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Por MARI ÁNGELES SOLÍS / A esas horas de la madrugada, sus pies se deslizaban… los adoquines estaban húmedos por la escarcha que caía inclemente por los callejones cuando el bullicio desaparecía y él, desorientado por las turbulencias del alcohol, buscaba algún pequeño espacio para poder recostarse… y descansar.

El mundo había sido injusto con su vida. O, tal vez, su vida no supo encontrar lugar en este mundo. Pero el tiempo pasaba tercamente tras los cristales sin atisbar sus huellas, su sombra en el callejón.

Sus días bohemios comenzaban y concluían de burdel en burdel. Sólo para amenizar el ambiente porque tenía una voz única que, hasta cuando susurraba se percibían notas envueltas en arte. Escucharle, para muchos, se había convertido en una necesidad vital. La dulzura y el dolor se mezclaban a partes iguales en aquella voz, en sus quejas hacia el marquesito “por soleá”. La jondura y el duende de alguien que vivía en la calle, que el único techo que le cubría era un manto de estrellas.

El ambiente de prostíbulo se había adueñado de aquella voz mágica que pertenecía al pueblo, y el precio de las copas se disputaba deleznablemente en comparación, con el sucio escenario de quienes se vendían, entre rechinar de dientes de los morbosos que apostaban, todos ellos señoritos que se creían por encima de todo, esos que creían que “todo” estaba en venta y ellos “todo” lo podían comprar.

Él era la víctima de aquel entorno. Aquel ambiente desagradable y embrutecido que malversaba, mezquinamente, el caudal del arte. Lo tomaron en propiedad, le hacían un corro para que desvelara en un arranque por soleá, las venturas y desventuras del marquesito:

“Verbenita del Carmen, mataron al marquesito, cómo lloraba su madre”.

Y, tras ello, unas pequeñas monedas, símbolo de la prostitución del arte. Él, de vuelta a la calle, otra vez al callejón para dormir bajo las estrellas. Porque aquellos señoritos, no supieron del valor de lo que escuchaban, porque su voz no tenía precio… y le arrojaban miserables monedas en modo de limosna, cuando se cansaban y era el momento de salir del prostíbulo para aparentar que eran un ejemplo de vida santa.

Pero el propio callejón que le abrazaba las frías noches de invierno, fue el que supuso su salvación. Unos intelectuales que por allí pasaban, percibieron el duende del quejío de su soleá dulce y doliente. Le alejaron de prostíbulos y escucharon su cante. Supieron de su valor, no de su precio. El arte de todo un pueblo había hecho nido en aquella garganta milagrosa, algo turbia por tanto fino embebido.

Con la ayuda del pueblo, no permitieron que pasase una noche más, cogiendo frío, en el callejón. Desde aquel día, dormiría bajo techo y tendría qué llevarse a la boca sin pasar hambre. Su vida siguió siendo bohemia, pero bohemia por el arte, por el pueblo… le escuchaban acariciando su duende en noches eternas bajo un cielo de artesonado mudéjar.

La historia ha guardado un sitio para él. Aunque yo no quiero nombrarle. Pero recuerdo escucharle entre el humo de tabaco y un ir y venir de ayeres que me hicieron huella. Aún hoy, a veces, en las madrugadas se escucha su soleá por el callejón, con su voz dulce y doliente… con su duende… a aquel que muchos no supieron calificar, pero que unos pocos sabemos que no era un hombre, era un dios.

A eso de las tres de la mañana, en madrugadas frías de invierno, al cruzar el arco y llegar al callejón, podrás oír “Verbenita del Carmen, mataron al marquesito, cómo lloraba su madre”. Y una extraña sensación sentirás que hace crujir tus huesos…

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