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Tengo para mí que de crío me caí de boca a un bafle cuando cantaba Peret. Lo escribo porque desde siempre llevo encima la alegría de cinco verbenas, incluida la del sábado. Aclaro esto para que se tenga en cuenta la importancia del estado de ánimo cuando vienen mal dadas. Sirva como ejemplo el hecho de que durante las tres semanas en las que me ha atacado el coronavirus no he dejado de ver Big Bang, aunque es cierto que con casi cuarenta de fiebre Sheldon Cooper tiene para el espectador la misma gracia que la madre de Leonard.

La alegría es la variante anímica de la penicilina. Puesto que el paracetamol es poca cosa para combatir a un patógeno tan destructivo como el covid-19, hay que complementar al fármaco con las ganas de vivir, que sirven, no para evitar la enfermedad, sino para salir de ella. Dicho de otro modo, lo que molesta al estrangulador de Boston es que le pidas que te haga el nudo de la corbata. Por eso, en los peores momentos, cuando la tos seca, los vómitos y el dolor de cabeza arreciaban, en lugar de abatirme leía la colección completa de Mafalda 

Desconozco cómo será mi vida de larga, por eso la he hecho ancha. En ella caben Dios, la familia, el café, y los amigos. El afecto que he recibido ha sido tan grande que, cuando esto termine, pienso montar para ellos un fiestón en casa con U2 de teloneros. Nos lo merecemos. Si algo me ha enseñado la pandemia es que soy fuerte porque he tratado con gente que me ha hecho feliz. De manera que cuando vino a por mí el covid-19 desconocía que no invadía Polonia, sino Inglaterra. Tampoco sabía que al comandante en jefe de mi sistema inmunitario lo llamo Churchill. Y a mi garganta, Normandía.

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