento del ahorro precautorio, que, como ya hemos observado durante la pandemia, tiene un efecto tan determinante en el consumo, pueden amplificar los efectos de la crisis y frenar la actividad económica y la creación de empleo.

Ante este escenario, atacar las razones fundamentales que sustentan la incertidumbre debería ser la mejor estrategia para atenuar su impacto negativo en la economía. Sin embargo la aplicación de esas estrategias está limitada por la propia naturaleza de las causas que han impulsado este grado de incertidumbre, especialmente porque escapan, en su mayor dimensión, de nuestras propias posibilidades para implementar las medidas necesarias como es el caso más claro de la deseada finalización del conflicto bélico.

Similar dificultad puede entrañar el control del alto nivel inflacionario actual, una de las más destacadas variables que influye en la actividad económica, ya que los principales componentes que han propiciado esa escalada han sido los precios de la energía, cuyo incremento, desde su inicio, ha puesto de manifiesto, por unas u otras razones, la incapacidad de los estados para interferir en los precios de origen, aunque es verdad que sus efectos no hayan tenido la misma incidencia negativa por igual en todos los países.

Así, por lo que respecta a España, donde el último dato conocido ha roto registros no vistos en 38 años, aunque la inflación subyacente permita abrigar ciertas esperanzas de una reducción en los meses próximos si se reconducen los precios de la energía, según el consenso del grupo de expertos del observatorio económico del periódico Cinco Días, se insiste en aplicar medidas paliativas que se pueden resumir en tres grandes apartados. La primera de ellas pasa por abordar un urgente proceso de desindexación de la economía española, que comience por el sector público, en todo lo que se refiera a actualización de prestaciones contributivas y de salarios de funcionarios, entre otras partidas, y que incluya también al resto de agentes económicos mediante un pacto de rentas, es decir, un serio compromiso de contención de costes en todos los órdenes con el fin de impedir que el alza del IPC acabe contaminando al conjunto de la economía. En segundo lugar, según este observatorio, España debería aplicar una política fiscal “quirúrgica” capaz de respaldar a los sectores estratégicos más dependientes de la energía, así como apostar por invertir en políticas renovables y ajustar el gasto público. Y, por último, que el BCE module cuanto antes una política monetaria firme y dirigida a poner freno a la escalada de costes, lo que exige afrontar una subida de tipos que pueda enfriar la actividad económica, pero que no genere una crisis de deuda soberana, algo que sólo podría implementarse con la condición de disponer de un mecanismo de apoyo a los países más vulnerables y endeudados, ni suponga ahogar la incipiente recuperación económica.

En mi criterio, si bien estoy de acuerdo con las líneas generales de los precedentes criterios de los expertos, estimo que, en principio, no se debería incluir, al menos de forma íntegra, la reducción del gasto público en la desindexación de las prestaciones contributivas y en el salario de los funcionarios, sino más bien poner todo el énfasis en aplicar un estricto programa de mejora de la eficiencia del gasto público. No deberíamos pedir esfuerzos adicionales a estos colectivos para redundar más en la merma de su capacidad adquisitiva, ya esquilmada por los altos niveles de inflación, cuando estamos comprobando la absoluta prodigalidad con que se sigue empleando el gasto público.

En este sentido conviene recordar que el Instituto de Estudios Económicos ha presentado un informe en el que subraya que España podría reducir su gasto público un 14%, lo que supondría un ahorro de 60.000 millones de euros, sin merma del nivel de los servicios públicos, si lograra mejorar su eficiencia hasta alcanzar niveles similares a los de la media de la OCDE. En este ranking España figura en la posición 29, en la zona media baja de la clasificación, cuando la media de los países de la UE se sitúa en 98.6, y en 100 puntos la de los de la OCDE, según el índice elaborado por el propio IEE.

Foto: Revista Análisis Financieros.

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