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Por MARI ÁNGELES SOLÍS / Fue injusta la madrugada llevándose aquel cuerpo y dejando solo sombras.

Cuando despertó, su perfume sobrevolaba todavía en el aire. Pero ya no sentía su calor.

A través de la persiana se colaba un poco de luz. Había anochecido en sus ojos de tal modo que veía lo que le rodeaba en blanco y negro. Era como si un duende extraño se hubiese apoderado de su alma y no le dejaba pensar en nada más.

La cama, deshecha, se le antojaba un desierto en el que su sed de poeta no pudo aferrarse al oasis de aquellos ojos verdes, verdes… ese color que ya no distinguía: la quietud de un lago con hojas verdes en el fondo, como náufragos… hojas que jamás debieron caer del árbol. Los pliegues de las sábanas intentaban imitar la silueta de sus cuerpos. Pero ya no había nada. La almohada doblada en el juego infantil que ella hacía cada vez que se recostaba, envolviéndola en su cuello. ¡Maldita almohada que le recordaba aquellos gestos!

La madrugada de aquel día era como una sentencia para su oficio de poeta. Venía a taladrar su recuerdo, a retorcer aquella imagen en su memoria. Se sentía incapaz de poder escribir sobre aquel amor, sobre aquella noche… sí, esa noche que llevaba años esperando, acaso desde que vio su grácil figura deslizarse por aquella perdida calle, su calle.

Por unos instantes, creyó enloquecer. No era justo aquel abandono sin despedida. Se le escapó volando por la ventana como un pajarito que, iluso, intenta llegar al sol. Se sintió engañado, perdido. La noche anterior había tenido su amor en cada esquina. La luz de los faroles vacilaba al verles abrazados. Y ahora que la madrugada intentaba romper el cielo en mil pedazos, anunciaba su partida. Ella ya no estaba. Solo quedaba su olor.

Fue solo una noche, se repetía. Una noche en que el amor sedujo al insomnio de su soledad. A sí mismo, ante el espejo, se repetía que debía escribir sobre aquello. Él era poeta y podría rescatar su dolor para así no sentirlo. Pero era inútil. Se miraba y el reflejo devolvía una imagen desconocida. ¿Cómo podía escribir sobre sus sentimientos si ni siquiera se reconocía él mismo?

La maldijo. La odió de todas las formas posibles. Golpeaba sus manos sobre la mesa, intentando hacerse comprender que aquella noche jamás había existido. Era su forma de aprender a olvidar lo que no fue capar de escribir en sus versos. Era su sentencia. Aquella madrugada había cumplido su sentencia.

Un golpe de viento movió las persianas. Fue un modo de reaccionar. Decidió no sufrir. Un amor de una noche, no lo merecía. Unos ojos verdes que le abandonaron, tampoco lo merecían. Una pasión de la que no había podido rescatar ni un solo verso, no lo merecía. Y fue a estirar las sábanas para que el olvido empezase a cumplir su función. Entró en el baño, se aseó, se perfumó y se puso su traje de los domingos.

Salió de su casa y bajó por su calle, tan añeja, tan suya, con adoquines de piedra y olor a antiguo. Se giró para contemplarla. Era tan triste y, a la vez, tan entrañable. Parecía haber sido sacada de un paisaje en tonos grises.

Al llegar a la plaza, un muchacho se puso a su lado para decirle que le habían dejado una caja en la puerta de casa. Él, en modo despreocupado, dijo que luego la recogería. Y fue camino de la fuente, hacia los bancos donde se sentaban las gentes de su barrio. Aquellas gentes tan entrañables, que le contaban historias para que él se las devolviera convertidas en poemas. Fue a mezclarse con aquellas gentes, como hizo tantas veces.

Sin embargo, aquel día, le miraban distinto. Había como una calma tensa que cortaba ese ambiente tan familiar que le inspiraba. Finalmente, ellos se acercaron poco a poco, y le abrazaron… una vieja, agarrada a su brazo, lloraba y le decía que sentía su pérdida. Estaba desconcertado, ¿cómo podían saber de su aventura de una noche, de aquellos besos por las esquinas, de los faroles de luz vacilante? El olor a primavera le embriagaba y apoyó su cabeza sobre una fachada de piedra. Los miraba asombrado hasta que, de pronto, recordó.

No, no había sido una noche la que pasó con ella, no fue una noche en la que sus pasos se deslizaron por su calle, no fue un anochecer lo que había pasado mirando esos ojos verdes… fueron treinta años de su vida, treinta años de días grises y de sol, treinta años de tardes compartidas, treinta años de noches de amor. El olvido había trazado un extraño plan dejando anclada su memoria en aquella noche en que ella murió y creyó no haberse movido del espacio ni del tiempo. Pero, a espaldas de su propio inconsciente, sí vivió… escribió. Vio de lejos al muchacho que le había advertido de la caja en su puerta. Y corrió, corrió como un loco por su calle, tropezando con cada esquina y sintiendo su aroma en cada zaguán.

Con sus manos temblorosas abrió el paquete. Estaba lleno de libros, de su libro de poemas. Era la primera edición de su poemario “La Sentencia” Poemas dedicados a treinta años de su vida y a su amor.

Quedó como atontado, sentado en el escalón. No recordaba que esa noche se cumpliría un año de su muerte. Tampoco recordaba el tiempo que transcurrió. Y miró el libro. En la portada estaba dibujada su calle. El dolor comenzó a masajear sus hombros hasta que oscureció. Dicen que las campanas doblaron en recuerdo de ella y que dos estrellas brillaron de un verde intenso, como si lloraran. Y una lluvia fina, de primavera, le envolvió.

Fue injusta la madrugada llevándose aquel cuerpo y dejando aquel libro de versos. Aquellos versos que serían un antes y un después en su vida. Aquellos versos, hechos de recuerdos y amor, que se convertirían en su sentencia.

Mari Ángeles Solís

Foto: IvlioStudio Cruz.

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