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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO /

A Miguel

A veces, el lagarto muta, se transforma, y su piel entre la niebla se esfuma y su silueta de animal prehistórico cambia. El animal se convierte en un paseante más; esta vez el virtuoso animal es un pintor, su cuerpo espigado, sus manos largas y finas como el cristal y su tez morena recuerda a los grandes pintores del XIX.

La campana llama al silencio. El convento trinitario vuelve a asomar a mis ojos, envuelto en la bruma. Es la señal que anuncia que el lagarto va a salir. Como te he dicho, es un pintor.

La calle estrecha, sus baldosas de mármol parecen un tablero de damas. En esta rúa del antiguo Jaén, aún perdura —y que siga por todo el tiempo— el bar Montana.

Sus tapas deleitan el paladar del jaenés y del turista que, con ojos llorosos y emocionados, después de ver la catedral, acude al socorro de la caña de cerveza y de su famosa tapa: “las criadillas¨. Cuya receta ancestral es velada como oro en paño por Miguel, uno de sus propietarios.

Es el bar Montana un sitio atípico, diferente. Más que una taberna al estilo manchego —Jaén bebe de las fuentes gastronómicas de La Mancha—, parece un museo.

Sus paredes atesoran acuarelas y lienzos. Las pinturas son obras de ilustres pintores del Reino Santo.

Y el conservador de este mágico bar-museo es Miguel. Su conocimiento de la técnica pictórica es inmenso; experto en descifrar las texturas más escondidas y de encontrar esa movilidad de las sombras que hacen que el cuadro tenga vida propia. Más que un conservador, Miguel parece un pintor: el autor de estas maravillas. 

A veces pienso que es un gran artista, pero su modestia y humildad le hacen atribuir la autoría a los pintores jaeneros ya mencionados.

La mezcla entre la caña, la gastronomía y el lienzo que ofrece este lugar es una sinfonía de sentidos, impidiéndote salir del establecimiento.

Pero, volvamos a nuestro amigo el lagarto, o mejor dicho a nuestro querido pintor.

Amparado en su anonimato y cuando el sol ya comienza a despedirse por las torres de la catedral, el artista atrapado por el embrujo del ocaso entró en el salón montaniano y, con cautela, observaba las obras colgadas en la pared. Leyó todos los lienzos y acuarelas, examinó con sus manos las pinceladas perfectas, tan vivas y puras, tan bellas y reales.

Mientras, Miguel vigilaba con calma al extraño personaje. El pintor seguía absorto en sus pensamientos, mirando el arte clavado en la pared. Y en un descuido, sacó de su largo abrigo un lienzo y con delicadeza lo depositó en unas de las mesas. Y con celeridad salió del bar.

Miguel, astuto como un zorro, no perdió detalle de la escena, se acercó a la mesa y acarició el cuadro. Sus ojos se estremecieron. Nunca había visto una pintura tan perfectamente ejecutada

El lienzo, escondido en un lugar seguro, espera ser amado en las paredes del Montana, aunque ciertamente depende de Miguel.

Mañana al alba, cuando acuda a desayunar, le preguntaré por el sorprendente lienzo.

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