Skip to main content

Por MARI ÁNGELES SOLÍS DEL RÍO / Desde siempre, le apasionó pasear muy de mañana por el barrio de Santa Cruz. También ahora que sus piernas ya le fallaban. Por ello, tenía que sostenerse en ese viejo amigo que llevaba años acompañándola, ese bastón feo y maltrecho que parecía el tronco retorcido de un árbol. A pesar de su aspecto deplorable, nunca le abandonaba. Tal vez, solo por egoísmo, ya que sin él no podría llegar a ningún lugar.

El Callejón del Gato iba anunciando el fin de su viaje diario. Cerca de San Andrés, intentaba buscar un recodo al sol para recostarse, llenar sus pulmones de luz y empañar sus ojos con ese azul de su cielo jaenés.

Hubo un día en que ciertos recuerdos empezaron a aposentarse en su desgastada memoria, presionando para saldar una cuenta pendiente o perpetuar una venganza. Era ese “algo” lo que despertó su fuerza interior haciendo que subiese por la empinada cuesta que le conduciría a cierto espacio de su infancia. Una infancia podrida de miedo y de vergüenza por esa falta de valentía que le había estado dando la mano cada día de todos los años de su vida.

Caminaba lentamente por Santo Domingo. Sus piernas crujían, al igual que el maltrecho bastón. Pero por fin, poco a poco, llegó agonizante a la plazuela cuajada de historia, antaño foro romano, ahora cuna de leyendas.

Sentada en uno de los bancos bajo la sombra de un árbol inmenso recordaba, como si fuera ayer, su figura de niña correteando por allí. En su mente se reproducía la imagen de aquella chiquilla que aquel día su madre le había puesto un vestido blanco, por ser domingo. Ahora, no sabía en qué día de la semana vivía…

Por entonces, los niños y niñas correteaban por la plaza llenándola de gritos y risas. Aquel día era igual, los gritos, las risas y los juegos hacían de la tristeza una fiesta sin final. Ella ahora era una vieja, no podía salir a la calle sin su despreciable bastón porque la dependencia que le ataba a él, la hacía sentirse despreciable. Miraba sus ropas negras como el vacío de su mente. Sintió entonces que tenía que llevar a cabo su venganza. Ahora era el momento.

De niña, un día de aquellos, observó como un viejo con traje y corbata negra le hablaba a un chiquillo y le señalaba hacia el agua de la fuente, el mayor atractivo de la plaza. Junto a la fuente había una pequeña cueva de la que partía una gruta y que despertaba el espanto de los chiquillos. Ella, siendo niña, vio cómo su compañero se aproximaba a la fuente y se adentraba en la cueva… pudo ir corriendo y sacar al chaval pero quedó paralizada mirando al viejo. Este le hizo una señal para que se acercara y ella asintió. Las palabras de aquel anciano quedaron grabadas en su memoria ya maltrecha: “sólo encontrarás la luz si luchas contra la oscuridad” Sin pensárselo dos veces, corrió hasta la fuente para socorrer a su compañero porque, aquel vacío le conduciría a una muerte segura. Pero llegó tarde, o eso creyó entonces. Entre el jugueteo del agua escuchó un grito y un tremendo rugido. De la cueva salió una bocanada de luz… Sintió un miedo inmenso y echó a correr por Santa Úrsula para no volver en mucho tiempo. Fue una cobarde entonces pero ¿qué habría ocurrido si la valentía se hubiese apoderado de ella y hubiese entrado en la gruta? Acaso, ya nunca lo sabría… pero aquel acontecimiento había provocado que su vida fuese en sí misma una desgracia.

La vieja continuaba allí sentada, envenenándose con sus propios recuerdos, entre el festín improvisado de los juegos de los chiquillos. Uno de ellos la miraba, acaso captaba la amargura de una mujer que nunca logró ser feliz porque el miedo siempre estuvo presente en su vida. Ella miró al crío intentando dibujar en su rostro arrugado una dulce sonrisa. Y el niño se acercó. Cuando el pequeño se sentó a su lado, ella utilizó su despreciado bastón para señalar la fuente y, a su vez, la gruta. Pronunció las palabras malditas: “sólo encontrarás la luz si luchas contra la oscuridad” El chiquillo corrió hacia la fuente. Miró hacia atrás y la sonrió, después se adentró en la cueva.

El tiempo pasaba. No sabía si eran horas, minutos o segundos pero el crío no salía y los juegos de los demás continuaban como si nada hubiera pasado. Ella sentía que si no pudo ser feliz en su vida, ¿por qué tendrían derecho los demás? Pero el tiempo continuaba su curso y fue un sentimiento de culpabilidad el que se empezó a apoderar de esa víscera absurda a la que llaman corazón. De sus ojos comenzaron a brotar lágrimas por lo que acababa de hacer: matar la inocencia.

Casi a rastras, agarrada al bastón con furia, llegó a la fuente. Miró hacia atrás. Los juegos y risas continuaban. Y decidió entrar… con mucha dificultad por sus piernas maltrechas, pero entró.

Dentro ya, todo era silencio y oscuridad. Caminaba hacia dentro de la gruta despacio para no resbalar por el agua que se filtraba entre las piedras de la cueva. Escuchó el mismo grito y el mismo rugido del pasado… tembló y sus piernas fallaron haciéndola caer. Un dolor inmenso en su cadera le hizo ser consciente de que nunca más podría volver a caminar, ni siquiera con ayuda del despreciable bastón. Acaso, nunca podría salir de allí. Y, absorta en ese pensamiento, vio cómo una luz se acercaba hasta ella. Dentro de esa luz estaba el crío, sonriendo feliz. Con una fuerza inusual en un chiquillo, la levantó y ella comprobó que podía andar sin su bastón. El niño solo le dijo: “Gracias, por ayudarme a encontrar la luz” y la empujó para que caminara hasta el final de la gruta para encontrar su recompensa, su propia luz. Y ella, accedió. Al final de aquel camino sólo escuchaba gritos y rugidos. Gritos de niños y rugidos de bestias, pero continuó, debía cumplir su sentencia.

Las piedras empezaron a reflejar luz. En un ensanche vio dos figuras que se movían entre sombras. Los gritos y rugidos cesaron. Fue entonces que los vio claramente. Un viejo con un traje negro y corbata, y una niña con un vestido blanco. El anciano cogía a la niña en brazos y le señalaba hasta el más allá, lo que en su retina había quedado grabado como el cielo azul jaenés. Se acercó a ellos, comprendiendo que estaban esperando su presencia. Y el viejo la miró dulcemente, con tristeza en los ojos, dijo: “si hubieses llegado antes podrías haber encontrado la felicidad, los dos habríamos encontrado la felicidad”. Y continuaba apretando entre sus brazos a la niña para que no se escapase su luz.

La vieja se sentó en una piedra recostándose en la fría pared. Sin dejar de mirarlos, empezó a dormitar. En su sueño vio como su cuerpo sobrevolaba por encima de la plaza y en uno de los bancos, dos viejecitos abrazados, el amor inmenso de toda una vida juntos, mientras alrededor, la fiesta de los niños no tenía fin.

Lo comprendió todo. El viejo del pasado le estaba enseñando aquel futuro feliz que se merecía pero antes tenía que encontrar la luz. Y ella no supo ver que la luz más verdadera solo está dentro de tu corazón. Quizá hasta llegar a ella, sea preciso atravesar una gruta oscura llena de sombra, cargando el miedo a tus espaldas. El corazón también puede ser una gruta negra pero en el fondo, en lo profundo, siempre, siempre hallarás la luz, tu luz.

Dejar un comentario