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Harto de prisiones, de carceleros del cuerpo y la mente, de diseñadores de nuevas normalidades al servicio de conductas lanares, de modernos inquisidores que condenan al ostracismo al que se le ocurra mantener pensamientos propios, cuando por fin permiten el desplazamiento a través de la frontera entre Jaén y Granada, subimos el coche, mi primera mujer y yo, camino de Sulayr, y sus últimos neveros. Así llamaron los árabes a Sierra Nevada, quizá por deformación del nombre romano; mons solaris.  Hemos decidido, este sábado de san Antonio, rememorar nuestro noviazgo granadino, cuarenta y ocho años después. No hay apenas tráfico en la tarde primeriza, por cuanto el viaje resulta de una serenidad gratificante. Tras aparcar en el Triunfo, abordamos, enlazadas las manos, la ruta de nuestros recuerdos mejores. En aquellos días añorados, la recogía después de comer en la puerta de la Residencia de Enfermeras del Hospital Clínico, donde estudiaba interna, a punto ya de titularse y, tras tomar un café preñado de danzas nerviosas de cucharilla, y miradas estremecidas a sus ojos de ataifor —chilancos de aguas profundas—, y a la noche sin estrellas de su larga cabellera, emprendíamos una ruta iniciática, plena de misterio y belleza por la Granada de los sueños mejores. Todavía palpitan por el aire pavesas ardientes de aquella gigantesca hoguera que incendió nuestros corazones en mayo y junio del 72.

Hoy cruzamos frente al Arco Elvira, con sus airosas almenas y arco de herradura, en cuyas inmediaciones poseyó el portugués, Joao Cidade una librería antes de ser llamado al auxilio de las calamidades humanas, para tomar bastón y capacho, y patear la ciudad en busca de menesterosos a quien atender y llevar el consuelo de Cristo hasta sus cuerpos dolientes, y sus mentes cansadas de sufrimientos. Hoy, San Juan de Dios es un símbolo para los habitantes de esta ciudad preñada de encantos infinitos. Lugar para perderse en un sueño eterno. Sin poder evitarlo, Lorca, el magno poeta de la Huerta de san Vicente, acude de inmediato a mi memoria con su clarividente pluma, que eso es un poeta; un zahorí que alumbra, en un instante, lo que casi nadie es capaz de ver:

                                  Por el arco de Elvira

                                  quiero verte pasar,

                                  para saber tu nombre

                                  y ponerme a llorar

 

                                  ¿Qué luna gris de las nueve

                                  te desangró la mejilla?

                                  ¿Quién recoge tu semilla

                                  de llamarada en la nieve?

                                  ¿Qué alfiler de cactus breve

                                  asesina tu cristal?…

 

                                  Por el arco de Elvira

                                  voy a verte pasar

                                  para beberme tus ojos

                                  y ponerme a llorar…

 

Es dura la empedrada cuesta de Alhacaba —nombre árabe que, curiosamente, significa “la cuesta” —, aunque en aquellos días remotos ni tan siquiera apreciábamos su porcentaje, porque hibernaba, en espeso y críptico silencio, un tiempo paralizado, y contaban mucho más otros mundos, sutiles, inaprensibles, laberínticos, cuánticos; el universo de la magia, el amor y la pasión; casi un arrobo místico; porque eso es el amor, un rapto extático, un atisbo del Paraíso, una comprensión fugaz de todo misterio, una salida del Tiempo. Mi mujer se detiene para hacer fotos de rincones moriscos que pintará más tarde, mientras yo rememoro aquellas ascensiones de cuerpos enlazados, calzada mi novia morena, cartagenera,  con unos zuecos de piel negra provistos de una gruesa suela de corcho, último grito de la moda femenina juvenil de la época, que la hacían de vez en cuando, desequilibrarse, en balanceos funambulistas, lo que resultaba excusa perfecta para asirla por el talle con encendida pasión, aspirando el sahumerio, invisible y perfumado, del jardín, colgante hasta la cintura, de su largo pelo de carbón, y perder la consciencia por breves segundos —que resultaban prodigiosas eternidades—, al asomarme al brocal del pozo de aguas abisales de sus lánguidos ojos de miel de romero, de nube de caramelo, de luna de otoño.

Llegamos, solitarios y eufóricos, hasta la Plaza Larga, núcleo vivencial albaycinero, pero ¡oh desilusión!, “Casa Pasteles” está cerrada a cal y canto, y debemos renunciar a nuestra anhelada leche merengada, que no hay lugar conocido que puedan mejorar la preparación de este delicioso brebaje que tanto compartimos en aquellas tardes ensoñadoras. Repuestos de la pequeña decepción pasamos bajo la luz del zirí Arco de las Pesas, para enfilar el callejón de san Cecilio camino de la Plaza de san Nicolás. Pero antes decidimos reponer fuerzas en un restaurante que encontramos abierto, normalmente plagado de turistas, hoy apacible y acogedor. Sentados en la terraza, nos atienden camareros enmascarados que me hacen pensar en una novela del Coyote, y damos cuenta de un sustancioso y extenso aperitivo —que servirá de cena temprana, pues practicamos  horarios europeos—, comentando con el dueño, la crisis que han debido soportar y los malos presagios que nublan el horizonte visual. Esta Granada resulta novedosa en tiempos pandémicos. No hay un solo extranjero. Ni un solo muslo, grasiento y escarlata, embadurnado de nivea, ni una sola mirada de ojos rasgados, ninguna gymkana obsesiva de tomas fotográficas. Tan solo gente joven y familias de los pueblos cercanos que han decidido abandonar el encierro y asomarse a uno de los puntos de hermosura más punzante y evocadora que puedan ser imaginados. Este es el entorno del mirador al que ahora accedemos con recogida unción, como si pisáramos un recinto sagrado, palpitando las entrañas con la visión que se nos ofrece y la dulce carga de recuerdos añejos. La cruz preside el empedrado de la extensa lonja. El ambiente de la plazuela me recuerda el de aquellas pretéritas tardes de primavera, cuando estaba copada por gente del barrio, niños que jugaban en tropel, ancianos de gancha en ristre y cigarrillo apagado en la comisura de los labios, madres haciendo punto entre risas, confidencias y silencios, jóvenes parejas que prometían eternidades con los ojos en blanco, y algún curioso que había subido atraído por el imán de tan soberbio otero, donde puedes ser dueño del Universo sentado de cara al sur.

Es difícil soportar tanto delirio paisajístico, tantas evocaciones palpitantes que escalan los adentros, sin quebrarse el gesto, o poder evitar que una lágrima pionera quiera asomarse a la azotea de las pupilas. Los cipreses albaycineros acuchillan la tarde con su agudo lamento, pero dejan contemplar un paisaje de sublime fantasía: La Alcazaba, primitiva residencia de al-Ahmar, el palacio que edificó Carlos V, queriendo superar la irreal armonía de las construcciones allí existentes, olvidando que la Alhambra jamás podría ser cristiana, la iglesia de Santa María de la Alhambra, los palacios nazaríes con sus excelsos miradores, la torre de Comares, el Peinador de la Reina, el palacio del Partal con sus vigías arbóreos, y, a nuestra izquierda, en las alturas, reluciente al surgir de  la floresta, el Generalife; un blanco caserío, sembrado de jardines entre  edénicos verdores y cabriolas acuosas. Al fondo, los últimos neveros serranos alicatados sobre el azul lejano de las rocas metamórficas, que forman el núcleo geológico de este prodigioso plegamiento alpino, cuyo flanco norte son nuestras sierras jaeneras. Y, descendiendo del prodigioso alcor, las Torres Bermejas y el rumor callado de Granada, la ciudad que enamora incluso antes de pronunciar su nombre. Puerta del universo, misterio palpitante, mágico centro de poder, nudo gordiano de la belleza. Más allá, la vega, donde, volviendo la vista al pasado remoto quiero distinguir un brotar, aquí y allá, de torres y molinos, alquerías, almunias plagadas de moreras que gestarán la seda, acequias feraces reunidas en los alfoces, y vergeles frondosos. Estamos conmovidos. Por un cielo aciano camina el sol, paso a paso, hacia su ocaso esplendoroso que hará mudar los colores alhambreños por una gama mágica e infinita de oros de distinta ley, tonos crudos, carnales, aloques y rosas de ensueño prendidas en las lumbres del ocaso, hasta que las luces del monumento la hagan despertar de ese letargo de pasión vespertina. Será la Torre de la Vela, quien fije nuestras miradas con sus banderas ondeando al viento como mudos testigos de tanta hermosura inasible, de tanto fuego cordial, de tanta emoción contenida. Vuelve Lorca a la mente, caricia poética, latigazo de ternura. Sus versos son puñales que desgarran el alma en un quejido de amor y emoción:

                           Solamente por oír

                           la campana de la Vela

                           te puse una corona de verbena

 

                           Granada era un luna

                           ahogada entre las yedras.

 

                           Solamente por oír

                           La campana de la Vela

                           Desgarré mi jardín de Cartagena

 

                           Granada era una corza

                           rosa por las veletas…

 

Nos da vértigo —cosas de la edad—, sentarnos con las piernas colgando al vacío como aquellas tardes remotas de azul turquesa, pan de oro en los muros alhambreños, naranjas exprimidas por el cielo, y mudas caricias. Nos acomodamos de perfil, cambiándolo cada cierto rato. Estamos en silencio, sin necesidad de palabras —qué lenguaje más pobre el oral en instantes similares—. Porque existen momentos, situaciones en las que nada que se diga puede añadir rasgo alguno a lo sentido. Una catarata de recuerdos se despeña por mente y cuerpo, y siembra de escalofríos cada meandro de la sangre. Nos parece estar solos, con nuestros mundos mejores, sintiendo y soñando, haciendo presente el pasado, recreándolo, reviviéndolo,  eternizándolo. Al elevar la vista, ahí está Granada, la roja fortaleza, la selva, glauca y espesa, que la envuelve, el murmullo del agua, leve repique de plata que puede oírse sin esfuerzo, el sol jugando a pintor de paleta carmesí. Es la primacía inapelable de los sentidos, de la belleza cruda,  desnuda, que casi duele; del amor, de la vida y la muerte…

No queremos abandonar este luminoso mirador de la transfiguración, pero el tiempo pasa. En aquellos crepúsculos de nuestros recuerdos, cada día descendíamos por un trayecto distinto, cuerpos siameses, risas bobas, chicoleos de fuego, besos furtivos, hablar susurrante, corazón con corazón bajo la caricia de jazmines, galanes y cinamomos. Hoy elegimos la ruta del Camino Nuevo, de san Nicolás, junto al carmen de Moraima y el prodigio de Santa Isabel la Real, mientras mi mente evoca aquel distinguido jaenero de Arjona, Muhammad ben Yusuf ben Nasr, que se alzó en 1232 conquistando Jaén, aunque sometido al vasallaje del Rey Santo, para formar un emirato independiente en el convulso período final almohade. Entró en Granada en 1238, para fundar la dinastía nazarí. Era hombre de venerable linaje árabe, nuestro ibn al- Ahmar el urgavonense. Con suprema visión política eligió el momento oportuno para perpetuar la presencia árabe en al – Andalus. Y hubo factores que favorecieron la estabilidad del reino naciente: el marco montañoso intrincado de su territorio, la ayuda norteafricana benimerín, o las luchas internas que desangraban Castilla. Con inmenso dolor debió ceder a Fernando III, en 1246, Jaén de los sueños y los vientos, una gran pérdida que, sin embargo aseguraba desde un principio la cohesión territorial del reino naciente, a través de pactos y prebendas. Y creo cruzarme en mi paseo con aquellos nazaríes a los que describía el gran historiador y político lojeño Ibn al-Jatib, en su detallada y deliciosa obra: “El resplandor de la luna llena acerca de la dinastía nazarí”, como granadinos de piel blanca y negros cabellos, de estatura más que mediana, y lengua árabe de acendrada pureza, que vestían paño de lana teñido en invierno, y lino, seda, algodón y pelo de cabra, en verano, con capa de Ifriquiya y velos tunecinos. No usaban turbante. Tan solo lo hacían jeques, cadíes, ulemas y el ejército magrebí. Sus mujeres eran bellas, medianamente gruesas, no muy altas, de cuerpo agraciado, cabellos sueltos y abundantes, aliento perfumado, ademanes garbosos, palabras discretas y fina conversación, amantes de adornos y afeites, de tisúes de oro y brocados, de encantadora frivolidad en sus atavíos…

Recalamos por fin en la enjundiosa plazuela de san Miguel Bajo donde vuelan los niños, libres como palomas, en ruidosa y festiva algazara, como siempre han jugado a lo largo del tiempo todos los arrapiezos de este barrio incomparable. En cualquier momento creo oír las añosas letras picantes de las coplillas que se cantaban por estos enclaves como aquella que rezaba:

 A encerrar la vieja que es una tía pelleja. La vieja, la vieja, la tía pelleja se tira follones por “tos” los rincones… a encerrar la vieja, que es una tía pelleja…

E imagino el gesto adusto que exhibiría alguno de aquellos individuos, siempre presentes en cualquier plazuela, de piernas arqueadas, talla pigmea, gafas de concha, traje ajustado, pantalón rabicorto y calcetines blancos mientras amonestaban al pequeñuelo por la heterodoxia de los cantares entonados por su boca infantil, que, por otra parte eran típicos de las gentes de su barrio. ¿Quién de nosotros no ha entonado piezas escatológicas en nuestra infancia jaenera de saltimbanquis callejeros? Incluso hemos compuesto su letra y música. Puedo asegurarlo. Las conservo en la memoria.

Aprovecho que está la Iglesia de san Miguel abierta para postrarme a las plantas  de la Virgen de la Aurora, una dolorosa de gesto desmayado, delicioso, que roba el corazón a los albaycineros cada Jueves Santo, congregando en la plazuela una ingente masa humana para verla salir y enfilar la cuesta que la bajará a Graná al son de la bellísima marcha Palio Blanco, compuesta en su honor, uno de los himnos de la Semana Santa granadina.

Bajamos, abrazados, enmudecidos, por la calle san José repleta de esquinas encaladas primorosas y floridas. Está el barrio muy bien conservado. Limpio y reluciente, cuidado, protegido y querido por sus habitantes y por los munícipes. Cada rincón es un nuevo descubrimiento; una agradable sorpresa. Me invade una ola de envidia recordando la situación de los barrios altos jaeneros. Me desespera tanta incuria y dejadez por parte de todos nosotros a lo largo del tiempo. Me aprieta un nudo de angustia al pensar en lo que ha podido ser nuestra ciudad y nunca ha logrado conseguir. Llegamos a la Iglesia de san José. Me maravilla su estampa, el aljibe que sobresale de la fachada, así como el alminar zirí de la antigua mezquita de los morabitos o ermitaños, muy bien conservado y rematado por un campanario cristiano. Ambos se encuentran separados del templo cristiano. Seguimos el descenso, cuando, de repente, se nos presentan, en cercana lontananza, las brasas finales del crepúsculo fogueando sobre la Torre de la Vela. Y vuelvo a temblar con pasión agradecida:

                                Solamente por oír

                                la campana de la Vela

                                me abrasaba en tu cuerpo

                                sin saber de quién era…

 

Cruzamos los Grifos de san José, una estrechez en que capataces y costaleros de la cofradía albaycinera tienen que hacer maravillas para que el cortejo llegue incólume hasta el centro de Granada. Llegamos, entre dos luces, a san Gregorio Bético y, por Cárcel Vieja accedemos al soberbio esplendor de Plaza Nueva, con la imponente y renacentista Real Chancillería fundada por Isabel de Castilla, y, al frente, el prodigioso desmayo mudéjar de la Iglesia de santa Ana, coronada por el bosque alhambreño y la ubicua Torre de la Vela sobre la que se han encendido candelas que la destacan de las sombras crecientes. Enamora Granada, se incrusta en los adentros sin apenas darte cuenta.

Llega un momento presentido.  Mi primera mujer, dice con voz firme, inapelable: —No me voy de Granada sin tomarme una cassata, o una tarta de “Los Italianos”. De inmediato está en la cola pandémica, mientras yo, poco amante de las esperas, me siento en la terraza de Bernina, al final del callejón, y degusto un helado de vainilla y mantecado que me renueva cuerpo y alma.

Una Gran Vía casi desierta acoge nuestro lento paseo final. Es como si no quisiéramos abandonar esta ciudad inigualable. Seguimos hablando poco. Hay mucho en qué pensar, detalles que saborear reverdecidos en la memoria. Por ejemplo en las abundantes lágrimas que derramó mi mujer cuando la convencí para irnos a vivir a Jaén, cuando ya teníamos la vida hecha en esta ciudad. A veces no me lo perdono. Nos conocimos y enamoramos en Granada. Nos casamos en el prodigio de su Cartuja, mi primera hija es granadina, nacida un día del Corpus… Ella llevaba años trabajando en su Residencia Sanitaria. Pero Jaén era un imán a cuya atracción no supe, ni pude resistir, ni siquiera por el  amor de una mujer. Sin embargo ella lo sacrificó todo por mí. No sé qué haría yo ahora…¡no lo sé! Sin embargo nada ha cambiado. Cuando volvemos a Granada nos parece que jamás hubiéramos abandonado esta ciudad de bellezas  infinitas, de misterios irresolubles a flor de piel. Aún es nuestra casa.

Mientras conduzco hacia Yayyán pienso, ¿en qué hemos podido equivocarnos los jaeneros? Desde luego Jaén no puede compararse con Granada por múltiples razones, pero es una ciudad de una sencilla belleza, un torrente de luz, un mundo de ensueño en su encantadora modestia, plena de rincones inolvidables. ¡Si hubiéramos podido hacerlo! ¡Si la hubiéramos sabido amar, proteger, conservar, mimar, renacer, adecentar, impulsar! Pienso que existen ciudades y pueblos que no poseen las delicias urbanas de Jaén, pero da gusto pasear sus calles, admirar la conservación de sus edificios, de su casco histórico, aprender de su urbanismo bien diseñado, de su inmaculada limpieza, del aprovechamiento de cualquier rincón de su caserío para ser mostrados con orgullo a visitantes boquiabiertos, ojipláticos…¡Si hubiéramos sabido hacerlo!…Dios mío ¡qué pena tan grande!

Cuando la veo aparecer en el horizonte, en el regazo de los montes, destacando iluminada en el mar oscuro de la noche algo se desgarra dentro de mí. Y me vuelvo a enamorar de ella. Sueño con subir al Castillo, mirarla entre lágrimas, pasear la senda caliza que me lleva a la imponente Cruz, sentarme en sus gradas, abrazar su divina blancura, mientras tengo a mi Jaén a mis pies, como una hurí de sublimes encantos, y le declaro mi amor en forma de un poema que comienzo a escribir en el pensamiento en los últimos km. del viaje. Más tarde le daré forma. Hasta lo titulo en este instante: Se llamará En la cruz del Castillo:

 

Abrazado a  la cruz

en el atardecer

he vuelto a descubrir

tu cuerpo de mujer.

 

¿Quién olvidó tu  belleza

renegando de su cuna

         que es canción de noche y luna

de inmaculada pureza?

¿Quién te trata con dureza

y te deja de querer?

 

Abrazado a  la cruz

en el atardecer

me rompe el corazón

tu cuerpo de mujer.

 

¿Quién te dejó desvalida

en manos de la desidia?

¿Qué parálisis de insidia

te mantiene yerta, herida,

olvidada, malquerida;

rosa aún sin florecer?

 

Abrazado a la cruz

en el atardecer

me florece en el alma

tu cuerpo de mujer.

 

¡Qué doloroso castigo

verte postrada, impotente,

olvidada de tu gente,

sin tener un solo amigo,

pues mal se portan contigo

los que te dicen querer!

 

Abrazado a la cruz

en el atardecer

se funde en mis entrañas

                            tu cuerpo de mujer…                        

 

Es amor lo que un jaenero debe sentir por el lugar que fue su cuna. Porque sin él jamás será posible el cambio. Sin amor y sin pasión desmedida por esta ciudad nada podría salvarla del abandono, la dejadez y el olvido.  

 

Foto: Medio siglo después…

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