Skip to main content

Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Querida Plaza Rosales. Quizá ésta sea la última carta que te escriba. Han sido muchos años viéndote desde un balcón, en el que he intentado aprender a quererte. Y, ciertamente, créeme, lo he conseguido. Lo que sí quiero que sepas es que lamento, profundamente, que mis hijas no hayan podido andar por tu suelo las veces que yo hubiera querido. Algunos elementos externos, ajenos a tu cuidado, lo han impedido. Pero no estés triste, no tiene importancia.
Es la primera vez que no veo tus noches de navaja abierta. Junto con el cantón de la Ropa Vieja y La Torre del Concejo eres la flor del barrio de San Juan. Aquí supe, entendí, lo que es el ser humano, con sus aciertos y miserias. Gente a la que voy a extrañar. Su vida es el alba, la amanecida que los acompaña en busca de un porvenir. Sin embargo, tengo que decirlo, a veces, parecen no saber en el lugar tan maravilloso en el que viven. Espero, amiga mía, que en su alma prenda la llama que los alumbre. Y abandonen la oscuridad en la que han decidido vivir.
Suena la sonata número 3 de Beethoven. Me asomo por la ventana y no te veo. Descubro la torre de una Iglesia, también famosa y vieja como la de San Juan. La vida me ha expulsado del confort, de la protección de tus murallas, y me ha dado un nuevo destino. A partir de ahora, seguiré amándote desde los extramuros de la ciudad, en un arrabal. Aquí dicen las crónicas que murió el Lagarto de Jaén.
Aquí, querida, instalaré mi nueva capilla. Aquí seguiré luchando por tu bienestar. Aunque, a veces, y perdóname, tengo ganas de arrojar la espada, dejarla que se la lleve el río de la desesperación.
Las niñas y Natalia duermen en esta primera noche de arrabal, de calle Empedrada y Vandelvira; de Horno Chinchilla y de cuesta Tosquilla… ¡;Cuánto me dueles Jaén!
Subiré, todos los días, al lugar de tu montaña. A ese Jaén que se hizo en tu piedra principio. Pero no será el final. Iré con ellas, y también con ellos: mis amigos. Me acompañarán Gregorio, José Domingo y Paco. Hermanos, en cuerpo y alma, que velan por mi bienestar. Su sabiduría es la flor de la que todos debemos de aprender.
Ojalá, amiga querida, hubiera más gente igual que ellos.
Duermen, en mis sueños, los rosales de la plaza que nunca te debieron de arrancar.
No te olvides nunca de mí. Siempre tuyo este aprendiz de la vida.
Revive, en tu quietud, cada mañana. 

Foto: Plaza Rosales. (ER Arquitectos).

Dejar un comentario