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“La agricultura es la profesión propia del sabio, la más adecuada al sencillo y la ocupación más digna para todo hombre libre”. Cicerón

El olivo es uno de los árboles emblemáticos de Andalucía, con el que se ha creado todo un imaginario relativamente moderno. Sin embargo, no siempre ha sido así. En provincias como Jaén o Córdoba, muy olivareras en la actualidad, su cultivo no estaba tan extendido hace cincuenta o setenta años. En sus campiñas había amplias extensiones de cereal y legumbres que ya han quedado en el recuerdo, en muchas vegas proliferaban multitud de cultivos antes de que los olivos ocuparan el espacio y en buena parte de los regadíos que surgieron de los correspondientes planes en los años franquistas, otrora convertidos en algodonales o cultivos de remolacha, ahora son también ocupados por el árbol de Atenea.

El árbol de Atenea, el olivo, era el don que hizo esta diosa olímpica a la ciudad de Atenas, para que fuera adoptada por sus ciudadanos como deidad tutelar. Y por ello fue aceptada Atenea por los atenienses, que valoraron mejor al olivo que al caballo, el presente otorgado por su competidor Poseidón.

Atenea era la diosa de la sabiduría, impulsora de las artesanías. Y su árbol, el olivo, cuyo aceite se utilizaba principalmente para alimentar las lámparas y los candiles, para iluminar en la noche, era considerado como símbolo de la sabiduría, precisamente porque con su luz ahuyentaba la oscuridad, tal cual hace la luz del conocimiento frente a las tinieblas de la ignorancia.

En el momento del año en el que la noche predominaba sobre el día, en pleno solsticio de invierno, el olivo ofrece su aceite para iluminar. Este vínculo del olivo con la sabiduría también se apreciaba cuando se utilizaba el aceite para señalar a los elegidos, a los ungidos, los que podían aportar luz.

Desde el inicio de la Historia, el olivo ha estado presente del lado de la cultura y de la civilización. No se tienen indicios del primer momento en que el olivo es domesticado, cultivado por el ser humano, pero está claro que tuvo que ser en una época muy temprana. Ya se encuentra al inicio de las civilizaciones más antiguas del Mediterráneo, y todos coinciden en atribuir a los fenicios su dispersión por los países ribereños del Mare Nostrum.

Y efectivamente, en nuestro territorio, en Hispania, hubo una producción importante de aceite de oliva desde hace milenios, generando un importante comercio hacia Roma. Desde entonces, el cultivo del olivo ha estado estrechamente asociado a la agricultura de nuestro país. Pero nunca ha estado tan intensa y extensamente cultivado como en la actualidad.

El olivo ha gozado de gran importancia simbólica y mítica en el pasado, y en la actualidad ese valor como símbolo ha dejado paso a un valor como emblema de la identidad de un pueblo. En torno al cultivo del olivo ha ido asentándose un fuerte sentimiento de orgullo, y el olivo ha entrado de lleno como icono de la identidad andaluza, la identidad jiennense, etc. Este proceso es muy reciente, tanto, que analizándose la etnografía de muchos pueblos y territorios olivareros, no se encuentran signos de un folclore sobre el olivo, que se correspondan con tanta relevancia como ahora está tomando la imagen del olivo en la identidad popular.

Este sentimiento de orgullo sobre el oro líquido, tal vez esté impidiendo ver con objetividad los problemas que vienen asociados al monocultivo del olivo, problemas de fragilidad de la economía y problemas ambientales.

La desaparición de extensas superficies destinadas a otros cultivos para ser ocupadas por el olivar ha traído un inmenso monocultivo en la provincia de Jaén y en buen parte de las provincias de Córdoba y Granada. Todos conocemos los problemas que tiene asociado un monocultivo: fragilidad económica, exceso de oferta, intensidad de inputs y de outputs (entradas y salidas de sustancias y/o energía) en determinados momentos.

Este nuevo lugar del olivo como emblema de una identidad, trae consigo una serie de tópicos que tampoco ayudan a apreciar los problemas que tiene el olivar. Definiciones como olivar tradicional o bosque humanizado albergan conceptos que no se ajustan a la realidad, y que inducen a valorar la situación del olivar de una manera errónea.

En la actualidad, a riesgo de ir en detrimento de la imagen romántica y secular que se ha instalado en nuestro imaginario, el olivar tradicional como forma de cultivo donde el agricultor pone en práctica sus conocimientos decantados por una práctica de siglos, no existe. En la actualidad hay plantaciones que sólo conservan de tradicional, en algunos casos, el marco de plantación de los árboles, pero con una intensificación de manejo que no tienen nada de tradicional; y el olivarero, en la mayoría de las ocasiones es un propietario, cuya profesión es otra diferente a la del agricultor, y cuyas decisiones están basadas en conocimientos que se incorporaron a la práctica de la agricultura en la modernización de los años setenta del siglo pasado, y que se relacionan con un empleo intensivo de herbicidas residuales e insecticidas y fungicidas y una eliminación casi obsesiva de todo lo que no sea el propio olivo.

La idea de bosque humanizado no deja de ser un eufemismo, porque la verdad es que en general el olivar se encuentra sometido a un intenso proceso de simplificación, donde desaparece el estrato herbáceo, elementos arbustivos que podrían subsistir en las lindes, por lo que de bosque solo tiene el hecho de ser un conjunto de árboles.

Me duele afirmar que algunos de los principales problemas ambientales de la provincia de Jaén, por ejemplo, se encuentran asociados a una mala práctica del cultivo del olivar. Por poner dos ejemplos, hay una alta tasa de erosión, de pérdida de suelo fértil, en las comarcas olivareras, motivada por una pésima gestión de las malas hierbas (derivada de tópicos, no de conocimiento); también existe, en determinados momentos del año, una liberación de grandes cantidades de sustancias fitosanitarias (herbicidas, fungicidas e insecticidas) debido a que, siendo un monocultivo, se hacen los mismos tratamientos fitosanitarios en unos pocos días en amplias superficies.

Pero hay una realidad en el olivar que sí está en la mente del olivarero y en la opinión pública: la falta de rentabilidad del cultivo en los últimos años. El precio del aceite apenas es suficiente para cubrir los gastos de explotación, y esta situación no parece responder a la lógica del mercado sino a una estructura de oligopolio encubierto, puesto que la mayoría de transacciones internacionales está en manos de unas pocas empresas. No parece que en un futuro cercano vaya a haber el tan esperado incremento del precio del aceite en origen, porque la demanda está concentrada en unos pocos operadores mientras la oferta está diseminada en miles, que sólo pueden esperar a vender al precio que le ponen unos pocos.

La rentabilidad del cultivo parece estar en la reducción de costes de explotación, mientras se consolida el lento esfuerzo de concentrar la oferta. Y aquí entra en juego el medio ambiente.

Gracias al conocimiento sobre el funcionamiento de los agrosistemas, sabemos que la fortaleza o fragilidad de un cultivo depende de que sea un sistema natural más o menos complejo, es decir, cuanto más simplificado esté, más frágil es frente a cualquier perturbación y necesita mayor intervención y aporte del agricultor, es decir, más gasto de explotación.

Hay muchas evidencias que ponen de manifiesto que una adecuada variabilidad ambiental (cubiertas vegetales y/o vegetación natural en lindes, por ejemplo) posibilita la existencia de poblaciones de depredadores y parasitoides que ahorran tratamientos fitosanitarios frente a algunas plagas.

Si se hiciera un adecuado manejo del suelo, protegiéndolo y consolidando cubiertas vegetales en las calles, entre las hileras de olivos, se lograría reducir casi a cero la pérdida de suelo fértil. Según algunos estudios, una hectárea de olivar andaluz pierde al año 80 toneladas de suelo, y este datos es totalmente insostenible. Aún en el supuesto de que el estudio estuviese equivocado, y la tasa de erosión fuese la mitad, no deja de ser una cantidad que conduce directamente a la desertización. Si se aplicara el conocimiento y las tecnologías que ya se tienen, y se eliminara la erosión, el primer beneficiario sería el propio olivarero, puesto que su olivar aumentaría la capacidad de retención de agua, el poder fertilizante del suelo e incluso evitaría que los árboles fuesen perdiendo volumen para el desarrollo de las raíces. En definitiva, aumentaría la rentabilidad de la explotación.

En el olivar andaluz sobran tópicos y falta aplicación del conocimiento. Es necesaria una auténtica transformación de las estructuras de producción, volviendo a utilizar el potencial de la naturaleza a favor del agricultor, recomponiendo un agrosistema que realmente responda a la denominación de bosque humanizado, porque se repongan las diferentes partes del sistema que interactúan entre sí, dando lugar a un cultivo más fuerte. Por ejemplo, después de décadas de uso de herbicidas para acabar con los jamargos o jaramagos, ahora se sabe que son importantes para contener una enfermedad incurable que acaba con un olivo.

Pero no solo es importante volver a restaurar el agrosistema para conseguir una mayor rentabilidad del cultivo, también es necesario dimensionar los medios de producción a las necesidades reales. Por ejemplo, en las últimas décadas se ha realizado una fuerte inversión en maquinaria, que muchas veces no rinde al completo. En este sentido, tal vez sea el momento de replantearse el papel de las cooperativas, y que estas, aparte de fusionarse para concentrar la oferta, no sean sólo cooperativas de extracción de aceite, sino también cooperativas para compartir medios de producción, de tal manera que puedan reducirse los costes reales de explotación. También podrían ser cooperativas de consumo; muchas ya ofrecen abonos, fitosanitarios o gasoil agrícola a precios más económicos a sus socios, pero ¿por qué no extender esta capacidad de obtener buenos precios a otros productos o servicios?

En el olivar andaluz sobran tópicos y falta conocimiento aplicado. Es necesario que el olivarero incorpore y domine el desarrollo tecnológico que se está produciendo, y deje atrás costumbres y tradiciones que surgieron de una rutina. Por desgracia, la imagen romántica del agricultor que atesora el conocimiento desde hace siglos, no existe, porque el cultivo dejó de cultivarse con arado de mulos y abonado en verde desde hace muchas décadas. La rentabilidad del cultivo pasa por la propia formación del olivarero, el abandonar la rutina de no pocas operaciones agrícolas, que muchas veces se realizan sin necesidad, incrementando el coste de explotación. Por ejemplo, muchos tratamientos fitosanitarios que se realizan por costumbre y no porque realmente haya una pérdida económica superior al coste del tratamiento, si este no se realizara.

Es positivo que un pueblo se apoye en emblemas, que esté orgulloso de su actividad principal, e incluso que recree nuevos imaginarios y folclores, pero que toda esta construcción cultural no empañe la visión de la realidad, que en el caso del olivar es necesario modificar. Si el olivo fue considerado árbol de la sabiduría, que vuelva de nuevo a inspirar y logre darse el cambio que es imprescindible hacer.

 

 

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