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Hoy 6 de diciembre de 2017 celebramos los españoles, aunque no todos, el treinta y nueve aniversario de la Constitución Española del 78, y durante estos días siempre escuchamos de los políticos el mismo discurso hueco, aunque no sepan en muchas ocasiones ni lo que están diciendo. Hablan, sin concretar, ni especificar nada pero que es necesario una reforma constitucional. Es lo que toca estos días. Cuando pase el puente de la Inmaculada ya se habrá olvidado hasta el año que viene que volverán a hablar de reformar la Constitución. Y mi reflexión estos días siempre va encaminada en la misma dirección: reformar la Constitución, ¿para qué?. Con cumplirla es suficiente y que realmente sea el texto que como él se proclama sea el que sirva de unión entre los españoles, porque un país grande como España no puede permitirse el lujo de empobrecerse, por ejemplo con el cuponazo vasco, a base de que unos les roben su esfuerzo a otros.

Es cierto que con los últimos acontecimientos que estamos viviendo, el golpe de estado que han intentado unos descerebrados independentistas y el cupo vasco, intolerable, parece que algo no funciona bien, y que nuestra Constitución del 78 ha perdido, al menos, una parte de los apoyos que tuvo, especialmente en Cataluña, región donde obtuvo curiosamente mayor respaldo, y que, en buena lógica, eso debiera hacernos pensar en lo que habría que hacer para recuperarlos. La salida fácil, demagógica, es la reforma de la Constitución, pero puede que no sea la respuesta más correcta. Y sin duda así lo pensaron los padres de la Constitución, que la dejaron lo suficientemente bloqueada como para que unos intolerantes supremacistas tengan la convicción de que siempre son otros los culpables de cuanto resulta molesto e insoportable y, de ahí, esa paradójica invención del derecho a decidir, la pura eliminación del otro. Solo pretenden reformarla para alcanzar sus objetivos particulares, no los generales.

¿Reformar, para qué?. Los males que nos aquejan no están en la Constitución, sino del mal uso que se ha hecho de ella, como haber permitido la abusiva concentración de poder en las cúpulas de los partidos políticos, y derivado de éste la tremenda  división territorial del poder que, además de promover la insolidaridad y procurar la quiebra de la unidad nacional, ha sido el gran aliado de la conversión de los partidos en falanges obedientes y en oficinas de colocación para los más mansos. Hasta los que venían a cambiar el sistema, como coleta Iglesias, han caído en la misma trampa. Cualquier atisbo de crítica al poder establecido va acompañado de una destitución inmediata.  

Para poder cambiar un sistema en cierto modo anquilosado como el nuestro, es necesario una gran dosis de generosidad política y de patriotismo, algo muy difícil, por no decir imposible, de conseguir en nuestra depauperada clase política. Nadie se quiere marchar, nadie quiere dejar paso a nuevas generaciones que seguro verán con más lucidez lo que requiere ahora este país. Es muy difícil cambiar un sistema con los que forman parte de ese sistema. Solo miran su propio y exclusivo beneficio.

El nacionalismo radical es sin duda junto con la clase política, uno de los males que aquejan a nuestro país, porque han convertido un sentimiento, en principio respetable, para abusar de los demás, convirtiéndolo en una agresión hacia los que no tienen ese sentimiento nacionalista. Y no se atisba la más mínima generosidad para cambiar este planteamiento. Igual que para revisar el sistema de Autonomías creado en la CE, que ha fallado estrepitosamente porque sólo ha servido para cuotas de poder, dispendios institucionales y administrativos e incrementar los agravios entre unas regiones y otras. Sin ir más lejos el agravio del cupo vasco y navarro, que todos los políticos han aplaudido, excepto Ciudadanos. Pero cambiarlo va en contra de los intereses de la clase política, y sin duda no están dispuestos a ceder sus prebendas.

Quieren reformar la CE para incrementar los agravios, como ha propuesto  ahora el bailarín socialista Iceta, al pedir una Hacienda exclusivamente catalana, lo que sin duda no es ninguna forma de una supuesta generosidad con Cataluña, sino una muestra más de lo que tantos políticos anhelan, que no les controle nadie en absoluto, y que además le devolvamos los 52.000 millones que se han gastado en el “procés” para satisfacer sus ansias independentistas. Nadie quiere arriesgar en estos momentos, ni hipotecar su futuro a algo muy incierto e inseguro jurídicamente. El año que viene por esta época volveremos a escuchar el mismo discurso de que hay que cambiar la CE del 78, ¿para qué?

 

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