Skip to main content

 

Se presentía. Un delicado y perspicuo rumor, como zureo de palomas, lo iba anunciando por  los adentros. El alfanje de la luna, primera actriz celeste del auto sacramental de la tarde, comenzaba su ronda de pasiones crecientes. La frigidez de las últimas jornadas alumbraba una sinfonía aérea de tibiezas veladas. Algún húmedo lirio nazareno, aterido de estrellas, cuajado de rocío,  germinaba   sobre   las sendas olivareras,  o por los margosos  alcores serranos.

Las chanzas festivas carnavaleras, algazaras de alborotos y camuflajes, dan paso al gesto compungido, la ceniza y la plegaria penitente. Tiempos cuadragesimales de cultos solemnes y añosos presididos por calvarios imponentes, o vías dolorosas erigidas entre el fragor de los claveles y la caricia penitente  de   los  mazos de lirios apiñados en jarras de plata, custodiadas de  ardientes cirios color amarillo tiniebla,  o rojo sacramental.

La ceniza será una cana de fuego  en nuestra frente para recordar que somos polvo y al polvo regresaremos ineludiblemente. Desfilarán  vía crucis silentes por las feligresías de los barrios altos, o de los modernos espacios de expansión urbana. En las casas de hermandad, en las fabricanías,  bullirá un trajín incesante de  reuniones varias, listados cofrades, mediciones costaleras, o repartos de hábitos penitentes.

Cuaresma jaenera, cristiana, proverbial y cofrade, en tiempos escépticos y brutales. Muchos jaeneros ignoran que existe este culto —reposado, contemplativo ataráxico—, ante las imágenes que siempre han suscitado devociones en nuestro pueblo a lo largo de los siglos. Los nuevos paradigmas vitales, cuidadosamente impuestos muchas veces  por pelafustanes varios, son otros mundos: prisas, voluntarismo, acción sin tregua, relativismo e increencia. Un sueño de vida próspera, hedonista,  sana y extensa, pero aburrida y vacía. Una sociedad que en palabras del filósofo coreano, de formación alemana,  Byung Chul-Han:

…”no solo está privada del andar sosegado, sino también de la ligereza flotante, del vagabundear. Las prisas, el ajetreo, la inquietud, los nervios y una angustia difusa caracterizan  la vida actual…”

Sin embargo, la íntima alegría  procede de un demorarse, contemplativamente, en la belleza de las cosas eternas, inmutables; una entrega lúcida  y apasionada  a la verdad de las cosas.  En la posmodernidad nada es transmitido, todo envejece con gran rapidez. Pero el ser humano está  sujeto a su origen, a sus tradiciones. Y esto, como piensa Heidegger: …” es una estrategia temporal para crear una duración”. Por eso la vejez es tradición; por tanto, riqueza interior, sabiduría;  continuidad y permanencia.

Cuaresma. Muchos creyentes han sido tibios, medrosos  a vocear su fe primera, ajena a criterios mundanos. Cobardes y pusilánimes  a la hora de conservar las tradiciones religiosas manteniéndolas intactas ante la contaminación ambiental de unos tiempos oscuros. Época hipócrita en la que nada es lo que parece, y todo puede ser al mismo tiempo. Se clama,  con justicia,   contra violadores, pedófilos y asesinos pero, sin embargo algunos   medios de comunicación se regodean, a diario, con un amplio muestrario   de conductas depravadas. Internet está repleto de  acceso libre a todo tipo  de pornografía, a cualquier  ingente aberración, que muchos santones  justifican como garante de progreso y libertad de expresión. Más tarde  vocean  contra los desgraciados y enfermos  que cometen tropelías sin cuento. Es como si se repartieran a diario, gratuitamente por las casas, enormes bandejas de pasteles para después  rasgarse las vestiduras si apareciese algún diabético. Sobra hipocresía, buenismo, corrección política —que es siempre  unidireccional—, mentiras aceptadas como sublimes verdades, que mutan  al compás de las directrices de quienes manejan  los hilos del guiñol. Y así se nos escapa la vida de una manera impersonal, globalizada, vacía en su aparente  plenitud, ajena a cualquier preocupación que no sea la fiesta perpetua, el olvido cotidiano, el placer a toda costa,  la bolsa repleta, el vértigo vital,  o  la longevidad matusalénica…

Cuaresma jaenera en tiempos nuevos. Pero hay cosas que no cambian. Los altares de cultos cofrades, mantienen el afán barroco de ser  estampas plásticas de la pasión representadas ante ojos devotos. La cera arde plácidamente torciéndose la llama en giros imposibles al compás de invisibles hálitos aéreos. El incienso asciende en volutas salomónicas, mayestático y solemne,  para velar de misterio las alturas del templo. Queman en el pecho las medallas cofrades. Danzan, en impetuoso tropel,  los recuerdos de otros tiempos,  de otras personas que sintieron lo mismo que sentimos ahora arrodillados ante ese gesto anhélito, bellísimo, del cristo expirante,  o la mirada baja del nazareno agobiado por el peso de la cruz. El aroma de flor húmeda, de retablo añoso, de incienso ingrávido, es aullido silencioso  en las entrañas, lágrima agradecida, amor al terruño,  fe declarada. El cofrade jaenero sigue el culto, ensimismado, mientras el grandioso crucificado, dormido en  su muerte buena, sobre un  incendio de claveles,  empequeñece las bóvedas catedralicias. Y el tiempo  parece no contar; es como si no hubiera existido jamás, trascendida su implacable fluencia por la abisal profundidad del momento. Tenía razón Goethe al decir que, en tales ocasiones:  

                        “Es entonces el pasado permanente, lo porvenir se adelanta a hacerse vivo. El instante es eternidad”.

Cuaresma jaenera. Universos  eternos. Cofrades; quijotes,  soñadores  y anacrónicos, de corazón abierto que en mitad del culto dejan volar  su imaginación  hacia el día soñado: ya se ven con su vela en la mano y el guante manchado de cera ardiente, andando con paso cansino bajo balcones florecidos, volviendo, de vez en cuando, la mirada hacia el crucificado que sigue sin acabar  de morir por calles tantas veces holladas por su cruz a lo largo de los siglos, bajo un cielo sobrevolado de vencejos de alas afiladas, y un tropel de insectos menudos que danzan un vals de tibiezas  sensuales en la tarde de primavera.

Cuaresma. En medio de un mundo farragoso hay cosas que no prescriben por muchas leyes humanas, globalizadoras y eutanásicas, que se destinen a borrarlas del calendario del alma. ¿Podría prescribir el amor, o el recuerdo, la esencia de las cosas? ¿Podría caducar lo sentido ante la caricia fugaz de una estrella menuda, o la inefable lucidez del  rayo de sol que inunda de repente nuestro cuarto de trabajo e ilumina mundos vagos y sutiles; una lluvia menuda  de motas de polvo que danzan  sueños ingrávidos? ¿Podría prescribir, aunque quisieran,  el amor a las raíces, a la tradición,  a la tierra que nos dio el ser? Todo es igual que ha sido siempre, pese  al intento humano de establecer reglas nuevas sobre asuntos eternos.

Pero existen otros mundos y están en este. Velados, ocultos, expatriados, encubiertos, censurados, despreciados,  cuando no, perseguidos. Están ahí; siempre nos han rodeado. Nos hablan. Es imposible acallar su voz. Lo único que ha menguado es nuestra capacidad para acogerlos. Nos hemos olvidado de nosotros mismos, de nuestros universos más queridos en busca de no sé qué nuevas realidades. Pero siguen  ahí; son nuestras raíces, nuestra mejor esencia jaenera. Reviven al contemplar la violácea caricia de un lirio humilde abierto entre pedregales, convertido más tarde en ramillete  de pasiones para gritar ante un Cristo  bellísimo y mayestático, que expira,  señor de su trono de olivo, mientras cuenta, una a una, las estrellas que comienzan a  nacer desde el profundo sagrario de la noche.

Tarde, deliciosa y entrañable, de cuaresma jaenera. Compartidas sinestesias. Misteriosas  coalescencias de los que se igualan en instantes eternos en lo sentido y soñado.  Pasiones que borbotean en la sangre en una copla de amor a la tierra,  y fe cristiana sólida mantenida pese a los embates de   los nuevos tiempos. Gestos cómplices entre cofrades que no necesitan   la palabra para compartir idénticas pasiones, profundas e  indecibles. Tan solo su mirada basta para saber qué significan para ellos estos días sagrados, de penitencia y duelo, de inquietud permanente, de ansiedad que frena el paso del tiempo, de presagios contenidos, y una idéntica unción ante la contemplación de lo divino. ¿Podría prescribir la fe y la pasión cofrade  vivida,  en comunidad de corazones,   una tarde blanda y serena  de cuaresma jaenera?

Cuaresma. Penitencia, revisión vital, amor a raudales porque, ya lo dijo el santo de Hipona: “solo a través del amor podemos adentrarnos en la Verdad”. Y la verdad de las cosas está contenida en estos días de introspección y recuerdo de ese Jaén que no nos resignamos a perder,  confundido en la espantosa globalización de costumbres que nos exigen los jerarcas de la uniformidad postmoderna.

¡Entrañable cuaresma jaenera! El cofrade sabe que la verdad de las cosas está en el fuego de claveles, la voluta de incienso, la calle pina que acoge el estertor de un cristo jaenero portado en hombros  por sus fieles devotos. La esencia de las cosas está en la estrella temblorosa prisionera de la gelidez nocturna, en los  últimos rayos solares dorándose  sobre unas  torres catedralicias  ruborizadas de su propia  belleza y  sublime armonía, en las cómplices miradas  —desde la honda  prisión del caperuz—, de los hermanos que procesionan mostrando al pueblo los misterios de la pasión. El alma  de las cosas está en ese Jaén donde   aprendimos a vivir, amar y soñar,  cuyas piedras vetustas sostendrán aún nuestros pasos vacilantes,  mientras germinen  desde el pavimento antiguas rosas de pasión que fuimos sembrando en su seno, casi sin darnos cuenta,  a lo largo de la existencia.

Cuaresma. Presentimientos. Ansiedades. Latido cardíaco desbocado. Lágrima incontenible. Recuerdos añosos. Ocasos  evanescentes de  violeta y púrpura. Pasión floral. Cristo jaenero que muere de amor presidiendo un altar de cultos en  una ciudad que nació para ser eterna pese a que muchos  de sus hijos nunca hayan comprendido la profundidad de su sencilla hermosura.

Retiran los ángeles el orín del crepúsculo extendiendo sobre la ciudad un manto de estrellas lejanas. Tarde de cuaresma. Los jaeneros se afanan en sus ansiedades  y agobios cotidianos, mientras un grupo de cofrades,  devotos de los cristos jaeneros y las dolorosas plañideras,  detienen el tiempo al reunirse  en el templo para compartir su fe, como se ha hecho durante siglos por esta ciudad de ensueño; sencillo lirio nazareno, olvidado de todos,  náufrago en un mar de olivos, bajo la caricia prodigiosa de una candelería, trémula y plateada, que habla, cada madrugada, de la auténtica verdad de las cosas.

Foto: Pasión Jaén.

 

 

Dejar un comentario