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A los vecinos de la Calle Alegría

Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Es una niña especial, Capilla se llama. Vive en la calle Alegría: bella y a la vez abandonada del viejo Jaén. Su pelo negro y largo y sus ojos azules de cielo adolescente son el patrimonio más valioso de sus padres. Capilla conoce el sacrificio de sus progenitores al despertarse al alba, cuando el sol sale por el oriente de la sierra de Jaén. Su sueño conocer la guarida del lagarto —como ya sabes querido lector, cerca del convento trinitario—: solo unos cuantos afortunados pueden ver el inmueble: pocos son los iniciados que conocen el escondite del dinosaurio.

Pero el corazón de Capilla, armado de una timidez cautivadora, va destronando y derrumbando al del animal: el órgano vital del lagarto ha bajado la guardia, como la bajamar de la playa, y sucumbe a la destreza y bondad de la joven lagartiana.

El mayor deseo de Capilla —nombre poco común en este Jaén moderno y olvidado de sus tradiciones— es ser pintora: una artista comprometida con las personas humildes y con la belleza de esta ciudad reptiliana; con la hermosura de sus sierras periurbanas, adonde el alma del poeta mira, en las tardes de noviembre, para descubrir e inventar los versos más atrevidos.

Cierto día Capilla, descendía por la descuidada calle de la Alegría: su lugar de destino el raudal de la Magdalena. Antes paró en la calle Santísima Trinidad: pues conocía la leyenda o rumor de la aparición de la misteriosa niebla. Quiso con todas sus fuerzas imaginársela y sentirla.

Ocurrió algo mágico, a sus ojos llegó la palabra de los monjes y el convento surgió en su gran belleza: la niebla se posó sobre ella y su sueño tantas noches soñado se le concedió: Capilla se desvaneció unos segundos ante tanta hermosura.

El milagro se estaba produciendo, solo faltaba conocer al lagarto. Ya saben queridos amigos que el lagarto torna en diferentes personajes; nuestro jurásico amigo no quería asustar a la dulce niña.

Y en una bella decisión, de la puerta del convento, mientras la niebla acariciaba la luna, apareció el personaje: su profesión, pintor, sus ojos verdes como la hoja del quejigo y su pelo negro igual que la noche en el mar, Capilla supo quién era: ambos se abrazaron. Se produjo la trasmisión de conocimientos: a partir de este encuentro, la joven de la calle Alegría se convirtió en una maestra de la pintura, dominando todas las técnicas de este arte.

Capilla comenzó a ser una activista social y cultural, defendiendo con sus lienzos al viejo Jaén: su siguiente sueño, una facultad de Bellas Artes en el casco histórico de su Jaén querido, su lugar predilecto: el antiguo solar de los Uribe.

Hoy este que escribe, desde una plaza sin rosales, adonde los ojos del jaenés miraban al convento de la Coronada, adonde el alma del jaenita giraba para ver a Jesús de los Descalzos, antes de ascender por la cuesta de la Ropa Vieja, ha sido advertido por un amigo que ayer en el foro jaenero nuestro mandamás negó o alargó la posibilidad de una facultad en el milenario Jaén.

Sin embargo, quizá, exista alguna esperanza, depende de ustedes.

(Este texto forma parte del libro «Cuentos y Crónicas del Lagarto de Jaén»)

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