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Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR/ Duermo como un lirón careto. Desde las diez de la noche, cuando apago la luz tras media de lectura de algún habitual en la mesita de noche  —siempre relecturas—, son al menos siete horas en las que estoy ajeno a todo, inmerso en universos mágicos, pero no por ello menos reales, quizá hasta pueden serlo más, pues lo que llamamos “realidad” tantas veces es una ilusión de nuestros limitados sentidos, un engaño, pura maya. Eso sí, cuando me despierto, desisto de intentar adormilarme de nuevo y abandono el lecho con sigilo para no molestar a mi primera consorte. Eso suele suceder entre las cinco y cinco media de la madrugada.

Hora sacra. Aúlla el silencio; puede palparse, te abruma, pesa, y, al mismo tiempo es sutil caricia, paz abisal, que dota a cuerpo y alma de una ingrávida levedad. Abro la puerta a los gatos que desfilan hacia el espacio exterior, pausados, ceremoniosos y rabienhiestos, con pisadas cortas y elegantes de ballet Cascanueces. Estirándome en el jardín elevo la mirada al cielo para fijar la posición de las constelaciones, aspiro con hondura la delicada terneza de una brisa perfumada de estrellas azules y aromas del monte, y es entonces cuando paso a revisar mis urgencias mingitorias que son más bien moderadas, y las de mi perro, en un corto paseo, que suelen ser de caudales amazónicos. Después llegan unos momentos íntimos, eternos, inigualables, profundos, inabarcables, míos. Conecto Radio Clásica, que al menos a estas horas es menos Radio Palabra que nunca, ¡loado sea Dios! Preparo mis pertenencias tras un ayuno de 12 horas: zumo de naranja, pronto será de granada, dos nueces, café caliente y aromático sin azúcar, tan solo pintado a la acuarela de canela, tostadas de aguacate, tomate, aceite y jamón —a veces, caballa de caladeros atlánticos cercanos a la zona sísmica del cabo san Vicente—, algunos días tapizadas de esponjosos huevos revueltos cocinados a fuego lento con su pizca de pimienta, o, en ocasiones fritos,  escoltados por finas lonchas de pernil de cerdo.

Tras un afeitado y rápida ducha cantabile, más bien tarareabile, e incluso estornudabile —¿qué tipo de alergia otoñal será ésta?— tomo el camino del hotel villariego, junto al Río Eliche, donde ya me espera Manolo a las siete de la mañana momento en que abre el local y lo primero que hace es prepararme mi café cortado, acanelado, con la escolta de un gran vaso de agua helada  —me encanta el agua; por estos lares la tienes que mendigar con palabras sumisas, pero en mi reciente viaje a Nueva York, el camarero te rellenaba el gran vaso con hielo cada vez que pasaba a tu lado durante el desayuno. Al intento de hacer lo mismo con el café debías negarte, porque hubieras salido de allí con taquicardia y cejijunta mirada censora, como ciertos jueces cuando arbitran al catorce veces campeón de Europa—. Le ruego que quite el telediario, porque la integridad de mis circuitos neuronales es admirable, pese a la edad, y no quisiera problemas de un hardware defectuoso inducido en ellos, que me convirtiera en un clon satisfecho de mi cómoda estabulación, amante declarado, y, además, abúlico, de  mis solícitos pastores religiosos y laicos; ahora ya no hay excesiva diferencia.

Abro word, y sigo componiendo uno de mis escritos, mientras contemplo de reojo —la capacidad humana para hacer varias cosas a la vez es sorprendente — las idas y venidas de los madrugadores que toman su café con rostro de profunda  desgana, como si fuera una penosa obligación, antes de marchar al cumplimiento de sus obligaciones cotidianas, o de sus ocios retribuidos —en este país abundan estos últimos   casos—. Algún cliente del hotel que no me conoce se queda mirándome fijamente, como hechizado por un mágico sortilegio, planteándose perplejo qué diablos pinta un señor de pelo blanco, aunque escaso, y edad más que provecta, a esta hora agresiva y oscura aún, por el dichoso y nefasto adelanto horario, aporreando las teclas de un ordenador portátil, entre buchitos de café y miradas ensimismadas al exterior con la barbilla apoyada en el dorso de la mano derecha. Se va sin respuesta rascándose la cabeza. Pudiera ser, piensa, que el cambio climático afecte a la integridad neuronal de las personas.

DIÁLOGO CON JAVIER

Entra Javier Pajares, un arquitecto jaenero que pasa gran parte del año en un chalet diseñado por él, El Cubo, cerca de mi casa. Javier estudió en Maristas dos cursos por encima de mí, pues nació en el año en que Manolete fue muerto por Islero en Linares, cansado de todo, asténico, sin fuerzas físicas, pero aún enamorado hasta el tuétano  de Lupe Sino quien para el diestro cordobés hizo honor a su apellido.

Javier era muy deportista. Practicaba varios deportes: fútbol, balonmano, hockey sobre patines… Buen jugador de baloncesto en aquel equipo que entrenaba el hermano Alfonso, “El Nerón”, donde estaba con leyendas maristeñas como Paco Cachón, Acosta o Guti “Pepino”, entre otros. Estudió la carrera en Madrid, donde se ganó unas pesetillas al ser seleccionado en el equipo de don Cicuta, el inolvidable personaje del programa de Chicho Ibáñez Serrador: Un dos tres responda otra vez  presentado por el limeño Kiko Ledgard. Era uno de los dos ayudantes del ácido y genial personaje, encargado de tocar la campana y gesticular como el protagonista de una película de Boris Karloff, ante cualquiera de los fallos de los concursantes, mientras su jefe, don Cicuta, el inolvidable Valentín Tornos, administraba una filípica corta, plena de gracejo, al confundido concursante, y Javier, con su compañero no cesaba en sus muecas y aspavientos embutido en su frac negro de enorme pajarita aterciopelada, coronado por un sombrero de copa y provisto de una luenga barba, atuendo que unido a su vertical figura quijotesca y a la precisión de su mímica le hacía ser muy convincente en su papel.

Ha cambiado poco en lo físico. Alto, longilíneo, huesudo, calmo en sus gestos; me encanta verlo pasear ensimismado por los alrededores con las manos a la espalda. Javier posee un grandioso mundo interior. Eso es fácil de advertir en la certera y abisal flecha de su mirada. Hombre educado, respetuoso, culto, prudente y elegante, cercano en el cara a cara, nunca deja indiferente su presencia. Posee lo que se llama porte; algo genético e instintivo en las personas; cualidad desigualmente repartida entre las gentes.

UN ARQUITECTO RECORDADO

Su padre fue el gran arquitecto santanderino Ramón Pajares Pardo,  casado con Rosario  Gutiérrez, distinguida señora de ancestros malagueños y montañeses que  tenía por ambas líneas familiares sangre marinera, pues era hija de un marino  de guerra y nieta, por vía materna, de un vicealmirante de la Armada Española con destacada participación en las guerras de Cuba y Filipinas. El matrimonio llegó a nuestra tierra cuando Ramón Pajares vino con el encargo de trabajar para Regiones Devastadas, organismo creado en 1938 con la idea de reconstruir monumentos, infraestructuras y viviendas dañados por los efectos de la contienda, llegando a los Jaenes con tal fin. Primero se aposentó en Andújar, en 1940, para recalar, cinco años más tarde, en la capital.

Me cuenta Javier pequeñas minucias sobre su padre. Le brillan los ojos al hacerlo. Me encanta oír hablar a las personas de sus antepasados; me resulta apasionante la restauración pormenorizada del árbol genealógico y afectivo de una familia. Lo sigo con atención. Habla de él con emoción contenida. Relata que, pese a aparentar en su porte una extrema seriedad, su progenitor era persona abierta y sociable, poseedora de un humor fresco, irónico y entrañable. Su huella profesional y artística será indeleble en nuestra tierra. Dejó la impronta de su arte y maestría arquitectónicas en un edificio emblemático como el colegio marista, construido bajo los auspicios de Joaquín Ruiz Jiménez, el por entonces Ministro de Educación Nacional, en el que tuve la inmensa suerte de formarme desde los cinco hasta los diecisiete años. Un edificio admirablemente concebido: amplio, simétrico, de espacios muy útiles, moderno, luminoso, bien distribuido y de una estructura equilibrada y atrayente en cuyas dependencias aprendí tantas cosas de la vida. Un edificio que pese a representar con precisión el modelo de arquitectura escolar de la época, tenía algo especial en su concepción que resultaba sumamente renovadora. Recuerdo la ilusión que me hizo, pese a mi corta edad, la llegada a este nuevo y flamante liceo que destilaba luz y alegría, cuando nos desplazaron desde la antigua sede, el viejo caserón que fue palacio de los Quesada Ulloa, frente a la Iglesia de la Merced.

Fue un estallido de júbilo infantil el descubrimiento de mi nuevo hogar escolar. Porque un edificio inanimado también puede tener alma, vida, ser poseedor de un lenguaje sin palabras que cala por dentro. El marco también condicionó mi aprendizaje.

Pero, además, Ramón Pajares trazó los planos de la espaciosa y flamante iglesia de Cristo Rey en la que colaboró con el pintor Baños, autor del mural que tanto ha cautivado mi mirada desde entonces planteándome en qué lugar de la escala gloriosa ascendente podría yo situarme en su momento. También la iglesia de Santa Isabel, en la  entrañable y popular barriada del norte jaenero, o la de san Pedro Pascual, en el populoso y paisajístico barrio sureño de La Glorieta, así como otras muchas en la provincia, como la airosa reconstrucción del Santuario marteño de Nuestra Señora de la Villa.  

Una imponente obra historicista de Ramón Pajares fueron, sin lugar a dudas, las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia en Úbeda, inspirada en el estilo renacentista de la ciudad de las Torres, así como diversas casas consistoriales, como las de Lopera o Porcuna, grupos escolares, cuarteles de la Guardia Civil, mercados municipales en estilo regionalista, centros de enseñanza pública, hospitales, polígonos de viviendas, mataderos, edificios de Correos y Telégrafos y muchos otros en una ingente obra profesional que está siendo revalorizada con el paso de  los años.

JAENERO DE ADOPCIÓN

Ramón Pajares, hombre inquieto cultural y socialmente, se integró plenamente en la vida local en múltiples actividades. Era un notable melómano muy vinculado al grupo Filarmónico Andrés Segovia, en el que vivió intensamente junto a su colega y gran amigo Pablo Castillo García-Negrete la creación del Premio Jaén de Piano, orgullo de nuestra ciudad, concurso ya plenamente consolidado fuera de nuestras fronteras. También presidió la Junta rectora de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, modelo y referencia cultural y social  jaenera, y fue Consejero del Instituto de Estudios Giennenses, y hasta vicepresidente de nuestro Real Jaén Club de Fútbol en los años 1956-58, cuando militaba en Primera División y se colmaba La Victoria de un público abigarrado llegado de toda la geografía provincial, y provincias limítrofes. Están vivos en la memoria los partidos memorables de aquel fútbol tan distinto al actual, pues mi abuelo, que tenía un palco en el estadio, acudía de mi mano puntualmente a cada cita de la tarde de domingo jaenero.

Ramón Pajares era creyente convencido y activo. Su fe religiosa le hizo ser miembro de Acción Católica y participar con ilusionado dinamismo en aquellos renovadores Cursillos de Cristiandad que tanto eco tuvieron a fínales de los años cincuenta y sesenta, y, entre otras cosas, desertizaron las filas cofrades de la época. De igual modo trabajó con entrega  en organismos eclesiales como Cáritas Diocesana.

ES UN MISTERIO EL AMOR

En las ciudades pequeñas, sin que puedas hacer nada por evitarlo, todos saben todo sobre sus ciudadanos, hasta lo que no saben, ni los propios interesados. Pero, con el paso de los años, olvidan las cosas buenas que hicieron estas personas y más en tiempos, como el actual, tan poco propicios para el agradecimiento que es virtud propia de bien nacidos. Por eso resulta de justicia resaltar su figura, valorar su obra, agradecer su entrega y recordar que son muchos los que han hecho Jaén en tiempos difíciles desde sus conocimientos profesionales, desde sus cualidades artísticas, y sobre todo desde la grandeza de su corazón que les hizo, al recalar en la tierra, saber conectar con sus gentes y aprender a amar a esta ciudad de luces y sombras que siempre resulta entrañable y acogedora para aquellos que vienen a encontrarse con ella con el deseo de integrarse en su tejido social, defenderla y trabajar por ella con todo el ser. Es muy fácil hacerlo. Si yo hubiera nacido lejos de aquí y hubiera llegado a conocerla más tarde, la querría con similar devoción a como lo hago ahora. Jaén tiene algo, se hace querer, pese a sus limitaciones, o, quizá también por causa de ellas. El amor es un misterio irresoluble, y, además, como pensaba Pascal, no tiene edad, siempre está naciendo… Jaén es su cuna.

La ciudad,  decía John Steinbeck, el escritor californiano, posee un sistema nervioso propio. Está viva. Es un todo emocional…; por eso no existen dos ciudades iguales, cada una posee una luz peculiar, un estilo vital propio; hasta huelen de manera distinta, y las estrellas palpitan con desigual titileo en sus seductores nocturnos. Mi recuerdo agradecido a cuantos sin conocerla traspasan sus murallas y aprenden a amarla, porque parafraseando al escritor americano Sam Keen: Aprendemos a amar no cuando encontramos la ciudad perfecta, sino cuando llegamos a ver de manera perfecta a una ciudad imperfecta. Algo similar ocurre con las personas.

Salimos Javier y yo de la cafetería del hotel. Promete ser un día caluroso. El veranillo de san Miguel este año se está prolongando. Ni siquiera nos ha llegado el cordonazo de san Francisco; quizá debamos esperar unas semanas aún para que aguas caladeras fecunden nuestro olivar reseco por la sequía y cese este calor anómalo que muchos científicos achacan a la erupción del volcán submarino de Tonga, hace año y medio, que proyectó a la atmósfera cantidades ingentes de vapor de agua que pueden aumentar la temperatura durante algunos años.

Al llegar a casa y prepararme para mi larga caminata diaria me queda el regusto de estas conversaciones con Javier, mi contertulio del alba, que han traído a la memoria la figura inolvidable de Ramón Pajares, un cántabro  que al cruzarse con la ciudad de los vientos y los sueños comprendió que el verdadero nacimiento se produce en la tierra que te acoge, y aún sin enamorarte de ella a primera vista, aprendes a quererla y luchar por ella a veces mucho más que habiendo nacido en sus confines. Eso con Jaén resulta fácil de comprobar para tantos y tantos que han sabido integrarse, desde un principio, con respeto y agradecimiento en ella. ¡Ya llegará el amor…! ¡Bendita sea su memoria!

Ramón Guixá Tobar

Foto: Con Javier Pajares, tomando el café del alba.

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