Todo se ha precipitado. Pocos días transcurrieron desde la negación de la posible pandemia hasta vernos recluidos en casa para evitar el contagio. No dio tiempo para hacerse una idea de cuanto se nos venía encima. Debe ser que los españoles actuamos siempre de esta forma improvisada, a remolque de los acontecimientos, o de los variados intereses de sus dirigentes -lo de variado es un decir por mi parte-; el interés es siempre el mismo: mantenerse en el poder a toda costa, y, al mismo tiempo, silenciar, aniquilar y devastar para siempre, si fuera posible, y sin reparar en medios, al adversario.
Más de tres semanas de reclusión forzosa y hace tiempo decidí dejar de acudir en busca de información, a los medios de comunicación. Ya me contarán las conclusiones que extraigan mis mejores amigos desde los diversos foros en los que participo. Estoy harto de estulticias. Un buen amigo, jurista, me habló, hace muchos años y no lo he olvidado, de un precepto jurídico latino que reza: nemo allegans propriam turpitudinem non auditur; es decir; no se puede escuchar al que alega su propia torpeza. Estoy un poco cansado de coloquios, consignas, mentiras, rumores, estudios “serios”, por supuesto, manifestaciones de todo tipo hechas por cualquier personaje de poca monta. Y es que en este país, citando a don Antonio Machado: “Si cada español hablase de lo que entiende, y de nada más, habría un gran silencio que podríamos aprovechar para el estudio.”
Gracias a Dios que vivo en el campo. Así puedo salir al jardín y hacer marchas forzadas por el césped, o alrededor de la piscina. También puedo dar cortos paseos con mis perros. Lo hago una vez al día, en horas poco concurridas, sin alejarme de casa todo lo que quisiera. No quiero pensar que viviera en un piso en este momento. Me sentiría auténticamente enjaulado, yo que soy amante de los espacios libres, de las horas intempestivas para caminar, de los esfuerzos espartanos subiendo cerros calizos, de los amaneceres de rubor celeste y vistas dilatadas…
La pandemia nos agobia. Tengo amigos ingresados en la UCI luchando con todas sus fuerzas para superar este horror, con sus allegados en la puerta esperando noticias sin miedo al posible contagio de un virus ubicuo por los recintos sanitarios. Otros han fenecido, doblegados por el mal, sin dolencias previas. Pienso que tanta desventura la ha permitido Dios para que podamos cambiar la dirección de nuestra brújula vital, de ordinario tan alejada de temas profundos, tan entregada al mundo, tan inestable y alocada, tan pendiente de minucias en una vida corta que se nos escapa sin darnos cuenta de lo que es verdaderamente decisivo. Pienso que Él permite estas cosas por ver si, de una vez por todas, atendemos esa voz que todos albergamos en nuestro interior que nos conmina a vivir de manera más humana, más sencilla y solidaria con el que sufre a nuestro lado, más fecunda, sosegada y auténtica…Quiero pensar que tras superar esta plaga, el ser humano podrá transmutar su manera de vivir, seguir esa voz divina que acallamos constantemente hasta anularla. Quiero pensarlo, pero algo me dice que…
SUENAN LOS APLAUSOS
Mientras escribo suenan los aplausos; gritos y barahúnda a las ocho de esta tarde. No me sumo a tales palmoteos porque me quedaría sin manos. No solo aplaudiría a los sanitarios –su labor es ingente, heroica-, también lo haría con policías y fuerzas armadas, con repartidores de esos víveres necesarios, con taxistas, con transportistas que se la juegan todos los días para abastecernos, con servicios de limpieza, con recogedores de basura, con pequeños autónomos que ven con amargura hundirse su economía, con parados que aguardan más penalidades, con hombres y mujeres que, en su encierro casero, animan a los más débiles a superar el trago, con familiares que no han podido despedirse de los suyos, con tantas y tantas gentes anónimas que sufren y se crecen en estas circunstancias, que no podría hacerlo con todos. Por eso obvio los gritos destemplados, las melodías duodinámicas. Confieso que no participo en tales corales; prefiero concentrarme en la trágica amargura del momento tan delicado que estamos pasando. Nunca he sido amigo de consignas dirigidas, de lazos en la solapa por cualquier causa, de coros callejeros, de gestos telecompartidos…Entiendo a quien ahora se comporta así, quizá de esta forma se liberen de la angustia.
Pero, cuando llega esta hora de la tarde y comienza el festejo, me adentro en la estancia más íntima de mi hogar, caigo de hinojos al suelo y rezo al Señor del Universo por el alma de los más de catorce mil fallecidos en este horror. Esos de los que nunca se habla ni se exponen sus despojos en las cadenas de televisión, como no sea para mostrar tablas estadísticas, erróneas muchas de ellas, y aprovechar el dolor de tantos seres queridos que se han quedado huérfanos de su presencia para autocondecorarse por la lucidez de su gestión, o para contestarla con acritud en perfecta guerra de guerrillas, mientras siguen muriendo inocentes de forma anónima y en la más espantosa e inhumana soledad.
Cuando doy forma final a estas líneas está terminando el Miércoles Santo. Un día que siempre ha sido importante para mí. A esta hora procesionaría, por las calles de Jaén, con mi terno nazareno blanquinegro anunciando al pueblo la Buena Muerte de Cristo, su Descendimiento de la cruz, y las Angustias delicadas de María. En mi pecho florece un clavel, rojo de fuego, cuyo incendio no me deja escribir y me hace teclear con ímpetu y cierta descoordinación, por cuanto debo hacer pausas en mi tarea para recobrar la calma. Entonces, el laúd de Bach me conforta el ánimo, porque si oyera la marcha “Sacramental”, sollozaría sin remedio.
SOBRE TODO, NAZARENO
Y, mañana será Jueves Santo… Anochece con un ramo de lirios silvestres florecido por el cielo del ocaso haciéndome recordar todas esas tardes en que me vestí de lirio y nieve; nazareno de la Expiración, tembloroso y conmovido en presencia de esa imagen bendita que expira de cara al cielo de mi Jaén amado, y a la que no se puede sostener la mirada mucho tiempo porque las lágrimas velarían el sagrado perfil de su cuerpo de junco.
Desde pequeño me he sentido nazareno; sobre todo, nazareno. Desde niño ya lo había soñado al ver pasar las procesiones bajo mi cancela, sobre el oasis de la plaza, cruzada por la palma de Ramos, cuando la tarde difuminaba sus esplendores cromáticos en una intensa y sobrecogedora agonía por las alturas de la Mella, Almodóvar y Jabalcuz. Ya entonces quise ser un altivo y orgulloso nazareno, de andar erguido y arrogante, inmune al cansancio, juglar de pasiones, precediendo el paso lento, solemne, profundo, del crucificado que robaba mi corazón. Eso me hacía feliz, como lo haría, a través del tiempo, una puesta de sol, una cantata de Bach, el sonido de una música lejana en el crepúsculo, el rumor del mar en la amanecida, las galas de una flor solitaria bajo las encinas, la contemplación vertical de la Vía Láctea en las claras noches invernales, la vista de un paisaje dilatado desde los riscos de las alturas conquistadas con ahogo y esfuerzo…
Siempre he querido ser nazareno de vela. Es como un sentimiento atávico; un arcano insoluble enquistado en lo más íntimo de mí, desde la infancia. Esa inquietud surgió cuando de la mano de mi madre, contemplaba el paso de las procesiones en aquél Jaén, pueblerino y entrañable, una ciudad provinciana, limitada, humilde, pero sencilla y humanizada, al menos así la veían mis ojos infantiles y mi mirada adulta en el recuerdo.
Ser nazareno ha sido para mí muchas cosas a la vez. Amor a la ciudad que me ha visto nacer, a sus mejores tradiciones religiosas. Un primordial sentimiento de la infinita pequeñez del ser humano en presencia de lo divino. Fidelidad a mis raíces, memoria familiar, amoroso recuerdo de los benditos días de la infancia, cuando, con una onza coriácea de chocolate en una mano y un ochío aceitoso del horno Chinchilla en la otra, sentado en mi silloncito de anea, revestido con el baby de infante, veía pasar a mis pies a un imponente crucificado de bronce, hercúleo y vertical, dormido en su gigantesca Buena Muerte, o a otro Señor mayestático y delicado, inmensamente bello, que se retorcía en su cruz para atrapar la última brizna de aire jaenero, mirando con ternura infinita, pese a su cruel ahogo, el cenit de la ciudad de los vientos y los sueños mejores. Un crucificado tan grácil y armonioso que su contemplación producía un desmayo indefinido en mi corazón infantil.
¡Ser nazareno! Nazareno de vela, de amor, nazareno de pasiones; de fe y sentimiento. Nazareno que reza oraciones calladas que son las que más llegan a las alturas; plegarias regadas con lágrimas prisioneras en la dulce prisión del caperuz. Esas oraciones que calman el alma y la sed de infinito, porque, como decía el Nacianceno: “La oración es el encuentro de la sed de Dios con nuestra propia sed”.
Ser nazareno, un humilde, sencillo y anónimo nazareno blanquimorado en el que nadie pudiera reparar. Ni demasiado alto, ni demasiado bajo. Ni obeso ni anoréxico, ni dandy ni de atuendo desaliñado. Uno más de la fila. Vistiendo una túnica que no tuviera ni un solo rasgo distintivo por el que se le pudiera reconocer. Nazareno entusiasta, rebosando el pecho de alegría y ansiedad apasionada, mirando más allá de las minucias cotidianas, lanzado a la búsqueda de las cosas últimas que son las verdaderas. Pero, en silencio y anonimato, en paz interior, nazareno peregrino, nazareno de clausura, rezando, meditando, soñando…Nazareno sin nombre, sembrando con sus pasos penitentes, de amor y de recuerdos, las calles del itinerario cofrade.
Nazareno sin identidad. Un nazareno más, caminando con el corazón abierto como una granada, despojado de todo ante el crucificado, desnudo ante la mirada divina. Sin falsedades, ni pretensiones ridículas. Solo ante su Cruz. Porque en la vida ordinaria, como bien dice el Kempis, “no eres más santo porque más te alaben ni más vil porque más te desprecien y calumnien”. Lo que eres eso eres, ni más ni menos. Por más que te quieran los hombres no puedes ser ante Dios más de lo que eres.
EN SAN BARTOLOMÉ
Un sencillo nazareno ocupando mi lugar en san Bartolomé, paralizado de amor en medio de tanto trajín, contemplando esos gestos, esas miradas furtivas, esos apretones de manos enguantadas, esos abrazos sentidos, esa gigantesca ola de ansiedad que bramaba rotunda sobre aquella costa humana y mineral, esa mezcla de olores inefables, dulzones y evocadores: a clavel húmedo, a madera de retablo y paso procesional, a humanidad expectante, a incienso de vainilla, a añoso retablo carcomido de siglos, a primavera presentida filtrada por las vidrieras encaradas al delirio vespertino. Mientras tanto esperaba que se abrieran las puertas del templo y la luz de la tarde penetrara como una ola incontenible en su interior, dorando en púrpura, aguamarina y fuego aquellos momentos previos que son inefables; la antesala del Paraíso. Momentos de tensión y, al mismo tiempo de una paz infinita.
Un nazareno que anhelaba con el alma que la procesión saliera pronto a la calle, para poder penetrar en mi mundo, soñar mis propios sueños. Deseaba silenciar el estruendo de la música, de las voces destempladas, de las oleadas de emociones sonoras de la multitud, de las carreras alocadas de los que buscaban a empujones, entre la multitud congregada en la plazuela, un lugar preferente para ver salir la procesión. Quería estar pronto alejado de risas, gritos y aplausos. Evadirme de la bulla, de los empujones de los fotógrafos y de las cámaras de televisión, de los micrófonos alargados hasta los lugares más insospechados buscando una palabra de los protagonistas, como si, en esos momentos, algo se pudiera expresar con palabras. Pero la gente necesita palabras y no silencios que son los caminos más cercanos para escalar la Cruz de Cristo, donde estaba colgada la representación fiel del Arquetipo, imagen absolutamente perfecta del invisible, el incomprensible, el incorpóreo, el que es principio de principios, luz de luz, palabra y pensamiento del Padre, fuente de vida y de inmortalidad, que había sido condenado porque su reino no era de este mundo, y el mundo no había podido reconocerlo como uno de los suyos. Y estar a su lado, en silencio, porque es callado como mejor se accede al silencio de Dios, que es un inmenso grito desgarrado en lo más íntimo del ser. Y es que al Señor se le conoce también, quizá mejor, en sus silencios, ese silencio suyo del que se ríen los enemigos de la fe, porque no saben escuchar sus palabras inaudibles. Ese silencio suyo que desespera a muchos creyentes, pero que manteniéndose receptivo es fuente de conocimiento y amor. Por eso deseaba buscar con prontitud las calles más íntimas del itinerario cofrade para que el vuelo prodigioso de la mente pudiera alcanzar los profundos abismos del alma. Estar en silencio, en un silencio que ya no puede alcanzarse fácilmente en nuestros hogares donde reina el televisor y el wasap, en nuestras ciudades de las que estamos tan orgullosos pero que solo son agobiantes autódromos y extensos garajes, o en el campo al que han convertido en un insano laboratorio químico, en un estridente taller mecánico.
Y, por eso deseaba que el cortejo accediera a los enclaves más íntimos del recorrido, para ser yo mismo, sintiendo entonces cada uno de mis pasos, cada adoquín de la calleja, cada estremecimiento del cuerpo, cada palabra orante de mis labios, cada latido acelerado del corazón, cada gota de cera que volara ardiente sobre las manos enguantadas, quemando el hilo blanco y abrasando la piel, cada bocanada de brisa tibia filtrándose por el caperuz con sabor a almendra garrapiñada, a tarde de abril jaenera, a fritura de pescado, a ojos de aceituna de mujer jaenera que contempla llorosa a Cristo en su cruz, a explosión de vida, a voluta de incienso caracoleando sobre el noble rostro expirante, a flor de azahar, a crepúsculo de ensueño que declina por unas alturas serranas vestidas con un terno turquesa y oro, a salvia, tomillo y romero de los cerros cercanos, a vuelo de los recién llegados vencejos que trazan sus arabescos sobre la neonata noche jaenera, dichosos de haber vuelto, en primavera, a la ciudad amada; lugar en el que nacieran hace casi un año, cuando alumbraba el verano.
JUEVES SANTO TRISTE Y ANÓMALO
¡Nazareno de vela! Volver la mirada atrás y descubrirlo doblar la esquina al paso sentido, solemne e inimitable de sus costaleros. Sentir que cada redoble lejano de tambor diseña un pozo de pasiones sobre mi piel estremecida bajo la túnica amada. Y cuando el lamento de la corneta rasgaba la noche embrujada, parecía que los que se quebraban con ayes quejumbrosos eran mis propios huesos. Nazareno, que en las paradas de la comitiva, cruzaba rápidas y ansiosas miradas con mis hermanos de la fila opuesta y sabía leer sus pensamientos porque sentían similares sensaciones a las mías, y no hay nada que ligue más corazones en esta vida que una idéntica pasión compartida… ¡nazareno de Jesús expirante!
Muchos años vestido de morado y blanco que mañana, en este Jueves Santo triste y anómalo, rememoraré con los ojos del alma y los recuerdos. Reviviré todo el itinerario procesional delante de ese Cristo agónico cuya belleza me hace temblar tan solo al recordarlo. Él es mi fuerza, mi pasión, mi propia vida. Su muerte me salva del reino de las sombras.
Salgo al jardín en la anochecida. Pronto remontará las cimbras cercanas la luna llena de Nisán que velará de madrugada el campo de olivares donde el Hijo de Dios sudó gotas de sangre, cuando iba a dar la vida para que amaneciera para siempre en nuestra noche.
Al final estoy calmado. Hay tibieza en el ambiente. Un silencio hondo, que casi duele. Callaron los mirlos, pero canta el autillo. Un ramo de lirios de nuestros campos y veredas serranas se ha dibujado en el alma para hacerse ofrenda permanente ante la cruz del Cristo expirante que es la talla más insigne que guarda en su seno esta ciudad de luz, para orgullo y pasión de sus habitantes. Pronto será Jueves Santo. Un Jueves Santo de tristezas que me ha hecho volver la vista atrás. Mis labios musitan el verso de la coplilla centenaria que los cofrades cantamos en el Septenario con lágrimas en los ojos: “Al expirar yo valedme, Jesús de la Expiración”.