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Hace unos días cayó entre mis manos una noticia muy grata: La Biblioteca Nacional ha iniciado un proyecto para digitalizar los fondos literarios que posee y los pondrá al alcance de todos de forma libre y gratuita. Además, potenciará una plataforma digital que generará contenidos innovadores de libre descarga. La repercusión de esta noticia en los medios me sorprendió, tristemente, por pasar de puntillas en el panorama cultural, por su transmisión laxa, aislada y carente del entusiasmo que debería despertar.

Hay estudios que afirman que el lenguaje de un ciudadano medio es de unos cientos de palabras, en su comunicación activa y de unos pocos miles en la pasiva (palabras que conocemos pero no utilizamos). Muchas me parecen y eso tratándose de personas instruidas. Los modernos métodos de enseñanza de idiomas se basan en este principio para asegurar que en menos que canta un gallo, dominarás la lengua de Shakespeare o de Tolstoi.

Ya nuestro literato más universal utilizó en su obra maestra, El Quijote, más de 23.000 palabras. La escritora Jane Austen, en su obra Orgullo y Perjuicio utiliza más de 6.000 palabras diferentes y sin embargo, es una lectura asequible a cualquier lector. El castellano, nuestro rico idioma, posee más de 100.000 palabras en uso, a lo que habría que añadir otras miles que ya están en desuso.

Vistas estas cifras, me asombra cada día tener la sensación de asistir a un empobrecimiento, a un maltrato y cuasi a la prostitución de nuestra riqueza lingüística. Tengo que reconocer que me crispan especialmente  palabros (término aceptado ya como válido por la RAE) mezclados con otros idiomas o españolizados a su libre albedrío, en lugar de encontrar una sociedad que aprovecha las ingentes herramientas, a disposición de cualquiera, para hacer honor a nuestro lenguaje, un gran tesoro del que otros idiomas no pueden presumir.

Cuando la Real Academia Española admite términos que han estado mal expresados toda la vida (la calor, el uso del laísmo, almóndiga, toballa, asín, vagamundo, friqui, otubre…) ¡manda uebos! (unas de las veinte aceptadas en 2017) he de reconocer que un pellizco me estremece el estómago y mi alma derrama alguna que otra lágrima. ¿Éste es el lenguaje que queremos como patrimonio para nuestra admirada literatura? ¿Un lenguaje lleno de vulgarismos, anglicismos y palabras sin raíz semántica ni cultura que las avale? Que Dios nos pille confesados…

Cuando era niña, recuerdo un juego muy divertido que inventó mi hermano a fin de superar el tedio de las largas horas de siesta del verano. Consistía en que los participantes debíamos definir una palabra escogida, al azar, del diccionario español por la persona que lideraba cada turno. Se iban leyendo los resultados en una rueda de exposición y se puntuaba la definición que creíamos que se acercaba más al significado real. Como se puede imaginar, la diversión que nos provocaba rozaba el paroxismo por el caudal de disparates que improvisábamos. Aquel inofensivo juego me descubrió muchas palabras que hoy agradezco y que incorporo a mi devenir diario.

La utilización política del lenguaje es otro de mis talones de Aquiles. El mal uso del femenino/masculino en las palabras me aleja del discurso (y en algunos casos confieso que hasta de la persona) desde el momento que escucho los famosos señores y señoras, ciudadanos y ciudadanas, votantes y votantas… ¡Por favor, qué horror!

En fin, aquellos lodos trajeron estos barros… una sociedad que no lee será una sociedad que no piensa. Conservaré la esperanza, aunque no veo a las nuevas generaciones en esas lides.

 

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