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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO /

Tarde, han llegado tarde. No han llegado.

El reloj pronuncia en sigilo las horas, sorprendido.

La ambulancia escoltada por la niebla que rozaba el suelo, el asfalto corrompido por papel de caramelo, por confeti, por una altiva hipocresía.

Y tú, niño pobre, aún despierto, escondido en la penumbra, en los labios de la llama de una vela, para no molestar, para no hacer ruido. Para no asustar a ese Rey Mago, que todos los 5 de enero o 6, depende del ánimo del camello, cuentan que llega.

Al menos, esto te dijeron en el patio del colegio.

Las dos de la mañana, las tres, los mismos papeles tirados en las calles. La misma ambulancia, el mismo camino.

La nieve te arroja del sueño.

Una vez más, la magia no ha aparecido por tu casa de cristales rotos, de amenazas y conversaciones violentas. Tus calles, sin asfaltar, insultan la dignidad de sus majestades y los altaneros camellos no se atreven a cruzar sus veredas de temor y espinas.

¿Pero qué culpa tienes tú?

Y, cansado, apenas eres un ángel, decides dormir para siempre.

Y ver a tu Dios, al admirado, en el más pobre de los pesebres.

La mañana brota desde el alba. El grito de unos padres clama al cielo, piden compasión por su niño. Frío y escarcha, mañana negra.

Nota: Este texto fue encontrado en una plaza antigua, en un barrio en el que a los niños se les obliga a ser hombres desde que nacen.

El hombre camina solo, sigue la costumbre que marca su existencia. Pronto acabarán las fechas, en las que la humanidad se divierte regalando caridad. Sabe que los Reyes Magos se han vuelto más exquisitos. Las visitas de sus majestades están al alcance de unos pocos. Hay partes de la ciudad donde el regalo mágico nunca llega.

La lluvia, de pronto, aparece. Sin embargo, el cielo es extraño, apenas hay nubes. Mira otra vez, y ve la estrella que guía a los tres hombres buenos. El astro parece que ha cambiado su ruta. Se acerca, con calma, a la parte vieja de la ciudad. Cerca, la cruz del castillo se ilumina y el corazón de los niños montaraces se altera. Las casas, excavadas en la roca, todavía no se han dado cuenta del bullicio. El séquito real, encabezado por los camellos y con los pajes, toca sus trompetas, irrumpe por la ladera. Abajo, en el valle, contemplan sorprendidos, incluso algunos muestran su disgusto por esta osadía.

Las luces se encienden, los niños se dan prisa y en las puertas de las casas ponen los vasos de agua y leche. Es la primera vez que lo hacen. Pero esta noche no vuelven a la cama. Se quedan en las ventanas y, a través de sus cristales, ven la hermosa procesión.

Los Magos han roto su norma y dejan que los niños los vean. El barrio más pobre de la ciudad, donde más tiempo pasa el hombre solitario, ha sido el elegido.

La epifanía se ha cumplido. Dios se ha revelado en el sitio que quería.


Los Reyes Magos abren las puertas del castillo. Acaba de amanecer, la misión ya está terminada. En el patio de armas, los camellos comen y descansan. Ellos rezan en la capilla de la santa. Pronto partirán a Oriente.

El hombre, después de mucho tiempo, es feliz.

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