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Tras aparcar el coche junto a un  arrecido  y silente  parque del Seminario, trazo   un ritmo apache para mis pasos tempraneros. Deseo  que concluyan  de una vez las celebraciones.  Ansío recuperar la normalidad perdida. Que se vacíen los últimos posos de cava  por los desagües. Que se barra el confeti adherido,  como una lapa,  a los adoquines graníticos. Que se extingan  las fatuas luminarias y la ciudad recobre su luz propia; sus sombras protectoras habituales, sus entrañables claroscuros. Que retornen las gentes a sus  quehaceres cotidianos; los funcionarios a sus funciones más perentorias,  los niños a sus guarderías escolares, los políticos a sus babeles dialécticas, los jóvenes a su precariedad laboral, los jubilados  a sus  radiantes veredas  de las periferias… Que el artrítico  e hidropésico  Papá Navidad  —¿qué demonios es  eso de Noel?—,  con toda su corte de  renos, esquilas  y facturas de Endesa, adquiera  la  tarjeta dorada y suba al  AVE,  en día de descuento  —este año no hay nieve para trineos—,  para alejarse por fin   de estas latitudes e  instalarse en alguna de sus cabañas de la taiga, donde  el resto del año hará sudokus y devorará las viandas con las que le han premiado, como pago a sus generosos campaneos anuales, las grandes superficies.

Gracias a Dios están  casi finiquitados  los festejos; algunos  codiciábamos en el alma que así fuera. Son demasiados — siameses en el calendario—,  y los vivimos de una manera, tan  superficial y huera,  que gestamos   en nuestro interior, sin poder evitarlo,  cierta secreta hartazón. Los fastos caducaron  para mí en la madrugada del día de san Esteban, el protomártir  de Cristo. Porque yo me estremezco tan solo al calor de la  Nochebuena, y la Navidad; el memorial del nacimiento de Jesús, el día más entrañable de todos,  por  la magnitud del  glorioso evento rememorado —misterio de amor sin límites—, por la regresión al mundo de la infancia que supone su conmemoración,  por las añoranzas que  brotan, como  violetas perfumadas,  en los arriates del alma, por el pozo  de ternura sin fondo, de divina alegría  que nos embarga el  ser en esa noche santa, limpia, eterna.  El fin de año hace tiempo que dejó de interesarme; me atraganto con las uvas y  nunca he aprendido a  bailar, ni siquiera con la más fea. La Epifanía, es una hermosa fiesta del calendario litúrgico, de decidido estupor infantil, pero llega demasiado al final de todo,  cuando ya anhelamos en el alma volver a nuestra  congrua, confortable y encantadora rutina diaria  —“no existe nada más fuerte que el hábito”, decía el poeta latino Ovidio—,   en códices alimentarios, en ritmo de trabajo, en ese día a día que es la causa de una  placidez que  brota en los pequeños detalles, en el reiterado  gesto habitual, en la admirable seguridad de nuestra mente para vivir  al compás  del   latido consuetudinario en el que nos hemos instalado, y del que nos cuesta trabajo desprendernos.

Porque la serenidad de espíritu, la paz cordial; es decir, la felicidad,  no es el bureo postizo de estos días, el desmedido consumo, los gastos incuriosos, las felicitaciones insípidas, decididamente cursis algunas  de ellas.  La felicidad consiste en adentrarse en  la quietud,  callada  y honda,  de una noche  esclarecida por trémulas fogatas estelares,  ver alborear sobre  una vaporosa  y alquitarada  escarcha olivarera, acariciar a nuestro perro hecho una rosca reptante a nuestros pies. La felicidad es el potaje de lentejas con panecillos de cada semana.  Está camuflada   entre una puesta de sol que nos sorprende por su desgarrado  grito aloque, pero también  en la luz   de los  ojos ambarinos, botticellianos, de una anónima venus urbana  que   cruza nuestro camino  taconeando con energía. Puede alcanzarse en  un paseo por veredas tapizadas de musgo  bajo la  tibia caricia  de un sol decadente, o en una  liviana siesta en el sillón articulado —nuestro lecho favorito—. La felicidad consiste en  escribir, al alba, sobre un tema jaenero oyendo como Sviatoslav Richter desentraña las partituras bachianas. Se manifiesta en   una  copa de vino,  riojano o ribereño, degustada, sensualmente,  junto a  una tapita de callos con garbanzos, o de masa de morcilla,  de la de antiguamente. La felicidad  es calzar  esas  zapatillas,  confortables y basculantes,  que nos hacen sentirnos reyes  entronizados sobre  blando escabel, soñar nuestros sueños más queridos al calor de la lumbre de olivo. Puede que surja  en  una entrañable conversación de amigos en la barra de una taberna jaenera,  al embelesarse de nuevo ante la salida de la luna lunera  que retoza  danzarina por  las peñas cercanas, o ante el  color renovado  de la primavera. La felicidad es enamorarse, una vez más, de la  levísima  profundidad de nuestra egregia ciudad arriscada… El resto, de ordinario, es hojarasca convencional, muecas desencajadas, risotadas inútiles, diversiones forzadas, hastío profundo envuelto en horrísonos estallidos de petardos, fuegos de artificio, arpegios luminosos y  papel de celofán; congoja inexpresable sentida en estos días navideños, porque los conmemoramos como si Dios jamás hubiera sido neonato en un pesebre, como si su fuego no hubiera derretido de nuevo  nuestra  existencia congelada,  y eso genera desaliento, pese a tanta  risa vacua, a tanto majadero  anuncio de perfume, a tanto trajín que no deja poso alguno en el alma.   

Así cavilo mientras marcho  junto a los antiguos Bomberos, y me topo, de repente  —como si hubiera olvidado que siempre ha estado  ahí—, con el prodigio catedralicio. La fachada me embruja una vez más, me empequeñece, me liga al Jaén   que amo. Es un momento fascinante,  indecible. Siento un escalofrío mientras florea el alba  con pavor infinito, como si su lábaro de luz blanda  temiera enfrentarse con esta belleza incorpórea, pues sabe que no sería capaz de competir con ella.

Cuando observo de nuevo el espantoso cono de dorada hojalata, coronada su cúspide por  un floripondio chispeante,  me gustaría ser leñador fornido de las sierras segureñas, arremangar mi camisa de cuadros, emitir gruesas  jaculatorias laicas, tensar bíceps y deltoides,  blandir  un hacha afilada y talarlo con fiereza  por su base, dejando sus  restos para la lumbre de san Antón, porque me irrita que un  mercenario y  vulgar adefesio haya pretendido  rivalizar con la serena y áurea  belleza  de la piedra trazada por la mente de Eufrasio López de Rojas. Resulta una temeridad situar cualquier chirimbolo, supuestamente conífero, delante de tal espectáculo de los sentidos, de tamaña enseña    ciudadana en la  que está grabada a fuego el alma jaenera, el paso de los siglos, la esencia  de una ciudad incomparable…La fachada catedralicia debiera  ser inviolable, intangible. Es Jaén hecho piedra, mito, poesía, sombra protectora, espejo en el que mirarnos, gloria, grito de amor,  lección académica, símbolo, señal, elación del espíritu. Es la esencia de esta ciudad inefable; referencia continua de sus habitantes. La plaza que la acoge debe estar impoluta de cualquier aditamento grotesco y trashumante. Tan solo pueden hollar su solar de siglos los pasos jaeneros de cualquier creencia,  clase o condición,  o  los de aquellos visitantes  que queden atrapados por la magia  inesperada para ellos  — no hay más que contemplar sus rostros pasmados cuando se enfrentan a tal  hiriente belleza—, de esta ciclópea  obra de arte, de este  abisal  paisaje espiritual que aniquila el alma, de esta ingente   fuerza  telúrica que custodia el  lúcido sentimiento colectivo  de nuestro Jaén del alma. Hasta Venus —rutilante lucero matutino  en estos días pascuales—, y la argentina guadaña de la  luna menguante,  apartan su trayectoria del mágico edificio para no inmiscuirse en los aledaños de  la Seo  jaenera, pues comprenden que llevarían todas las de perder.

¡Qué difícil encontrar en la ciudad a esta hora temprana un café acogedor, con aroma de hogar y hoguera  de  evocaciones,  donde puedas sentarte en su interior para escribir unas cuartillas, mientras das leves sorbos al hirviente  contenido del negro brebaje!  Lo decía Plinio el Viejo en su Historia Natural: “Nulla dies sine linea”. Ni un solo día sin  escribir una línea. Pero no encuentro el lugar apropiado para hacerlo. ¡Cuánto tarda este país en ponerse en marcha cada mañana! Son casi las ocho y al fin me acoge el  seno de la Colombiana de la Carrera. Su interior huele a café molido, a calidez  hogareña, a masa quebrada recién horneada, a flor de pascua, a sueños sin tiempo…  Me siento frente a la calle observando el ajetreo de las gentes que marchan a su trabajo por esta entrañable arteria ciudadana que fuera núcleo cordial  de la villa en los años cincuenta, lo que trae a la mente un tropel añoso de  impresiones pretéritas que no soy capaz de olvidar, ni oso tan siquiera intentarlo.

Circula  en patinete  un señor  de edad casi  provecta que viaja  raudo  por la acera. Me recuerda  de inmediato  la flota silenciosa  de deslizadores mecánicos que   puede verse  cualquier mañana lectiva. Van entonces pilotados  —es un decir—,  por zangolotinos  embozados, de espaldas encorvadas por el peso de las carteras, caladas sus orejas de auriculares, en los que retumba el rap neoyorkino  o el reguetón portorriqueño. Quieren llegar pronto a clase; aunque lo harán aturdidos,  entumecidas las  piernas.  Mi generación bajaba al colegio marista,  andando. Éramos así. Constituía una aventura matutina, tirarse a la calle tras saltar de tres en tres los escalones hacia el portal de nuestra casa,  comprar un chicle bazooka —siempre en la boca—,  en el puesto de la obesa Lili, cuando no un “bisonte” al que despuntaríamos con caladas compulsivas por esquinas solitarias. Era una reiterada  peripecia enfilar  la ruta del Paseo  de la Estación para adentrarnos  por las yertas rosaledas invernales del parque,  donde hollaríamos  la capa congelada  de   fuentes y charcos con nuestras botas katiuskas. Vivíamos esos paseos matutinos como  una odisea; una  colosal expedición pedestre y cordial, compartida por los mismos compañeros, que aún se reúnen varias veces al año  para rememorar momentos tan inolvidables. El patinete, sin embargo, envara la postura, reduce la magia, astilla la tibia ajena, produce acúfenos,  anquilosa los cartílagos, y, sobre todo, le roba pasión  juvenil a la existencia. Aún lo entendería como ayuda para una persona de escasa movilidad, pero ¿para un joven de cartera a la espalda, con toda la vida por delante? ¡No puedo asimilarlo! Las suelas de su calzado deportivo tendrían que corroerse en pocas semanas  de profanar  todas las sendas urbanas o ajardinadas  para, de esta forma, comenzar a sentir como suya, apasionadamente, a  esta  sobria urbe  aceitunera, y aprender a memorizar  en el alma cada uno de sus contornos. Porque no puede amarse lo que no se  ha descubierto,  palmo a palmo,  desde la infancia, lo que tan solo se visita, en patinete, a ritmo de cohete espacial oyendo confusas melopeas;  lo que no se sufre, se asimila, se comparte  con pasión  entre  un grupo de camaradas, o en serena y admirada soledad. Por eso me cuesta trabajo entender qué sentido tiene pasar la vida desde temprana edad a bordo de un artilugio mecánico. Existen otros mundos, más ricos y plenos, y están en este.

Frío enero, noches consteladas por chiribitas  de  plata menuda,  titileantes  pespuntes del negro dosel  celeste, que se estremecen  entre el hondo fragor del Universo. Se nos escapa  la manera chabacana  de celebrar la Navidad: sus neuróticos consumos, sus horrendos gorros blanquirrojos, sus  vesánicas  alegrías por decreto,  sus inexplicables y hondas  ansiedades que abaten el alma, dejando  un regusto angustioso en  lo más profundo del ser, porque no sabemos vivir esta fecha  excelsa como   deberíamos hacerlo aquellos  que nos llamamos cristianos. Los neo ateos de la modernidad las llaman Fiestas de Invierno —¡qué falta de  imaginación!—, pero sienten idéntica desazón existencial en este tiempo. Son fechas de amargo fondo porque se ha abandonado la senda divina, la única que dota de  serenidad y alegría al corazón humano. Y eso no puede sustituirse por un desenfrenado entrechocar de copas, por hartazgos  pantagruélicos, por regalos forzados, por perendengues multicolores…

Año Nuevo. Llegará   san Antón y la  entrañable calidez de sus   luminarias atenuará el frío ambiente  nocturno de este primer mes del año.  Quizá nos renueve el interior. Se cantarán los añejos melenchones circunvalando la hoguera, entre largos  tragos de vino y bocaditos de calabaza asada, plena de sabor, rotundidad y   vitamina A, que activará  nuestra vista algo cansada de observar el decurso de los acontecimientos humanos, siempre iguales, pero siempre renacidos  a nuestros ojos.

¡Mi cotidiano Jaén! Gélido, aunque soleado, enero de rebajas y estrecheces para hacer frente al despilfarro anterior. Mes de subidas de precios implacables, euro consentidas. Tiempo de promesas que jamás se cumplirán, de planes de vida a los que renunciaremos al momento de ser emprendidos. Mes de bares vacantes, de regímenes hipocalóricos, de alevosas  gripes, de braseros eléctricos, de nostalgias que calan el alma sin saber cuál es su causa precisa; aunque tan solo intuyo que consiste en haber borrado a Dios de nuestra existencia.  ¡Mi Jaén cotidiano!

En el despuntar de la noche   miraré al cielo  para descubrir,  en  un  alto dosel miniado  por candeleros de lejanas y rotundas velas blancas, cómo  la constelación de Orión expone  su ordenada   mitología. Admiraré,  una vez más,  el cinturón del gigante;  esos tres astros que la gente llama  las Tres Marías. La estrella menuda del centro se llama Alnilam, bello nombre árabe que significa: “el collar de perlas”, porque al contemplarla con un pequeño telescopio se la ve rodeada de un grupo de tenues malaquitas que se aprietan  con celo a su  aristocrático cuello. Siempre buscan mis ojos a este astro supergigante y lejano; mil trescientos años tarda su resplandor  en alcanzar nuestro sistema solar, viajando a la increíble velocidad de trescientos mil  km por segundo. La luz que nos llega esta noche salió de su superficie cuando Tarik ben- Ziyad, y Muza ben-Nusayr acababan de invadir la Península.

Cerca del  horizonte  sureste podrá avistarse   la esplendorosa Sirio, las más reluciente gema   de los cielos nocturnos del invierno, el potente faro  de la constelación del Can Mayor. Sirio precedía al sol en su salida cuando el Nilo producía sus vivificantes inundaciones junto a su delta, por eso toma el nombre de la palabra egipcia que designa al gran río: Siris. Es una estrella doble muy cercana a la Tierra. Esta noche al contemplarla veremos la luz que salió desde su incandescente superficie tan solo hace  nueve años, y nos volverá a encoger el corazón su rotunda pulsación en los cielos del nuevo año.  

Viajarán por el Cosmos sobre nuestras cabezas, con  trayectorias, fijas, inmutables, sometidas al decurso del espacio-tiempo, Capella, en la constelación del Cochero, los Gemelos,  Aldebarán… A lo largo de la madrugada comenzará a girar  sobre nosotros  la constelación de Leo, con  su estrella Régulo  encabezando el diseño de  la figura del león,  en la inalcanzable  pizarra de las alturas.

Quizá, pese al helor nocturno, pueda hasta quedar inmóvil, albanado en el jardín; atrapado en la red de una negrura  insondable, que sería mi deseada  y gozosa agonía, mi muerte de anthropos, mirador de cielos,  como nos denominaron los griegos a los hombres. Y algo alentará en mí, de madrugada,  un  sueño de galaxias, azules y lejanas, que  me hará entender,  una vez más,  que el ser humano  aspira a un destino eterno, y lo que se debe medir o no en él, no es la riqueza, ni la belleza, ni el poder, ni la sabiduría, ni la  arrogancia, sino, como pensaba el psicoanalista Carl Gustav Jung: “si realmente está o no encarado con lo infinito”.

En este Año Nuevo   una vez más comprendo que esa es la única pregunta que realmente ha conmovido siempre mi corazón. Es bueno desvelarlo,  una vez más, escribiendo estas líneas,  mientras oigo  el delicioso sexteto de Glinka —uno de mis últimos hallazgos— y, en los descansos,  sosiego  mi espíritu en la contemplación de las estrellas,  temblorosas luciérnagas,  plateados murmullos  del Gran Silencio celeste que preludian  la    morosa  y clara amanecida,  de un día gélido  de enero, por esta tierra sagrada en la que  hemos sabido  vivir  con los ojos muy abiertos,  y el corazón arrítmico  de amor.

                                

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