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Por IGNACIO VILLAR MOLINA / Los bancos españoles están llevando a cabo un profundo cambio de modelo en sus estructuras de negocio que afectan a sus estrategias comerciales, entre las que están incluidas, de forma primordial, la reducción de su capacidad instalada. Si en una primera fase el cierre de oficinas provocó ya un impacto adverso en sus clientes, especialmente en algunas zonas, dando como resultado que en la actualidad un millón trescientos mil hogares estén sufriendo un proceso de exclusión financiera al no poder hacer uso directo de los servicios bancarios, este contexto se ha visto agravado por las últimas decisiones que muchas entidades han implementado desde hace unos meses al limitar la operativa de caja reduciéndola a un horario restringido.

Sin embargo, a pesar de la ingente transformación que están llevando a efecto, resulta imposible precisar el final de este proceso ya que no solo subsisten muchas de las causas que lo originaron sino que emergen nuevos retos que les obligarán a permanecer expectantes para seguir adaptando sus negocios a las futuras exigencias que demandan las circunstancias y la relación con su clientela. La cuestión a considerar es si todos estos cambios, que indudablemente están redundando en su ya altamente dañada dimensión reputacional, pueden estar justificados en razón de las continuas coyunturas que deben encarar.

Para conseguir una perspectiva más amplia y profundizar en la objetividad de las decisiones que se están implementando sería necesario, en mi opinión, retrotraerse a 2008 momento en que se inició este tremendo proceso actual de reestructuración del sistema financiero español. En mi criterio, esta reconversión de la estructura bancaria se está completando en dos fases complementarias e inacabadas que, aunque diferenciadas, han confluido en el tiempo para provocar un tremendo fenómeno que ha significado el cierre de más de 23.000 oficinas y una pérdida en torno a los 125.000 empleos desde 2008 hasta ahora, con la negativa derivación de que 4.443 municipios españoles no puedan contar con una sola sucursal y que, como he señalado, un millón trescientos mil hogares estén sufriendo un proceso de exclusión financiera que les genera dificultades de acceso y/o uso de servicios y productos financieros que pueden ser adecuados a sus necesidades limitando su autonomía económica y condicionando su bienestar material.

La crisis financiera de 2008, provocada por la caída de Lehman Brothers, puso de manifiesto las debilidades y vulnerabilidades del sistema financiero español. En aquél momento, operaban en España 62 entidades financieras incluidas, claro está, las cajas de ahorros. En el periodo 2000/2007, cuando el PIB real acumuló un incremento del 34.5%, con una tasa media anual del 3.8%, los bancos, en un contexto de condiciones monetarias y financieras demasiado laxas, exhibieron facilidades crediticias incongruentes con su perfil, centrando su actividad crediticia en el sector servicios y en el de la construcción, tanto en las empresas constructoras como en la concesión de hipotecas a las familias para compra de vivienda. Sin embargo, el buen fin de esa desmesurada escalada del crédito hipotecario se vio truncado por la cruda realidad de un alud de clientes que, afectados por la crisis financiera, perdieron sus empleos mermando sus capacidades de pago para hacer frente a las amortizaciones de sus préstamos.

No fue suficiente agotar las provisiones acumuladas en cada entidad para parar esta oleada de morosidad y muchas entidades, sobre todo las Cajas de Ahorro, afectadas además por la intromisión de representantes de los poderes públicos en los órganos de dirección con criterios de gestión inadecuados que resultaron decisivos en la gestión del riesgo y, consecuentemente, en la gestación de la crisis sectorial, se vieron incapaces de hacer frente al deterioro de sus balances afectados por una profusión imparable de impagos de las hipotecas de sus clientes que requirió la rápida intervención del gobierno para parar el desastre. No sólo hubo que aportar recursos estatales por más de 62.000 millones de euros sino que obligó a una drástica reestructuración del sistema en forma de fusiones entre bancos y cajas de ahorros, que, casi en su mayoría, resultaron finalmente transformadas en bancos, dando lugar al período más intenso de contracción del potencial comercial del sistema.

Sin embargo esta profunda actuación no consiguió el resultado apetecido; el proceso estaba iniciado y la senda abierta a obligadas y nuevas mermas de la capacidad instalada con la consabida minoración de las plantillas. La persistencia de los bajos niveles de los tipos hasta situarse en 2014 en el cero por ciento, la paralización de la economía, y la minoración de la operativa crediticia y la persistencia de los ratios de morosidad fundieron los márgenes por intereses de las entidades incidiendo en el proceso de deterioro de sus cuentas de resultados.

A pesar de que la economía española experimentó una notable recuperación a partir de 2014, el actual Gobernador del Banco de España enfatizaba en Febrero de 2018; “la economía española ha crecido en los tres últimos años a ritmos superiores al 3%, y en el segundo trimestre de 2017 había recuperado el PIB máximo alcanzado antes de la crisis de 2008”, el sistema financiero todavía seguía lastrado por la minoración de sus márgenes de intermediación. Ni la reducción de costos por el cierre de sucursales, ni la escasa retribución de los pasivos de sus clientes, prácticamente nula desde entonces hasta ahora (tasa media actual 0.01%), fueron suficientes para retornar a la vertiente de beneficios esperados de su actividad. En respuesta y a la desesperada debían de apelar a endurecer las políticas comerciales en el tratamiento con su clientela y así se dio una nueva vuelta de tuerca al cobro de comisiones, se amagó con cobrar por los depósitos, recurso que, al final, sólo afectó a las grandes empresas, se insistió en la venta de otros productos financieros, (seguros, planes de pensiones, etc..) y se incrementaron las comisiones por mantenimiento y administración de las cuentas, que prácticamente suponía la expulsión de cierto tipo de clientela, concretada en aquellos clientes que no cumplieran con unos requisitos determinados por cada entidad.

En este contexto los bancos españoles, y en realidad la banca mundial, han debido adaptar sus sistemas a la nueva era de la súbita progresión de la etapa digital. La alta penetración de internet, el 91% de la población utilizan este canal y un 55% los servicios financieros, y el progresivo uso de los dispositivos móviles, especialmente en la población más joven, han supuesto para las entidades un reto mayúsculo añadido a los que hemos señalado anteriormente, de tal forma que, en el panorama actual, la transformación digital de los bancos se convierte en una exigencia fundamental para su supervivencia., ya que la tecnología está cambiando las tendencias y hábitos de consumo de los ciudadanos.

Los sistemas tradicionales del negocio bancario están perdiendo buena parte de su cometido y el desarrollo tecnológico ha propiciado el surgimiento de otros modelos digitales, como los bigtech y las fintech, que están restando negocio a los bancos tradicionales con el consiguiente efecto en el estrechamiento de los márgenes operativos de intermediación y la persistencia de los bajos niveles de los tipos de interés. Por otra parte las constantes exigencias regulatorias, a las que no están sujetas estos nuevos operadores, están demandando progresivas alzas en los niveles de solvencia y liquidez de los bancos para mejorar la capacidad de respuesta para absorber perturbaciones provocadas por tensiones financieras o económicas de cualquier tipo.

Sin embargo, todo este cúmulo de circunstancias adversas para el desarrollo de la actividad bancaria, aunque justifique que los bancos reaccionen para seguir mejorando sus ratios de eficiencia (costo que deben asumir por cada 100 unidades de beneficio) y para tratar de aportar la seguridad y credibilidad a sus clientes evitando la pérdida de confianza y el menoscabo progresivo de su imagen, no parece que disculpen la precipitación en la que han incurrido a la hora de aplicar medidas que pueden ser interpretadas como un claro desistimiento por buena parte de su clientela, especialmente por los que han perdido la atención directa en sus lugares de residencia y los mayores con más dificultades de asimilar y adaptarse a las nuevas tecnologías. Por otra parte todavía parecen insuficientes las medidas contenidas en el decálogo firmado recientemente para suavizar las inclemencias generadas para responder a la unánime desaprobación de sus clientes, aunque supongan una primer paso en la dirección adecuada.

Así parece necesario completar esas medidas con otras que pasan por establecer áreas concretas y definidas especialmente para ese tipo de clientela, dotándolas con personal apropiado y exclusivo, bien de forma presencial o telefónica, cuya misión además incluya el asesoramiento para todo tipo de operativa con especial tutoría relativa al uso de cajeros y otros servicios. De otro lado deberían modificarse los cajeros para permitir la operativa no sólo con tarjeta sino también con las libretas. Así mismo, deben aprovecharse las tecnologías para dar alguna solución a la exclusión financiera en la que están afectadas algunas zonas con iniciativas tecnológicas, como ya se están ultimando, que permitan al asesor bancario, a través de la red de una operadora, atender a distancia a los clientes en aquellas áreas donde no existe alguna sucursal.

Foto: El negocio bancario trata de suavizar las inclemencias generadas para responder a la unánime desaprobación de sus clientes. (elEconomista.es)

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