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Ocaso moroso de la primavera. Domingo de una esplendente luminosidad. Era la hora del Ángelus del cuatro de junio de 1989 —el mismo día de la nefanda y fratricida matanza de la plaza de Tiananmen—, cuando  accedí a la tribuna del admirable paraninfo del Conservatorio de Música jaenero, para pronunciar el Pregón de la Sma. Virgen de la Capilla, patrona principal de mi  Jaén. Presidía el acto el Hermano Mayor, Ramón Calatayud, jaenero ejemplar que amó   y sirvió con pasión a su tierra natal en los distintos cargos desempeñados en cualquier ámbito del latir ciudadano. Acababa de presentarme Fernando Gallardo, el recordado y entrañable canónigo catedralicio, capellán y seguidor infatigable durante tantos años de nuestro Real Jaén, ahora, lamentablemente, en horas bajas. No estaba nada nervioso, pese a que tan solo era mi segunda estancia en un atril cofrade, ya que  siempre me ha apasionado la oratoria. Recuerdo cuando, con pocos años, recitaba en casa lecciones vespertinas que, a la mañana  siguiente, debía exponer en el colegio marista. Con absoluta solvencia dictaba cátedra infantil de cara al espejo del cuarto de baño, encerrado en él para que no hubiera fisgones indeseados. Exponía el tema con un ímpetu y poderío que me dejaba pasmado al no comprender de qué parte de mi ser irradiaba. Al hacerlo, manoteaba el aire profusamente, como si fuera un actor dramático embebido por completo en cada resquicio de su personaje. Como un ciclón surgía, de mente,  boca y mímica, la historia detallada de los visitantes cartagineses —un pueblo de gentes comerciantes y guerreras—, o la lista de los cabos de España, desde Creus hasta Machichaco…

En mis tiempos de docente concedía gran importancia a la expresión oral de los alumnos, algo tan devaluado en muchas ocasiones, y los hacía salir cotidianamente a la palestra. Alguno temblaba como si estuviera en estado febril, y no acertaba a articular palabra, afectado de una catalepsia inaudita, pero era tan solo el primer intento. Con cercanía y paciencia les persuadía de lo importante que iba a resultar en su vida futura el saber expresarse, adecuadamente, de cara a un mundo que valoraría  su presencia y su transparente perspicuidad. Les recordaba que cada uno de ellos poseía cualidades expresivas propias, intransferibles, que además podrían pulir con voluntad tenaz. En siguientes llamadas terminaban por adquirir una cierta seguridad en sus intervenciones. Alguno de ellos me ha recordado, años después, la utilidad de aquellas sencillas lecciones de confianza en sus cualidades retóricas…

No, no estaba en absoluto nervioso, sino más bien inquieto, ávido por acceder de inmediato al estrado; presto para comenzar a hablar, pues, además, tenía cosas que decir de esta Virgen, parva y delicada, de gesto hechizado, finas pestañas y ojos de mar al alba, cuya imagen había memorizado en los adentros —con celo y amor de niño—, desde la infancia, y yacía grabada muy dentro de mí por tanta y tanta visita a san Ildefonso colgado del brazo de mi madre con la que acudía, a diario, a su capilla. De esta forma gané la tribuna, coloqué en orden mis folios, trasegué un buchito corto de agua para mojarme los labios, carraspeé un instante, desafié con la mirada al auditorio, en breve silencio sostenido —con una extrema seguridad—, y comencé mi discurso, con facundiosa palabra, recitando un romance introductorio:

 Yo nací en el mes de abril

 en una plaza de ensueño,

       junto a un corro de palmeras

   que, mecidas por el viento,

diseñaban fantasías,

con sus airosos requiebros,

en el pozo de una noche

abrumada de misterio.

Cantó una nana la Luna,

a un nuevo niño jaenero;

las estrellitas azules,

vigías del Universo,

signaron el Infinito

sobre mi cuerpo indefenso.

En Jaén, en primavera,

vine a este mundo, en silencio.

A los tres días, me llevaron

a tu santuario excelso

vestido de cristianal,

sin expresar ni un lamento,

con esbozos de sonrisas

y los ojos muy abiertos. 

Me bautizaron con agua,

y me marcaron a fuego

con seis nombres de cristiano

que en la pila me impusieron:

Ramón, José, Pablo, Antonio,

de la Trinidad del cielo,

y de la Virgen Capilla

madre de todo jaenero.

Me pasaron por tu manto,

y me comieron a besos

los ángeles, centinelas

de tu camarín jaenero.

Ahora me tienes aquí;

me han hecho tu pregonero.

Anegada de alegría,

mi alma, rosa de los vientos,

desata un ciclón de amores

en la aurora de mis sueños.

María de la Capilla,

este pregón yo te ofrezco.

¡Bendíceme, madre mía!,

protege mi verbo incierto,

límpiame con tu pureza,

inspira mis pensamientos,

cuida de mí, con  ternura;

hazme decir lo que siento…

 

Y lo dije, claro está, no sé si bien o mal dicho, pero expresé mi verdad; lo que he hecho a lo largo de la existencia, sin importarme las consecuencias que pudieran acarrearme mis palabras en ciertas ocasiones. Siempre he intentado ser yo mismo, el ser que encarno y entiendo; el objeto de mi estudio concienzudo a lo largo del decurso vital, en un diálogo fértil y continuo, por cuanto conozco, de memoria, cualquier recoveco del personaje. Por eso sé de mis limitadas luces, pero también de mis múltiples sombras. Creo que la vida así encarada ha resultado provechosa para mí. Ahora estoy calmo y relajado, en mi edad septuagenaria, pese a todos los  eventos vividos en la marejada vital, que no siempre fueron festivos. Debe ser que he encontrado fruto a la existencia. Porque cuando en la recta final no te acompaña una dosis de serena alegría, puede que sea por estar viviendo, desgraciadamente, circunstancias lamentables, pero, más que nada, porque no hayas recogido el fruto de tanto desvelo de ojos bien abiertos y corazón de pasiones. Lo plasmaba Antoine de Saint-Exupéry en su obra inconclusa “Ciudadela”, que es digna de lecturas y relecturas detalladas: “Porque el pesar siempre está formado por el tiempo que pasa y no ha dado fruto”.

UN AÑO ESPECIAL

Este año no bendecirá la patrona las calles del añoso arrabal, ataviado de gala para recibirla. Los cofrades no flamearán sus banderas y estandartes precediendo a la señora de Jaén, ni los devotos alumbrarán las sendas que ha de recorrer sobre los hombros horquilleros esta virgen menuda y tímida, de carita expresiva y un punto asustada, que fue de carbón en mis años infantiles y juveniles, hasta que blanquearon su rostro hollado de siglos. Esta dueña purísima, ramo de azucenas blancas, que, acunando al Hijo de Dios en la castísima canastilla de sus brazos ebúrneos, como en aquella noche mágica y fascinante de junio de 1430, no podrá mostrarlo al pueblo de Jaén, que por tantos avatares ha pasado desde su llegada a nuestra tierra para fortalecer el ánimo de sus pobladores. Las golondrinas y vencejos, aeronaves de la meliflua primavera, no trazarán —entre dos luces— en su honor sus acrobacias celestes, en el preciso cuchillo de su tiovivo afilado, para tejer una corona real sobre su cabeza en la tarde bochornosa que preludia el estío.

Este año fatídico nada podrá será igual, por eso he querido rememorar tantas procesiones precediéndola, sudando la gota gorda bajo el traje oscuro, atenazado  el gaznate por el nudo windsor de la corbata de tonos azules, mientras observaba  cómo las gentes sencillas y entrañables de mi Jaén copaban los  márgenes del itinerario para rendir su homenaje de devoción y amor filial hacia esta talla que representa a la Madre del Verbo encarnado, que nos abriera las puertas de otra dimensión con su planeo   glorioso a nuestra tierra de frontera en tiempos del monarca Juan II de Castilla, para mostrarnos que ella está siempre ahí, intercesora celestial de todos los dramas  humanos.  

Saber que cuida de nosotros desde entonces, que nuestras calles están benditas porque fueron holladas indeleblemente por la majestad de su celestial porte de soberana, y acariciadas por la penetrante mirada de aquel niño divino que sonreía al contemplar una ciudad destartalada y polvorienta, bañada de la luz del plenilunio, en el glorioso y mistérico Auto Sacramental de una madrugada suntuosa. Por eso Jaén es ciudad elegida, punto de encuentro entre la tierra y el Reino prometido, porque un pasillo celestial se abrió en aquella madrugada para que aquella virgen sin mancha, madre purísima de ojos hermosos y límpidos andares de blanca muselina, paseara nuestras calles, custodiada por un séquito de ángeles, santos, clérigos  y guerreros, ante el espanto y asombro de los vecinos, que entornaban, deslumbrados y huidizos, los toscos ventanucos de sus humildes moradas al paso del rutilante cortejo.

Debemos devolverle idéntico cariño, pues amor tan solo puede pagarse con amor. Muchas veces he pensado que esta Virgen, de tan hermosa leyenda en su descenso a mi Jaén de los vientos y los sueños, merece mucho más que el trato tibio que le dispensan algunos de los habitantes de esta tierra, que dicen amarla y se confiesan católicos. Ella merece mucho más: amor y fidelidad; la salida alborozada a su encuentro de todo el pueblo creyente de la ciudad. Es digna de que figuren en su cortejo procesional interminables filas de cofrades, con sus cirios encendidos en los que arda una llama viva de apasionada devoción a la Señora en cuyo recuerdo están hermanados. Merece que el esforzado y maltratado pueblo jaenero se vuelque como en tantas otras ciudades de nuestra geografía nacional, con la que es su patrona principal, reina y madre, alcaldesa mayor, honra de nuestro pueblo, preclaro símbolo mariano, que nos recuerda la adopción filial que nos marcó desde la cruz el Redentor. Pues una leyenda tan insólita, delicada, mistérica, tan necesaria para fortalecer la fe en lo que no puede verse, pero al mismo tiempo, tan real, en la que creemos tantos y tantos jaeneros en tiempos descreídos debe ser enseña de un pueblo, modelo vital.

Esta visita maternal que nos hizo María, desde la Gloria, es digna de ser recompensada con declarada pasión; postrados cada día, ante sus plantas, en su capilla barroca, y latiendo en las calles de la ciudad la tarde noche de su procesión gloriosa. Una jornada  solemne que debería ser, desde luego, algo más que la fiesta de un barrio, de un jaenerísimo, noble, labrador, laborioso y entrañable barrio —marco de mi infancia inolvidable—, para convertirse, de una vez por todas, en el estallido de fervor mariano más esplendente que se diera en Jaén. Este símbolo celestial, pequeño y compartido por el pueblo jaenero, merece que las madres sigan llamando Capilla a sus hijas en la pila bautismal, pues es un hermoso nombre que las identifica con el terruño amado, tan dejado por todos, tan olvidado a veces, tan apático muchas otras, tan paralizado casi siempre, que de una vez por todas debe despertar al calor de un patronazgo que muchas otras ciudades envidiarían al conocer la belleza, la sublime fantasía, el divino don de la fascinante  historia que lo hiciera posible.

AQUELLA MÁGICA MADRUGADA

Porque justo en la tibia medianoche del once de junio de 1430, mientras dormían los humildes habitantes de esta ciudad fronteriza entre Castilla y el sultanato nazarí —que tantas incursiones devastadoras había perpetrado tras sus murallas en los últimos años, y no precisamente amigables al no conceder alafia para los moradores de la ciudad en sus aceifas —, sucedió un prodigio digno de ser recordado y cantado por juglares intemporales. Cuando la luna alcanzaba el cenit de su carrera de plata arrebolada, duende, sonrisas, marfil, helada miel y chicharras, de pronto, un rayo de luz vivísima rasgó los cielos, en un instante eternizado, haciendo enmudecer a los grillos —metálicos rapsodas de las sombras—. Ladran los perros alertados por su fino instinto de alguna presencia fantasmal; después callan asustados. Un albo y fulgurante cortejo de otro mundo pasea la calle principal del viejo arrabal de san Ildefonso. Cuatro jaeneros desvelados son testigos preferentes del prodigio. María, Juana, Juan y Pedro quedan paralizados ante lo que ven sus ojos, y a través de los postigos de sus ventanas, o encaramados, temblando de miedo, a una tapia, no pierden detalle de la mágica procesión que camina por la calle maestra del arrabal, hacia san Ildefonso, desde la Iglesia Mayor. En sus declaraciones posteriores creen reconocer en la dueña, de rostro más brillante que el sol,  que sostiene  a un niño de fuego  entre sus brazos, a la Virgen María, a la Madre de Dios. Siempre la misma historia…

Ella no se manifiesta a políticos, mercaderes o científicos, ni a soberbios intelectuales, ni a escépticos que solo aceptan la porción de verdad que es capaz de captar sus limitados sentidos. Lo hace a personas humildes, como a Juan de Rivas, el pastor de Colomera, o Juan Diego, el indio guadalupano. Lo hace con niños ingenuos como en Fátima, o Lourdes, La Salette, Medjugorje, o Garabandal. Se muestra a  gente corriente, a veces iletrada, pero que no ha perdido aún la capacidad de reconocer los prodigios. Jaén es ahora, en ese momento fugaz, una continuación del Paraíso. Un prodigioso agujero de gusano une la villa, arriscada y olivarera, con los elevados  confines de  dimensiones ignotas:

Se cierne por la ciudad

  un manto negro de seda; 

mar oscuro de la noche

y su oficio  de tinieblas.

Sobrevuelan los presagios

por senderos y veredas

de Jabalcuz, san Cristóbal,

el Zumel o La Pandera.

Duerme Jaén apacible

mientras la virgen se acerca…

Cuando surgen, de la nada,

siete cruces, siete enseñas

del símbolo redentor

bendiciendo las callejas.

Tras las cruces se divisa  

una blanca y bella dueña

que apretado contra el pecho

un tierno niño sustenta.

De su rostro inmaculado

nacen todas las estrellas

siendo sus pasos pausados

latigazos de belleza,

que flagelan las entrañas

disipando las tristezas,

presagios de mar en calma,

ramos limpios de azucenas,

pues limpia de toda mancha

su inmaculada presencia.

Va Capilla, paseando

por las sendas más jaeneras

escoltada por un coro

de angelicales presencias.

Brillan sus ojos de madre,

hablan sus manos de reina,

cantan sus labios las coplas

que unen el cielo y la tierra,

  mientras brota en sus mejillas,

un rosal de  primavera,

y son los ojos del niño

como dos limpias luciérnagas;

lumbres  que rasgan  las sombras,

promesas de vida eterna.

La Virgen mira a Jesús

con una sonrisa  tierna.

El niño mira a Jaén

que ante su mirada, tiembla.

Es el Tiempo un mar sereno,

el olivar, calma quieta,

la noche un pozo sin fondo

con aguas de luna fresca.

¡Qué suerte el haber nacido

en esta bendita tierra

donde pusieron sus plantas

Hijo y Madre en primavera!

 

Prosigue el pulcro cortejo su lento transitar entre melodías sobrenaturales entonadas por espíritus angélicos que custodian a su reina. Se detiene en el Altozano, la actual Reja de la Capilla. La Virgen se acomoda en sitial de plata, entonan los clérigos salmos en torno al altar, vuela el incienso como una caricia, y los coros de querubes desgranan líneas melódicas que estremecen la madrugada con sus sones de otras esferas. Tiritan las estrellas, aterecidas de amor, desde sus púlpitos de hielo galáctico. Todo es paz y armonía. Es como si hubiera mutado el mundo conocido. Los jaeneros dormidos creen soñar que la ciudad se ha hecho hogar de acogida para la inaudita procesión, hasta que, de pronto, tocan a maitines en la Iglesia Mayor de la ciudad, curiosamente llamada de Santa María; estaría escrito desde antes del Tiempo. Y la prodigiosa visión se esfuma a la misma velocidad que apareció. Vuelve la vida anterior al sueño. Ladran de nuevo los perros, retornan los grillos a emitir sus monótonos y chirriantes maitines gregorianos, emite el autillo el críptico lamento de su invariable metrónomo. Todo ha parecido una delirante fantasía onírica. Retornan los desvelados a su lecho de pajas, con el corazón abrumado por una mano poderosa. En días siguientes relatarán temblorosos todo lo sucedido.

¡Bendita sea la hora en que María Santísima descendió del cielo a nuestra ciudad para socorrer a nuestros mayores…! Todavía no se ha borrado en nuestra memoria colectiva el glorioso rumor de sus pisadas al hollar nuestras descarnadas veredas urbanas. Ruega siempre por nosotros, acoge a Jaén bajo tu manto en estos momentos duros que atravesamos, y no te olvides de un solo nombre jaenero, pues nos tendrás que presentar a todos nosotros, como hijos predilectos, cuando crucemos el umbral de la muerte y la Vida, para caer de hinojos ante el Trono del Altísimo.

Es nuestra historia más hermosa, la más digna de ser retenida en la mente por todo jaenero que se precie de serlo. La acción sobrenatural trasciende el modo discursivo y limitado de la razón humana. María, la Madre de Dios recorrió nuestras calles. Estoy convencido de que fue así; algo, dentro de mí, lo proclama. Desde aquel momento Jaén no es la misma ciudad. Es la puerta del cielo; la que conduce desde el extenso olivar y las montañas azules y cortadas que enmarcan, con primorosa delicadeza, el extenso caserío, hasta otras dimensiones gloriosas donde no existe la guerra, el odio, la injusticia, el caos, la división, el desamor, el temor y las sombras de la muerte. Ella nos anticipó la Gloria, nos la regaló con su misteriosa predilección por esta tierra sencilla, olvidada del mundo, maniatada y sin pulso por la dejadez de muchos de sus habitantes, pero que es digna de eternidades desde que fuera habitada por sus primeros pobladores. María  la Madre de Dios, puso Capilla en la ciudad y nos conectó con lo Infinito. Su visita dejó abiertas los umbrales del Paraíso. El que no los traspase será porque no quiera hacerlo. Nuestra tierra natal es una ciudad elegida. Lo saben todos los jaeneros. Lo llevan en las entrañas escrito en lápida de gloria. Lo proclama, a gritos, apasionadamente, su corazón cuando dicen, brillándole las pupilas como el lucero del alba:

Por eso quiero vivir

en Jaén hasta que muera

contando, por primaveras,

el flujo de mi existir.

Si tuviera que partir

¿quién sabe por qué motivo?

y  dejar de ser cautivo

de su infinita belleza,

moriría de tristeza;

no sé vivir sin olivos.

 

No sé vivir sin su aurora

sin su cielo vespertino,

sin el hechizo divino

de su nombre, que enamora.

¡Ay Jaén! mi alma te adora,

y bendigo mi fortuna

al haber sido mi cuna

naciendo tras tus murallas;

sé que, vaya donde vaya,

como tú no habrá ninguna.

 

Quiero mirarme en tu cielo

para sentirme pequeño,

soñarte en todos mis sueños,

volar junto a ti en mis vuelos,

santificar el anhelo

de quererte, tierra mía,

al visitar, cada día,

a la señora Capilla

y, postrado de rodillas,

saludarla: ¡Ave María!

 

En este junio dramático, por más que lo quieran dulcificar algunos, asolados por la horrenda pandemia y sus futuras consecuencias, tocado el corazón  por el dolor de tantos jaeneros, conocidos y anónimos, que nos dejaron, por la ansiedad de muchos otros que han vivido, en dramática soledad, tan cruel confinamiento, cuando llegue el día anhelado y, tras la santa Misa Votiva de Cabildos matutina, se haga un nudo en el corazón jaenero al no poder salir la procesión a nuestras calles, hay que gritar con más fuerza que nunca, con la sangre bullendo a borbotones por el nobilísimo caudal de nuestro grito: ¡Viva la Virgen de la Capilla! ¡Viva la Madre y patrona  principal de nuestra tierra! ¡Viva Jaén, ciudad mariana, tierra de los prodigios celestes!  Y a ese clamor colectivo, se unirá la plegaria poética de cada cofrade, de cada horquillero, de cada camarera; de cada jaenero de corazón generoso, cuando reciten, con emoción y los ojos llenos de lágrimas de amor, a su tierra, a sus tradiciones mejores, y a esta Virgen, diminuta y gloriosa, madre y protectora que reina muy dentro de su ser, en el mismo lugar sagrado donde comparten su imagen bendita con la de la ciudad amada:

 

¡Qué suerte el haber nacido

en esta ciudad de bien,

antesala del Edén!,

donde vivo, estremecido,

y moriré, redimido,

gritando ¡Viva Jaén!

 

Foto: Procesión de la Virgen de la Capilla (PASIÓN EN JAÉN)                                       

                                          

 

 

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