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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / El aplauso en los balcones hace tiempo que terminó. Pensábamos que íbamos a ser mejores. La anunciada nueva solidaridad brilla por su ausencia.

No hagáis caso a lo anterior. Yo sí he tenido suerte. He conocido a una persona que ha sido el antídoto que me ha salvado.

Soy otra más que ha podido superar todas las trabas impuestas por la vida. Soy otra más de las que aparece en este libro. Soy, somos mujeres, con derecho a rehacer nuestras vidas, a ser felices. Y lo hemos conseguido.

Tengo 38 años y os quiero contar mi vida. Me gusta leer y escuchar música. Y, sobre todo, me encanta estar con mis hijos: ellos son los que dan el sentido a mi existencia.

Acaba de amanecer. La luz de la avenida empieza a descubrir los edificios. Me gusta imaginarme cómo es el día de todas aquellas personas que temprano levantan la persiana. Me gusta mucho madrugar y recorrer las calles cuando aún están solitarias.

Soy la menor de tres hermanas. Nací y crecí en una familia humilde. Nunca me faltó de nada. Fui muy feliz, llena de amor.

En el colegio sacaba muy buenas notas y contaba con la estima de los profesores. Pero el hilo de tu vida lo tejen manos invisibles y caprichosas. Desconocemos el porqué de sus designios; los míos no fueron buenos. A partir de los quince años, al entrar al instituto, la vida, mi comportamiento, comenzó a torcerse.

En el Instituto Jabalcuz comenzó mi calvario. Las juntas no fueron las más correctas. Dejé de estudiar, de asistir a clase, y cuando iba no tenía una actitud decorosa. Siempre acababa en dirección. La relación con los profesores no fue buena. Ahora me doy cuenta de que intentaron ayudarme. Guardo un cariño especial del jefe de estudios, un buen hombre. Permitidme que no desvele su nombre.

Me cuesta abrir mi vida con la llave de un folio en blanco. Sin embargo, lo voy a hacer. Sé que voy a ayudar a más mujeres que, como yo, han pasado por malos momentos. Quiero que la película de sus vidas tenga un final feliz, como el mío.

¡Cuánto me acuerdo de las tardes en el parque con mis hermanas y con mis padres! Los árboles desnudando sus hojas en otoño, la luz cambiando su tono para dar paso a la noche. Mi infancia ya es vieja. Su recuerdo calma mi ánimo.

Abandoné el instituto. Al no querer estudiar, mi padre, con buen criterio, me obligó a buscarme un trabajo. El inicio de mi relación laboral supuso también el comienzo de mis relaciones sentimentales. Siendo ya mayor de edad, a los 21 años, conocí a un hombre dieciséis años mayor que yo en mi lugar de trabajo. Mi profesión de camarera en un bar de la capital me daba la oportunidad de conocer a mucha gente.

Este individuo es el padre de mis tres hijos. Con él se inició mi calvario. Estaba divorciado de una relación anterior. Había sido denunciado por malos tratos. Esto último lo desconocía.

¡Ay, la juventud! La rebeldía y el orgullo son dos vendas incapaces de dejarte ver. Mi padre me lo advirtió. Conocía a este tipo y no era de fiar.

Durante cuatro años conviví con él. Al principio, su comportamiento fue normal. Sin embargo, a partir del nacimiento de mi segundo hijo, la convivencia cambió. Antes me exigió que dejara de trabajar. Sin darme cuenta, como hacen todos los maltratadores, anuló mi personalidad. Con pequeños detalles, estos individuos son muy hábiles, doblan tu espíritu y te someten.

La primera vez que me pegó, me partió el labio. Dijo que no iba a hacerlo más, que estaba bajo los efectos del alcohol. Después supe que también consumía drogas. Me lo creí. Estuve más de treinta días sin ver a mis padres. Me daba vergüenza.

Era necesario cambiar la situación, por mí y, sobre todo, por mis hijos. Al nacer mi tercer niño, decido denunciar y separarme.

Nunca se me olvidará lo que hizo mi hijo mayor cuando el individuo, al intentar agredirme otra vez, se interpuso y se enfrentó a él. Mi hijo recibió los golpes que iban destinados a mí.

Pero la denuncia y la condena no lo rehabilitó. Su acoso hacia mí seguía, no me daba tregua. Con total impunidad se saltaba las órdenes de alejamiento. Yo vivía con mis padres y con mis hijos y, en la plaza de enfrente, me vigilaba desde un banco. Estuve más de dos meses sin salir de casa. Tenía mucho miedo. Nunca se me olvidarán sus amenazas: “De la cárcel se sale; del cementerio no”.

Nos tuvimos que ir de Jaén mis padres, los niños y yo.

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El aire de Huelva es muy diferente. Será porque la cercanía del mar lo convierte en algo hermoso. Te acaricia igual que una madre a un hijo, con amor y pasión.  Mi hermana residía en un pueblo de la provincia onubense y allí nos fuimos todos.

He abusado de las redes sociales, de las páginas de contactos. Hay que tener mucho cuidado. Así se lo estoy inculcando a mis hijos. En una de estas plataformas, conocí a otro chico. Era del pueblo al que vine huyendo de mi anterior vida para optar a una mejor. Todavía el cielo no me complacía… Debía seguir sufriendo un poco más.

Debo de decir que con él no sufrí malos tratos, pero sí una decepción emocional muy grande.

Conviví dos años con esta persona. Mis padres, mientras tanto, se volvieron a Jaén.

Desconocía las actividades ilícitas que desarrollaba. No sabía que traficaba con drogas.

Mi suerte parecía que estaba echada. Y otra vez me llevé el primer premio. Me detuvieron junto a él, acusándome de ser cómplice. Para favorecerlo, siguiendo las instrucciones de su abogado, cambié mi declaración inicial y me inculpé diciendo que yo lo obligaba a vender.

Según el abogado, al no tener antecedentes penales, saldría absuelta. Pero no fue así. Nos condenaron a los dos: a él lo ingresan en un centro y a mí me cayeron tres años y un día de prisión. Se llevaron mis niños a un centro de acogida.

La música es la luz que da vida a los sentidos. Cuando la escucho, mi mente es libre por un momento. Veo, escucho música en todos lados. Cuando la lluvia golpea el cristal de la ventana, cuando el viento aúlla antes de la tormenta…

Gracias a ella, la vida, mi vida, era un poco menos amarga.

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Antes de entrar en prisión conocí a otro hombre. Quizá fue otro error del que aprendí. Nunca lo sabré. A veces, debemos agarrar la vida como nos viene y no soltarla hasta que ella quiera.

Para poder obtener de nuevo la custodia de los niños, era necesario adquirir una vivienda.

No quiero que penséis que me acerqué a este hombre por interés, sino todo lo contrario. Él me buscó y, desde un primer instante, sabía todas mis penalidades. Durante el juicio, fue mi apoyo, me acompañó a todas las sesiones. Su aliento me hizo mucho bien.

Sin embargo, nuestra relación giró de una forma brusca e inesperada. En el momento de entrar en prisión, una vez pasados tres meses, me pidió el divorcio. Argumentó que había conocido a otra. Pienso que ya estaba con ella antes de yo entrar a cumplir condena. Evidentemente, le concedí el divorcio.

Entré en la cárcel con depresión. A mi padre le detectaron un cáncer de colon. Cuando él supo de mi ingreso, me dijo que estuviera tranquila, que me esperaba. No se iba a morir hasta que yo no estuviera libre. Mi padre era el hombre más bueno del mundo.

En el tiempo que estuvo convaleciente, nunca fui a verlo. No soportaba que mi padre tuviera que verme con las manos esposadas.  Mi padre murió a través de un coma inducido. Mis hijos pudieron despedirse de su abuelo. Yo entonces ya tenía el tercer grado y me habían derivado al CIS de Granada.

La vida en prisión no es fácil. Esto es algo obvio. Pero tampoco es tan dura como en las películas, por los menos en España. Lo que sí debes es entrar sin que te noten el miedo en el cuerpo, para que no se aprovechen de ti. Hice amigas en la cárcel y los funcionarios siempre me trataron con respeto y cariño.

No quería que mis hijos me vieran en prisión, por eso no pedí el traslado a mi ciudad. Estuve más de 36 meses sin verlos.

Actualmente, estoy en libertad condicional. Me queda poco para cumplir mi condena. La vida parecer ser que ya me sonríe. He conocido a un chico. Él se encuentra todavía en prisión. Es una gran persona. Sé con total seguridad que quiere a mis hijos y a mí, lógicamente. Estoy muy orgullosa de él. Le queda un año para licenciarse en Psicología.

Desde que iniciamos nuestra relación, cada uno somos conocedores del pasado del otro. Gracias a su amor y respeto, ha rescatado la chica alegre y con ganas de vivir que siempre he sido. No sentía esta felicidad desde que era pequeña.

Por fin sé que, después de todo lo malo, llega algo bueno. Soy feliz con mis hijos, con mi madre y con Miguel.

Te quiero mucho, papá.

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