Hace años publiqué una información sobre un curso financiado con dinero público que incluía el aprendizaje de tácticas de seducción para que las mujeres se atrevieran a salir solas de noche. En la noticia resalté que en el ámbito del sexo la penumbra andaluza dejaba de ser un territorio exclusivo de los buitres por la invasión de las lobas. Lo que a mí me pareció una gracia no le hizo ninguna al feminismo autóctono de guardia, que envío una carta al director en la que entre líneas pedía, poco o más menos, mi castración química.
Las autoras de la carta me adjetivaban de manera poco agradable, pero lo cierto es que pasé un buen rato mientras la leía. No por masoquismo ni tampoco porque coincida con Cervantes en que cuando uno ladra es porque otro cabalga. Si disfruté es porque quien escribe en un periódico juega al tenis con el lector, que tiene derecho a replicar con una dejada, si tiende a la ironía, o con un mate, si es de carácter expeditivo. Cada vez que escribo un artículo me sitúo voluntariamente en el paredón. Y me parece justo: si ejerzo la crítica, debo de aceptarla.
Otra cosa es que acepte la censura. La semana pasada escribí un artículo sobre el resultado de las elecciones andaluzas para un periódico digital de Jaén, que publicó el análisis en su página de Facebook. Las reacciones, intercaladas de alguna que otra amenaza, forzaron su retirada de la red. El asunto es grave, aunque no hay que dramatizar en exceso. Ser una víctima del pensamiento único andaluz no es lo mismo que encontrarte una cabeza de caballo en la cama o que te cite para las tres de la madrugada en un descampado un sicario del Chapo Guzmán.
Estoy convencido de que para muchos lectores el artículo de la polémica es obra de un facha. Aunque el euro que no tengo lo reparto entre los pobres no seré yo quien les saque del error. Entre otras cosas porque, si lo creen, es posible que lo sea, pero los que así me juzgan deberían de tener en cuenta que, si reivindico mi derecho a escribir lo que me plazca, reivindico también el de La Sexta a opinar lo que le venga en gana. Quiero decir que la libertad de expresión no consiste tanto en decir lo que uno piensa como en escuchar lo que no piensa.
Un magistrado de Mallorca que no entiende este principio ha ordenado a la Policía requisar ordenadores y teléfonos móviles de varios periodistas que investigaban un caso de corrupción. La reacción de la prensa nacional contra esta injerencia judicial ha sido contundente. Me parece bien. Lo que me parece regular es que se acepte el allanamiento político como un gaje del oficio en lugar de como una intromisión inaceptable. Tan reprochable es que un agente se lleve un disco duro como que una administración retire una partida de publicidad. En cuanto a los insultos, tengo claro que el estiércol hace crecer al árbol.