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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / La noche es el espacio de tiempo, en el que puedes hacer las paces con tus fantasmas y dejar de una vez que se vayan. Esta era la enseñanza principal que siempre se ha encontrado en las novelas góticas del siglo XIX. La penumbra, el viento aullando, el agua de la tormenta que golpea los cristales del salón, el relámpago que descubre en mitad de la nada la silueta de una montaña… son los elementos propios de las narraciones de misterio de la época victoriana. Un ejemplo magnífico es Otra Vuelta de Tuerca de Henry James.

Mi vida no difiere mucho de lo anterior. Ciertamente no ha habido fantasmas, ni personajes de ultratumba, pero sí he pasado mucho miedo desde que empecé a tener uso de razón.

Escribo sin ningún tipo de rencor, sin ánimo de revancha. Mi principal motivación es ayudar a las mujeres jóvenes, para que su vida sea mejor que la mía. Por ello, deseo que mi testimonio sea un escudo al que aferrarse cuando las cosas le vengan mal, pues esta vida siempre nos impone dificultades.

El día ha amanecido despejado. El sol con calma va proyectando su luz por la campiña. Es domingo y el campo recupera su vida, gracias a las lluvias caídas hace poco. El sonido de la naturaleza es unos de los grandes regalos de Dios y a mí me gusta disfrutarlo. Estoy sentada en un merendero, en mitad de la naturaleza, y por fin me atrevo a contaros mi vida. Permitidme, desde estas primeras páginas, un pequeño homenaje a Almudena Grandes, que hoy, 29 de noviembre de 2021, nos ha dejado huérfanos de su amor y letras. Almudena ha sido la mejor escritora de este país, que ha sabido contar la historia de los pobres y oprimidos, la vida que les fue silenciada por los poderosos. Memorables han sido sus libros, en los que ha narrado los hechos de los perdedores de una guerra incivil e inventada por unos pocos, para seguir conservando sus privilegios.

Mi nombre es un poema sin importancia. Si me autorizáis, no os lo voy a desvelar. Quizá más adelante, si la ocasión -y sobre todo mi ánimo- lo requiere. No quiero que mi historia sea la metáfora de lo singular, sino de lo plural; que su manto abarque a todas las mujeres del mundo, y así no suframos más el látigo de la opresión por el hecho de ser mujeres.

Nací en el año 75 del pasado siglo, en un pueblo de la Campiña jaenera. Soy la segunda de siete hermanos, todos ellos varones menos yo. Mi infancia es tan lejana como el primer poema a un amor no correspondido. Fue un auténtico infierno. Desde que recuerdo, todos los días era agredida por mi padre. Las palizas eran interminables. Siempre estaba borracho y los efectos del alcohol los pagaba con nosotros. Además, su afición al juego incrementaba la tensión en mi casa. Pero no solo sufrí el maltrato de mi padre; mi hermano y mi madre también me pegaron.

Ahora, al recordar todo esto, no siento nada; solo tristeza y pena por ellos. No supieron disfrutar de las bondades que Dios no da al concedernos la vida. No supieron quererme y su negligencia a punto estuvo de costarme la vida. Todos mis malos actos tienen su origen en la falta de amor por parte de ellos.

Las costumbres, las tradiciones de las comunidades, de los pueblos, de las tribus, de las naciones son elementos que siempre hay que respetar e intentar que no se pierdan. Que evolucionen, sí, pero desde la tradición. Pero algunas normas no tienen ya razón de ser. Y deben de ser abolidas.

Al venirme la primera regla, mis padres dejaron de llevarme al colegio. En clase me sentía bien. Era una persona, me hablaban, me escuchaban, me trataban como lo que era, una niña con ganas de vivir. En cambio, en mi casa, era simplemente una mujer, un cero a la izquierda. Las mujeres de mi etnia somos invisibles.

La profesora se dirigió a mis padres, recriminándoles su actitud, por haberme sacado del colegio.

A partir de mi salida forzada de la escuela, los días los pasé, eternos, en mi casa, encerrada en una cárcel. Solo las salidas a casa de mi abuela aliviaban mi angustia. Me escapaba para estar con ella. La convivencia en mi casa era insoportable y veía normal que me pegaran.

Mi familia es católica, al contrario que la mayoría de las personas de mi etnia. Como todos los niños de mi edad, hice la comunión. Y como todos los niños de mi edad, también me fijé en algún chico con los que a veces, muy pocas, trataba, pues siempre estaba sometida a la vigilancia de mis padres y hermanos.

Pobre chico, la paliza que recibió. Nunca se me olvidarán sus ojos azules, la simpatía tan cautivadora que desprendía. Era cinco años mayor que yo, un buen amigo de mi hermano. Su condena fue que me fijase en él. Mi hermano corrió con el cuento a mis padres. Encima, era castellano. No pasó nada entre nosotros. Solo era un juego de niños.

Sin embargo, lo peor estaba por llegar. El episodio que cambió mi vida fue muy doloroso. Ahora, al volver el recuerdo atrás, sigo sin poder creérmelo. No sé cómo los dioses hilanderos del destino tejen tantos hilos de maldad y desesperación.

Al cumplir los trece años, mi padre, en una de sus orgías de alcohol, en una timba se jugó a mi madre y a mí a las cartas y el resultado, no pudiendo ser de otro modo, fue que nos perdió.

Al día siguiente, dos hombres fueron a mi casa a reclamar lo que les correspondía. En casa estábamos uno de mis hermanos y yo. No sabíamos nada de lo que había ocurrido la noche anterior. Gracias a mi hermano, que pudo entretenerlos un rato (mi padre no estaba), siguiendo su consejo, me escapé por la parte trasera, dirigiéndome a casa de una prima de mi madre.

La plaza a la que voy todas las mañanas está en un barrio deprimido de mi ciudad. Las oportunidades, que otros jóvenes tienen en otras zonas, aquí les son negadas a los nuestros. La delincuencia y la droga campan a sus anchas. Es para muchos la única salida para sus infortunadas vidas, desde su nacimiento. Pertenezco a una asociación, cuyo objeto es ayudar a estos jóvenes a abandonar ese mal camino y encontrar otros. Ciertamente los hay. Por eso, una vez a la semana, nos reunimos con ellos, para que nos cuenten sus anhelos y poder orientarlos. Y sí, se puede salir, pero siempre con ayuda.

La solución a mi problema fue peor que el conflicto generado por mi padre: me casaron con un primo que era catorce años mayor que yo. En mi nueva casa, vivía toda su familia. Su modo de vida no era el adecuado, ya que se dedicaban al tráfico de drogas y me convierto en la criada de ellos.

Al principio, el trato fue correcto y cordial, pero, luego, con el paso del tiempo, las cosas cambiaron. Yo nunca había estado con un hombre. ¡Si tenía trece años! Y tenía mucho miedo. Mi suegra habló conmigo, recriminándome mi actitud, diciéndome que tenía que yacer con mi esposo. Había que cumplir la ley gitana. Me violó.

Necesitaba protegerme de él, no quería tener ningún vínculo que nos uniera de por vida. Aconsejada por una prima que residía en Córdoba, comencé a tomar anticonceptivos, sin ningún tipo de control médico (algo que nunca se debe hacer). Mi prima también me sugirió que me sometiera a sus deseos. Al principio lo hice, pero pronto me revelé. Soy libre, soy fuerte, soy una mujer y nunca he hecho daño a nadie.

Empezó a pegarme sin ningún motivo y a consumir cocaína.

A los 24 años, me quedé embarazada.

Las madres somos el motor del mundo, la fuerza más importante del universo. La naturaleza también es madre. La mujer es el germen desde el cual se construye todo. Lo que ocurrió fue que el patriarcado modificó el discurso para someternos. Mujeres del mundo, uníos y sed fuertes. Nadie podrá con nosotras.

Estaba muy contenta. Mi niña nació sana, pero a los dos meses el camino otra vez se torció. Una piedra más que tenía que saltar, que vencer. La niña sufría unas crisis que los médicos no sabían o no querían identificar, hasta que un día me planté delante de ellos exigiéndoles que le hicieran a mi hija todas las pruebas necesarias hasta dar con el diagnóstico.

La familia de mi marido es muy temida en el pueblo. En una de las pruebas era necesario la participación del padre de mi hija, a través de un análisis de sangre. Sabiendo los médicos el comportamiento de él, se cubrieron las espaldas con una orden judicial, conminándolo a someterse a la analítica. Cuando lo llamaron para hacerle la prueba, se anticipó con un documento en el que mostraba un diagnóstico médico, que decía que tenía una enfermedad: una esclerosis tumorosa.

Mi pobre hija había heredado la enfermedad de su padre, solo que a ella le afectó a la cabeza. El padre la tenía en un ojo y podía hacer una vida normal.

El universo se me cayó encima. Mi niña tan guapa, tan pequeña y azotada por esta terrible enfermedad. A partir de ahí, le pusieron un tratamiento. Yo, con la valentía suficiente, dejé de tratarme con mi marido, pero seguía viviendo en su casa. La maldita independencia económica de un hombre es un lastre para todas las mujeres del mundo. Por eso, queridas amigas, tenéis que formaros, para que solo vosotras seáis las dueñas de vuestras vidas.

Debo deciros que, antes del nacimiento de mi hija, también caí en el mundo de la drogadicción. No quiero excusarme, pero a través de estas sustancias lograba evadirme del infierno en el que vivía.

Quiero imaginar cómo eran los aplausos desde los balcones en el primer tiempo de la pandemia. El ánimo que la gente transmitía a los diferentes gremios, pero, sobre todo, a los enfermeros. Su trabajo y constancia, su sacrifico, su amor, fueron los antídotos que nos salvaron. Ellos pusieron el primer camino, el más seguro, el que nos llevaba a la vacuna. Donde yo estaba, no podíamos aplaudir y menos salir a un balcón. Pasé mucho tiempo dentro. Ahora, desde un balcón que sí es el mío, brindo con una copa en la mano por la vida y por el amor. Y brindo por Carmen. Gracias a ella, por fin soy feliz.

El inicio de mi historia con las drogas fue un coqueteo suave. Probé las sustancias más típicas, con el objeto de poder evadirme del mundo en que estaba, ya lo sabéis. Su consumo fue la excusa para ir a un centro de desintoxicación a Málaga y, así, aislarme de mi marido y de la familia. Mi hija todavía no había nacido. A mí todavía no se me podía poner el calificativo de drogadicta.

Duré muy poco en el centro. La vida o el destino ya te marcan un camino, que, aunque no desees tomarlo, lo haces porque el remedio no existe. En la estación de autobuses de Málaga coincidí con una compañera de forma casual. Ella iba a subirse a un autobús que la llevaba a tierras gallegas. La chica sí era una consumidora habitual de heroína y no conseguía desintoxicarse. Allí mismo, en los baños de la estación, se metió un chute de caballo. Al verla, le dije que me pusiera a mi otro. Necesitaba olvidar, recorrer los caminos de la mente, explorar otros mundos que me ayudaran a olvidar el mío. Me pinchó con su misma aguja. Sin apenas darme cuenta, estaba montada en al autobús con ella, camino de Galicia.

Mi amiga vivía con sus padres y con su hijo. La madre, todas las mañanas le dejaba mil pesetas en la mesa para su ración diaria de heroína. Con ello evitaba que robara. La madre era una santa. Luchó lo indecible por su hija, pero, a veces, la heroína gana la partida. Nunca supe si consiguió salir de este callejón. Yo sí lo conseguí. Sí se puede.

Todos los días, desde aquella primera vez en la estación, necesitaba pincharme, escuchar la voz de la droga, que con su tono tan cautivador te engaña y no eres capaz de dejar de escucharla. Siempre me pinchaba mi amiga.

Sabía que me estaba matando, que mi vida iba a caer sobre un precipicio del que no podría salir si seguía con mi adicción. Solicité, pues, entrar en un programa de metadona, para poder abandonar esta cadena que me estaba ahogando. Una vez dentro, las trabajadoras sociales localizaron a mi madre. Un contratiempo con el que no contaba. Me convencieron y volví a Andalucía. En la estación de destino, estaba esperándome mi madre. Su maltrato hacía mí no cambió, sino que se acentuó. A los dos días volví a Galicia.

En Galicia, aunque el océano es el mismo que en Andalucía (es el Atlántico en ambas regiones), es diferente. Es una gran paradoja, lo sé. Pero es algo muy bello. La fuerza del mar de Galicia te atrapa y es capaz de someterte, de llevarte a su fondo. En cambio, el agua del litoral atlántico andaluz es más dócil, más noble. Nunca te va a llamar para que desciendas a sus abismos. Es un mar que, antes de agarrarte, te avisa, al menos, un par de veces. El Atlántico que cantó Alberti en sus versos es el que me tiene enamorada.

En tierras gallegas seguí con mi adicción. Ya me podían llamar Yonki. Era necesario seguir comprando droga y la consecuencia es que empecé a robar. Me convertí en una experta. Mis lugares favoritos para delinquir eran los hoteles, la parte de los vestuarios.

Pero tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe y no solo te mojas, sino que también resbalas, caes a la fuente y te ahogas. A mí me pasó. Una mañana fui a un hotel y entré hábilmente en una habitación, de la que sustraje de la caja fuerte doscientas mil pesetas y diversas joyas de oro. Mi despiste fue el no saber que había una señora dentro, que vivía en la habitación de ese hotel.

Ahora que lo recuerdo, soy capaz de reír, pero me pongo en el lugar de la señora y me da pena de lo que sufrió por mi culpa.

Fui a vender la droga y el oro a Pontevedra. Esperando el ferri que nos trasladaría, pasó lo que tenía que pasar. Otra vez el destino me ponía una zancadilla, que ahora sé que era necesaria. La mujer a la que robé me vio. Me llamó la atención y con toda la justicia del mundo comenzó a llamarme ladrona. El episodio fue digno de un sainete del maestro Valle-Inclán. El esperpento se estaba produciendo: me hice la tonta, diciéndole que no la entendía, que no la conocía, que no sabía de lo que estaba hablando.

A pesar de todo, nos fuimos a Pontevedra a vender la mercancía.

No sé cómo fuimos capaces de meternos en aquel barrio. Era desolador. El pasaje era tan dantesco que el miedo paralizaba los miembros. Entramos en una casa y ofrecí la venta de casi todo lo que llevaba, pero me guardé un poco de dinero y oro, por si los problemas surgían. Quisieron engañarme dándome menos dinero de lo que correspondía. Sin embargo, la jugada no les salió bien. Los amenacé diciendo que unos primos míos aguardaban afuera y que si me pasaba algo, entrarían y arrasarían con todo.

Me dieron la droga en la cantidad que yo quería. El oro lo enterré en Pontevedra. Volvería a por él.

Pasamos todo el día metiéndonos de todo. La juerga fue colosal. Quemamos Pontevedra.

La fiesta tocaba a su fin y había que volver a casa. Embarcamos a nuestro lugar de origen y la sorpresa se produjo: en el puerto nos estaba esperando la Guardia Civil.

Mis amigos, a pesar de ir hasta arriba, descubrieron el pastel y se retiraron. Como Gary Grant, me encontré sola ante el peligro. Lo primero que hicieron fue pedirme la documentación y, a continuación me detuvieron.

La película “El Pico”, de Álex de la Iglesia, debería de ser de visionado obligatorio. No sé si en los institutos o en las universidades, para que la juventud supiera de los efectos tan nocivos que la heroína y demás drogas causan. Pero no solo los daños son físicos; también son morales, sociales y familiares. La droga destruye tu vida y la de los que te quieren.

Me condujeron al calabozo y cuando la madrugada estaba mediada, el mono comenzó a darme latigazos. El Guardia Civil que estaba custodiándome me encontró desnuda, tiritando de frío y me preguntó qué era lo que me ocurría. Le supliqué que se apiadase e mí. Mi ángel verde de la guarda me ayudó. Nunca se me olvidará.

Hice una llamada y vino mi amiga con la mercancía. Yo nunca me he atrevido a pincharme, siempre lo han hecho por mí. Tuve que convencer otra vez a mi ángel. Mi amiga me pinchó.

No sé cómo se llamaba este hombre. De él solo recuerdo su bondad y su nobleza, y también que no supe corresponderle. A través de una familiar suyo, conseguí entrar en un centro de desintoxicación. Solo estuve dos días.

El juicio se celebró más tarde.

Otra vez regresé con mi madre. La vuelta fue ya definitiva. Mi marido también me estaba esperando. Ya no volví más a Galicia.

En mi pueblo comencé un tratamiento de metadona de varios meses. Sin embargo, yo quería salir rápido de las garras de la droga, no quise más metadona. El médico me preparó la documentación para que me internasen en un programa de desintoxicación en el Hospital Virgen de las Nieves de Granada.

Era la primera vez que visitaba Granada. A pesar del estado en el que me encontraba, supe ver y sentir su belleza. El aire que bajaba de la sierra modificó mi ánimo y quise pensar que mi nueva aventura tendría un final feliz. No fue así. Me equivoqué.

No logré acabar el programa de desintoxicación. Estuve solo catorce días y el mono apenas me daba tregua. Las cápsulas de metadona que nos daban estaban vacías. Lo supe porque me lo dijo otro interno con el que hice una gran amistad. El pobre murió junto a su padre y su madre, por un incendio en su casa provocado por él.

En el hospital, con el método de las cápsulas vacías, pretenden provocarnos el efecto placebo y así disminuir nuestra adición. Conmigo no dio resultado, pues mi compañero ya me había puesto en alerta.

Una enfermera muy estricta descubrió que tiraba la medicación al inodoro, siendo la consecuencia inmediata la expulsión del programa. Dos días más tarde abandoné Granada.

El tiempo en el que estuve en tratamiento, hice muy buenos amigos. Por las noches nos reuníamos en las habitaciones, donde pasábamos buenos ratos. Parecíamos un grupo de adolescentes en su primer viaje de estudios.

Alguien le contó a mi madre y a mi marido que nos reuníamos los compañeros y la consecuencia fue una paliza por parte de él. Mi condición de mujer hacía este comportamiento indecoroso, me dijo.

De vuelta otra vez en el pueblo, me alojé en casa de mi madre. Las relaciones no mejoraron. Mi hermano intentó animarme. Me invitó a fumar un porro como antídoto para dejar la heroína. Resulta irónico, ¿verdad? Accedí a su invitación y en el porche de la casa, al cobijo de mis pensamientos, me lo fumé. Al momento de ir a tirar la colilla, apareció mi madre y empezó a insultarme. No aguanté más. Mi marido y yo nos fuimos a un piso de alquiler. Le pido el dinero que me tenía guardado, dinero que era mío.

La droga la dejé mucho tiempo antes de quedarme embarazada. Yo no quería esa vida para mí. Un día me levanté con la intención clara de no consumir más, y así lo hice.

Es muy duro tener que convivir con una persona a la que no quieres. Estás con ella porque tienes miedo, porque no tienes dinero… Y ya no dependes solo tú de él, sino también tu hija.

Por las mañanas, cuando te levantas, quieres huir, salir del infierno en el que te encuentras, pero sabes que no puedes hacerlo todavía. Y entonces solo te queda llorar y

resignarte. Pero tu hija, aunque está muy enferma, es la luz que te ilumina. La niña te da la fuerza necesaria para seguir mirando el horizonte.

Mi vida se centró exclusivamente en cuidarla. Los médicos diagnosticaron que no podría andar, tampoco hablar. Su vida sería terrible.

No me rendí, busqué a los mejores fisioterapeutas y logopedas. El dinero lo conseguía robándoselo a mi marido. Él nunca quiso a su hija. Mi niña consiguió andar y comunicarse. No hablaba con fluidez, pero al menos balbuceaba.

En el Hospital Virgen del Rocío de Sevilla, todos los años le hacían una resonancia para ver su evolución. Además, me ocupaba de llevarla de forma continua a la playa. Allí mejoraba su capacidad motriz y la tranquilidad del mar calmaba su ánimo. En estos viajes a Sevilla y a la costa siempre nos acompañaba mi madre. A pesar de sus malos tratos, yo la quería. O quizá solo veía por los ojos de ella. Ahora soy libre de su embrujo. Tuvo que pasar mucho tiempo.

En unas de estas revisiones en el hospital, le detectaron un pequeño bulto en la cabeza. El pronóstico era bueno. La operación sería sencilla y al día siguiente, para casa.

No fue así, la cirugía duró veintisiete horas y media: tenía muchos tumores malignos en la cabeza. Al verla con una cicatriz que le cubría toda la cabeza e intubada, se me cayó el mundo encima.

En la UCI estuvo dos días. Al tercero, la subieron a planta.

Ahora mismo la lluvia ha vuelto a golpear el cristal de la ventana. En lontananza se ven los destellos de los relámpagos. La tormenta está justo encima de Sierra Morena. Pronto llegará aquí. No sé si seguir con la historia. Lo más grande que la vida me dio estaba a punto de arrebatármelo. Sé que ella está bien. Por las noches siento su dulce presencia. Y en mis sueños siempre aparece.

En la habitación de al lado duerme Carmen. No estoy sola y eso me reconforta. Cuando apague el ordenador, volveré a su cobijo, al roce de sus mejillas, a la blancura de su piel. Me protege y, gracias a ella salí, de mi particular calvario.

En la planta la tranquilidad duró muy poco tiempo. Mi hija comenzó a ventilar. Rápidamente vino el médico y se confirmó lo peor: mi niña había contraído la meningitis al haber estado tantas horas expuesta en el quirófano, con la cabeza abierta.

Estuvo un año y dos meses ingresada en el Hospital Virgen del Rocío de Sevilla. En este periodo de tiempo, yo vivía a caballo entre Sevilla y mi pueblo. Nadie se apiadó de mí. Mi madre me obligaba a robar para mantenerla a ella y a mis hermanos. Solo me quería para este fin.

Los médicos, desde el primer momento, me dijeron que las posibilidades de mi hija de salir con vida eran muy remotas. Y sí salía victoriosa, no podría andar. Desde Sevilla la trasladaron al hospital de mi pueblo. Un tiempo después, murió la niña de mis ojos.

Su luz nunca se apagará, aunque duerman las estrellas.

Para que mi cielo fuera azul, todavía quedaba mucho tiempo. Era muy negro, las nubes no me permitían ver el horizonte. El sol, siempre escondido, no se atrevía a alumbrar mi alma. La luz me había abandonado.

La misma noche del fallecimiento de mi hija fui a comprar droga. Necesitaba, otra vez, visitar una realidad paralela. Sé que este comportamiento no está justificado, pero no supe encontrar otra salida en ese momento, ni nadie quiso ayudarme. Pedí a un yonqui amigo que me pinchara. Al principio se negó, me tachó de loca. Sin embargo, lo hizo.

Había sido muy fuerte desde el nacimiento de mi hija. Mi marido era un camello. La droga siempre estaba en mi casa. Él iba a los prostíbulos a suministrar droga a las chicas que trabajaban. Muchas veces fui a recogerlo, pues me llamaban diciendo que estaba borracho o que le habían dado una paliza.

La noche fue muy intensa y peligrosa. los recuerdos son muy vagos. Me estuvieron todos buscando. Cuando me encontraron, la sentencia de mi familia ya había sido dictada. No sé cómo lo hicieron: mis hermanos consiguieron una orden judicial de ingreso en el Hospital Psiquiátrico de Jaén.

Cuando entras en un lugar como este, el miedo se apodera de ti, pero tienes que sobrevivir como sea. Al final te acostumbras. Es muy triste la indefensión que tienen muchos pacientes. El trato que reciben no es el más correcto que digamos.

A veces, inventamos tretas con el objeto de sacar algún beneficio, o por simple divertimiento o rebeldía. Yo pensé en salir del hospital con una paga (¡qué ilusa!). Comencé a hacerme la loca. Mi actuación fue memorable.

Al principio, me aislaron en una habitación. No me tomaba la medicación. Todo el día corría desesperada por los pasillos, hablando en voz alta. Creía que mi gran obra iba a dar un gran resultado. Exigí que me dieran una muñeca, era mi bebé. ¡Qué bien me lo pasé! Hasta que llegó el día fatídico. Un paciente se fijó en mí. Todos los días, me acosaba diciéndome que estaba muy guapa. El chico no era peligroso. Tenía esquizofrenia, me asusté y pedí el traslado a la sexta planta. El telón de mi actuación se bajó.

La lectura es un bálsamo que cura las heridas de la mente, cuando tienes el ánimo decaído, es el mejor antídoto. Me gusta leer, fundamentalmente, novela y poesía.

Ahora mismo, mientras suena la música, estoy leyendo un poemario de un poeta novel, titulado “Nana a una madre”. El poemario es un canto de amor a la madre, a la mujer, a la belleza del nacimiento de un hijo, a la complicidad entre las carnes que viven durante nueves meses en el mismo cuerpo, que culmina en un hermoso ascenso de los ojos del hijo a los de su madre.

Al padre de mi segundo hijo lo conocí en el hospital. Su hermano estaba también internado. Seguía sin tomarme la medicación. Aunque mi actitud había cambiado, me portaba con más respeto.

Se llamaba Jacintín. Todos los días que venía a ver a su hermano, le traía oculto en un libro un gramo de cocaína. Lo escondía en un agujero que hacía en el propio libro.

Las medidas que se adoptan con los pacientes de la sexta son más suaves. Nos permiten salir a la puerta del hospital, siempre acompañados de una enfermera.

Por fin, me dieron el alta y me fui con él. Estaba muy enamorada. Durante los primeros cuatro días de libertad, nos pusimos de cocaína hasta los ojos. Volví a caer. Mi adicción a la droga aumentó de forma considerable.

Mi compañero era camello. Trabajaba para un policía de la comisaría de la ciudad. Cada vez que los nacionales hacían una redada y requisaban la droga, una parte desaparecía.

Nosotros nos encargábamos de vender esa parte. El negocio entre el policía y nosotros fue muy bueno, hasta que lo detuvieron.

Al acabarse esta próspera relación, mi enganche seguía en aumento. Necesitaba más dosis para consumir. Así comencé a robar. Mis presas favoritas eran las joyerías.

Pensaba que si me quedaba embarazada sería capaz de dejar la droga. Sin embargo, no fue así. A pesar de estar en estado de buena esperanza, seguía consumiendo.

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Queda poco para acabar mi relato y la vida por fin empieza a sonreírme. Desde hace dos meses, Carmen y yo estamos yendo a un programa de segundas oportunidades, realizado por la Asociación de Mujeres La Muralla. Es un proceso en el que recibimos ayuda para que la reinserción sea más llevadera. Pero, también, nosotras aportamos nuestro pequeño granito de arena. Al contar nuestra historia, pretendemos ayudar a las mujeres que vienen detrás de nosotras.

Mi niña nació en prisión. Después de salir del hospital psiquiátrico y seguir con mi vida loca, me detuvieron y juzgaron. Como consecuencia, entré en la cárcel.

Nació con el síndrome de abstinencia. Solo la tuve unos segundos en mis brazos. Después, se la llevaron.

Mi condena es la suma de las penas de varios delitos. Pasé 13 años en prisión. Solo voy a contaros el delito más grave que cometí o, mejor puntualizado, me hicieron cometer.

Todo empieza de la misma forma: fiesta, consumos de drogas y, a partir de ahí, comienza la orgía de desenfreno, de la que es muy difícil escapar, os lo aseguro.

Mi pareja, mi primo y yo llevábamos tres días sin dormir, cometiendo una serie de robos entre las provincias de Córdoba y Jaén. Fundamentalmente, entrábamos en establecimientos y nos hacíamos con las cajas registradoras. En una de nuestras fechorías, ellos robaron una lista de papeletas de la Lotería de Navidad. Me dijeron que la guardase y yo, tan sumisa, así lo hice. Estaba hasta arriba de droga. Sin embargo, el hecho no se quedó aquí. Nosotros nos dirigíamos a Andújar, pero antes paramos en Linares.

Se bajaron del coche y yo esperé. Al rato aparecieron con un señor y dijeron que es un amigo. Yo, ciertamente, como estaba hasta arriba, no le doy importancia y me lo creo.

Salimos de Linares y nos dirigimos a Andújar, lugar en el que vivíamos. A partir de ahí, el espectáculo alcanzó su máximo cénit. En una rotonda a las afueras de la ciudad, nos esperaban varios coches de la Guardia Civil, con sus miembros armados hasta los dientes. La escena parecía propia de una película del mejor cine quinqui. Nos dijeron que disminuyéramos la marcha del coche y que paramos, yo, intenté acelerar, me advirtieron que pondrían los pinchos en la vía.

No tuve más remedio que parar. Realmente no sabía por qué se había armado este revuelo, cuando nuestros robos eran de poca monta. Al instante, me iba a enterar. Nos sacaron del coche, apuntándonos con las metralletas. Apenas pude articular palabra alguna, no me dejaron. El amigo que venía con nosotros me intentaba exculpar, diciendo que yo no tenía nada que ver con lo que estaba pasando.

Me registraron y encontraron la lotería; la droga no la vieron.

Mi querida pareja y mi querido primo habían secuestrado a un taxista en Linares. El buen hombre, gracias a un busca que llevaba, tuvo informada a la Guardia Civil del trayecto que seguimos. Nos detuvieron y nos llevaron al cuartel de Andújar.

Allí tampoco me registraron. Me trataron muy bien. Recibí la agradable visita de mi tío, que con cariño me dio unos cuantos guantazos, además de insultarme repetidamente.

Mi niña fue prematura, nació con cinco meses. Al entrar en prisión, a los dos días, me puse de parto y me trasladaron al hospital. Di a luz a través de una cesárea. Se llevaron mi hija a neonatos. A la cárcel entré con droga y 2.500€. Tampoco me registraron.

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Hasta que se celebrase el juicio, me dejaron salir. La niña estaba a cargo de mi madre. Mi conducta no cambió. Fueron unos momentos muy duros. No solo la cuestión de no modificar mi comportamiento, sino mi sentimiento hacía mi hija. Sabed que lo que os voy a contar es muy duro. Espero vuestra comprensión, no que me juzguéis. Al día de hoy, mi hija es el ser más importante de mi vida. Pero antes tuve que superar otro duelo del que no lograba salir: el fallecimiento de mi primera hija.

Lo que me ocurría era que estaba todo el tiempo comparando a una niña con la otra. No quería que mi nueva hija supusiera el olvido de la otra. Pensaba que, si mostraba amor por ella, podía traicionar la memoria de la otra. Me costó mucho acercarme a mi hija. Sin embargo, el amor siempre triunfa. Ahora la quiero mucho y no me olvido de mi otra niña, de mi otro ángel, que, desde el cielo, cuida de nosotras.

Estando todavía en libertad y al cumplir la niña dos años, los sentimientos respecto a mi pareja empiezan a cambiar. Durante todo este tiempo, he estado en casa de mi madre. Y mi vida seguía igual. Un día, la Guardia Civil se presenta en mi casa, con una orden de busca y captura, en la que dice que tengo que entrar de nuevo a prisión. Intenté escaparme por la puerta trasera. No lo conseguí, ya que dos guardias civiles me estaban esperando.

Los tres primeros años, desde mi reingreso, fueron muy duros. Los días los pasaba drogada con las pastillas y la metadona. Además, mi comportamiento no era muy correcto. Uno de los episodios más desagradables fue cuando agredí a una compañera.

Antes del suceso, tuve un vis a vis con mi madre, y en vez de encontrar compresión y ayuda, solo escuché reproches e insultos. Salí muy triste, y también con ganas de pelea.

Al subir al módulo, me encontré a esta compañera y, sin venir a cuento, le di un codazo, con la intención de provocarla. Su reacción fue inmediata. Insultó a mis seres que ya no están en este mundo. Otra compañera, testigo del altercado, me informó del insulto. Aunque yo ya lo había oído, me hice la tonta. Estaba preparando mi plan. Dios siempre nos protege. Hace que las cosas se atenúen y no se conviertan en una desgracia.

Le ordené, bajo amenazas, a la compañera que me advirtió del insulto, que, una vez que estuviera dentro con la presa a la que había provocado, que nos cerrar la puerta. Así lo hizo. Cuando pienso lo que hice, me pongo muy triste, pues yo no soy ni una mala persona, ni una persona agresiva. Comencé a picharle con un bolígrafo. Mi intención era ir claramente a su cuello. Menos mal que se dio la vuelta. Sus gritos alertaron a las otras presas. Rápidamente llamaron a las funcionaras y me sacaron de allí. Yo me autolesioné para minorar mis consecuencias, pero no sirvió de nada. A la semana siguiente me trasladaron al Centro Penitenciario de Alcalá de Guadaíra.

El toro es un animal salvaje y noble. Cuando está en la dehesa, su hermosura compite con el sol, con los árboles, con los montes de las sierras que se ven en lontananza. Pero su comportamiento cambia cuando lo encierran en una plaza para humillarlo y asesinarlo. Su instinto de protección lo convierte en un animal bravo. Nunca despiadado, pues él lucha por defender su vida.

Es la cárcel de Alcalá un lugar un poco más liberal, donde la empatía hacia las presas se muestra y es más verdadera. Al entrar, me estaban esperando la jefa de servicios y el médico. Lo primero que hizo el doctor fue reducirme el consumo de pastillas. Con la metadona podía y debía seguir. Al principio me opuse. Le insistí en que quería seguir con la pauta completa de pastillas. Sin embargo, algo hizo que no fuera así. El buen doctor me pidió que lo acompañase al patio y me preguntó si quería ser como esas mujeres que deambulaban de un lugar a otro, que parecían muertos vivientes. Me quedé impactada y, a partir de esta visión real, mi vida empezó a cambiar.

Las pastillas salieron de mi vida. Cierto que durante un tiempo lo pasé muy mal, pero aguanté. La mente tenía que estar activa y un modo muy inteligente para ejercitarla era realizar cursos de formación. Me apunté a peluquería, me saqué el Graduado Escolar… En la peluquería me permitieron trabajar, sin poder tocar las tijeras, que era la condición indispensable.

La de Alcalá fue una buena época. No hice amigas de verdad, pero sí mantuve una relación de cordialidad con todas. Allí conocí a la tonadillera Isabel Pantoja. Todas las Navidades cantaba villancicos.

Le pedía al médico que me quitara del todo la metadona. Sin embargo, me la empezó a quitar de forma gradual, ya que todavía no era conveniente suprimirla totalmente.

Me propusieron el traslado a Jaén y lo acepté.

Cuando vas en el furgón policial, no ves el paisaje. La sensación de ahogo te atrapa y devora. Pero lo anterior se combate con la imaginación. En lo que duró el viaje, mis ojos supieron ver la belleza parda de Sierra Morena y las aguas tranquilas del Guadalquivir, cuando pasa por su valle. Mi mente ya era otra, era capaz de pensar e imaginar cosas bonitas. La droga estaba encarcelada en el hueco más inaccesible de mi memoria.

En Jaén, mi llegada fue un auténtico revuelo. El personal de dirección y las compañeras de fatigas no daban crédito al cambio que yo había experimentado. Lo que sí tengo claro es que estaban muy contentas de la nueva Manuela que llegaba.

Seguí formándome y me saqué el Graduado Escolar. Por fin, me gané el respeto de los funcionarios y de las demás presas.

Existe en la prisión de Jaén, un módulo denominado UTE, en el que se llevan a cabo terapias con todas las presas y presos que quieran participar en un programa de ayuda y reinserción. Yo me inscribí para intentar a aprender a ahuyentar mis miedos y fobias. Además de tener aversión hacia los hombres, sufría un complejo de culpabilidad por la muerte de mi primera hija. Pensaba que podía haber hecho más por ella.

En la UTE, se forman grupos de presos. La relación entre los diferentes grupos está prohibida. Cada persona debe relacionarse dentro de núcleo de su grupo. Una persona dependiente de un grupo no puede relacionarse con otra de otro grupo. Es una condición indispensable para el procedimiento de la terapia.

Se acerca la Navidad. Me acuerdo de mis compañeras que todavía están cumpliendo sus penas. Es esta una época muy difícil para ellas. Se acuerdan de sus hijos, de sus parejas… De los villancicos que se cantan en torno a la mesa familiar. La nostalgia de lo vivido, en estas fiestas, es un puñal que se te clava en lo profundo del corazón. ¡Cuántas Navidades pasé así!

Mi vida, gracias a la terapia, por fin se fue aclarando. Conseguí superar el trauma de la muerte de mi hija. Y, en breve, me llegaría el amor, sentimiento, pasión que creía que ya había perdido para siempre. Era una persona más conciliadora e intentaba, dentro de mis posibilidades, ayudar a los demás.

La dirección del centro contó conmigo para dar charlas en los institutos, en los que contaba mi vida. Al principio, mostré un poco de oposición. Pero insistieron mucho, ya que podría ayudar a muchas jóvenes en el camino de la vida que comenzaban a iniciar.

Gracias a mi comportamiento y, sobre todo, por mi fortaleza y espíritu de superación, los funcionarios comenzaron a premiarme, permitiéndome salir a dar pequeños paseos por la ciudad. La belleza de la Catedral… Sus imponentes torres eran un magnífico cuadro para mis ojos. En estos paseos descubrí la hermosura derrotada de viejo Jaén.

Impresionante fue poder salir detrás de la imagen del Perdón, la tarde del Miércoles Santo en Jaén. Las sensaciones no sabría describirlas. Ir detrás de un hombre que dio la vida por nosotros es ya suficiente para seguir con mi lucha positiva. Vestida de nazareno, rezaba para que la próxima indultada fuera yo, y si no lo era, pedía que aquel o aquella que tuviera tal regalo lo aprovechara en rehacer su vida sin delinquir.

Las tardes del Miércoles Santo ocupan un lugar de privilegio en el libro de mis recuerdos.

Los resultados llegaban. Cada día me sentía más útil para la sociedad. Ya era una persona. El respeto hacia mí misma era la flor que más quería. Nunca se me olvidará el día que me vestí de Rey Melchor para llevar felicidad y regalos a los niños de un barrio humilde de Jaén. Quizá ha sido uno de los días más felices de mi vida.

Los permisos comenzaron a llegar. Sin embargo, coincidían algunos con hechos muy tristes, como aquel en el que, estando fuera, falleció mi hermano por sobredosis.

Durante este tiempo, a mi madre le quitaron la custodia de mi hija por maltratarla. De esto me enteré hace poco. Por fin, supe mostrar mi amor a mi hija. Estando ella en el centro, quedaba en un punto de encuentro en Jaén. Es, junto con Carmen, la flor más importante de mi jardín.

El poeta del amor es y lo será siempre Pedro Salinas, miembro de la Generación del 27. Sus poemas amorosos han pasado al canon de las letras españolas. Su antología siempre me acompaña en mis viajes.

Pensaba que yo nunca iba a encontrarlo. Sin embargo, me equivocaba. Cuando conocí a Carmen, mi vida dio el giro más inesperado y hermoso.

Yo formaba parte del llamado Comité de Bienvenida, en el que, además de recibir a las nuevas presas, se les enseña las instalaciones de la cárcel y se les explica cómo tienen que hacer las cosas. Intentamos que su entrada sea lo menos dolorosa posible. Espero que todas las que me estáis leyendo no tengáis que pasar por esta experiencia.

En una de estas recepciones fue la primera vez que la vi. Ella dice que la miré de forma descarada, aunque yo no me acuerdo. Pero benditas miradas.

Nos fuimos haciendo algo más que amigas. La complicidad y el cariño aumentaban según pasaban los días. Hasta que supe que ya estaba enamorada. Las cosas se precipitaron de forma hermosa. Le propuse dormir en su habitación. Tenía unas ganas inmensas de abrazarla, de rozar su piel… Esa noche, aunque no pasó nada, fue una de las mejores de mi vida.

La decisión estaba ya tomada: tenía que irme a compartir con ella mis horas en la cárcel. Me fui a vivir con ella a su celda. Ella así me lo pidió. El permiso me lo coincidieron.

La primera noche de nuestra nueva vida nunca se me olvidará.

Duerme la luna en sus sueños de madrugada.

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