Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / ¡Gracias, Señor!, porque cuando éramos muy niños íbamos al colegio marista en el autobús de la empresa Vargas Machuca al que llamábamos “la tortuga”, y gritábamos: “el bacheeeee…” al pasar por un socavón descuidado de la calle Baeza, mientras saltábamos alborozados al compás del notorio traqueteo del vehículo. ¡Gracias, Señor!, porque años más tarde no permitiste que se hubieran descubierto aún los patinetes eléctricos, y de esta forma nos ahorramos la vergüenza de haber bajado al colegio estáticos, perniabiertos, aburridos, con gesto altivo, distante, hierático, inexpresivo, y cara de suflé, mientras que lo hacíamos en el ansiado coche de san Fernando, aprovisionándonos para el camino de pequeñas delicadezas en el puesto de Lili quien, sedente, oronda, y elefantiásica, esperaba nuestra visita cotidiana en aquel portal de Roldán y Marín, donde vivía nuestro compañero Juan Aybar. ¡Gracias, Señor!, porque enfilábamos la suave pendiente del Paseo de la Estación con un trotecillo de saltos sincopados, que nos hacía sentirnos libres, a cuestas con la cartera palpitante de libros y estuches, mientras mascábamos un “chicle bazooka, siempre en la boca”, y silbábamos destempladamente, más con melodías de compases personales y reconocibles, al compañero que descubríamos en la acera de enfrente para ya juntos desvirgar la cubierta helada de los estanques de un parque, victorioso por aquel entonces, y seguir la ruta jugando a la pelota calle abajo cruzando las Protegidas, donde se nos unían nuevos escolares vecinos del entrañable barrio, grandiosa cantera de colegiales, hasta que un resbalón nos dejaba fuera de juego, adentrándonos más tarde, con nuestras flamantes botas katiuskas, en las profundidades de las grandes lagunas que se abrían delante del romántico y acipresado Estadio de la Victoria tras los recientes temporales que regaron con generosidad los años sesenta, la década más lluviosa del siglo. O corriendo desaforadamente por el estrecho callejón que lindaba con el Instituto al comprobar que se nos había hecho tarde y teníamos que llegar puntuales —so pena de figurar en el parte de asistencia y puntualidad del día— al canto marcial del himno, cuya letra comenzaba con la estrofa: Gibraltar, Gibraltar, avanzada de nuestra nación… antes de subir formados a nuestras aulas respectivas. Ahora el peñón se lo dejamos de por vida a los ingleses, para que allí se casara John Lennon con el adefesio de Yoko Ono, pero nos hemos traído a Bellingham a la capital del reino como contrapartida. Una cosa por la otra.
UNA ENSEÑANZA RECORDADA
¡Gracias, Señor! por aquella enseñanza marista de horario partido, de nueve a una menos cuarto —si no nos castigaba algún hermano a quedarnos hasta las dos—, para volver a las aulas desde las tres y media hasta las siete de la tarde. Era una enseñanza, ahora vilipendiada y proscrita — aunque deberían sus acusadores comparar con asiduidad sus resultados con los actuales—, que valoraba la disciplina, el orden, el esfuerzo, la superación continua de uno mismo, la constancia en el trabajo, la imaginación, el respeto, pero que daba oportunidad de igual modo a cultivar el deporte en cuya práctica aplicábamos idénticas herramientas a las del aula. Gracias por aquellos venerables hermanos revestidos de sotana con el crucifijo al cuello cuya sola presencia transmitía una solemne dignidad, pese a que cada uno tenía su carácter y sus defectos humanos, como los tenemos todos. Gracias por aquellas jornadas intensas que modelaron en nosotros el compañerismo, la esperanza en el futuro, el ansia de saber, y nos hizo poseer una cultura amplia y sólida, una magnífica expresión oral y escrita —podríamos compararla con la de muchos escolares e incluso universitarios actuales—, un notable conocimiento ortográfico, sintáctico y léxico de nuestra lengua española —tan prostituida, anglofilizada y banalizada en estos tiempos—, un estímulo conseguido a base de dedicación y coraje para abrirnos paso en la vida con tales herramientas básicas que ahora, pienso, se descuidan de manera suicida. Gracias por las horas de estudio, vigilado y concentrado, mientras la lluvia que bajaba a la ciudad en brazos de un viento que se había colado con furia por los portillos y mellas calizas de las alturas, tabaleaba sobre los cristales como en el sugerente poema machadiano. Gracias por las apasionantes clases de latín traduciendo a César, en su periplo galo, con el diccionario Vox entre las manos, que aún conservo con su arrugado apéndice gramatical incluido, y, al oler sus páginas, quedo preso en tantos recuerdos e imágenes —pasadas, pero presentes; el pasado no muere; ni siquiera es pasado— como custodian sus hojas amarillentas. Gracias por las de Matemáticas y Física, por las sugerentes y viajeras lecciones de Geografía que nos hacían trazar periplos por Escandinavia, los Andes, el Ampurdán, la Tierra de Campos o la Maragatería sin salir del aula. Conocimientos que tanto nos han servido en nuestros viajes posteriores por el extranjero de país en país, o por las rutas peninsulares, sabiendo de antemano, y con total precisión, qué accidentes geográficos, qué paisajes, con qué ríos y sus afluentes nos íbamos a topar tras un recodo del camino. Gracias por las de Historia del hermano José Oriol que nos prendía en el vuelo mágico de su hierática presencia, en el embeleso de su medida y justa palabra, por las de Filosofía de don Carlos que parecían transportarnos a paseos peripatéticos por el jardín del templo de Apolo, o las de Literatura del genial, inteligente e histriónico, hermano Francisco Ibáñez, con el que siempre sabías que era imposible aburrirte, —eso es fundamental en un profesor de este nivel educativo, tanto o más que sus conocimientos—, o por las de Dibujo de Francisco Espinar con el que tantas emociones y devociones compartí más tarde a los pies del cristo expirante que exhala su último aliento en la iglesia de la plazuela de los naranjos, pese a que siempre se me dio mal tal disciplina artística, quizá por mi consuetudinaria escasez de paciencia, por mi falta de destreza manual, y, más que nada, porque todo es genético. Gracias por los ejercicios espirituales por los pasillos del colegio leyendo el Kempis y saludándonos mímicamente al encontrarnos en cualquier esquina del silencio aromada por los inquietantes efluvios de un guiso de la cocina. Gracias por la Olimpíada de junio en las fiestas colegiales precedidas de la cabalgata festiva en la que participaba todo el colegio, por el olor a rosas recién cortadas en la capilla las tardes del mes de mayo a los pies de esa azucena a cuya memoria estaba consagrada la institución colegial, y a la que llamábamos Buena Madre.
Gracias por el quiosco abarrotado de Benito en los recreos hasta cuyo mostrador había que abrirse paso a codazos y reclamos varios, por el bien dotado gimnasio en el que algún colegial empollón pretendía subir sin conseguirlo la cuerda de nudos sin quitarse la gabardina, o por los saltos de potro y plinto en el patio y las tablas gimnásticas perfectamente coordinadas, merced a una serie de ensayos precisos y agotadores, gracias por la piscina de aguas color chilanco jaenero en tiempo caluroso y por el frontón donde nos destrozábamos las manos de consumados pelotaris, como si estuviéramos en el frontón Galarreta de Hernani, para desprendernos de la energía que nos sobraba. Gracias por también tener clases los sábados, mañana y tarde —¡no he visto un país con más fiestas escolares y profesionales que este!— solo librábamos la tarde de los jueves. Gracias por la pista de fútbol, de hockey y la de baloncesto donde entrenábamos cada tarde al salir de clase a la luz de los focos y con el fondo de música de los Beatles, que volaba al espacio desde la sala de juegos del hermano Florencio, y así nos liberábamos de la tensión del trabajo cotidiano. ¡Cuánto preciado recuerdo!
PASEO DE ÉMULOS
Pero gracias también por el paseo de émulos de la tarde de los últimos jueves de mes con los vencedores de la guerra púnica mensual librada en el aula; una batalla incruenta entre Roma y Cartago, entre magistrados y sufetes, que consistía en dividir a los alumnos en dos campos; el romano y el cartaginés, con un capitán a la cabeza de cada uno de ellos, e ir sumando los puntos buenos y malos de cada uno de los bandos conseguidos a base de brillantez en las respuestas académicas de cada día, o en la realización de tareas, en las notas quincenales, pero, asimismo, en el aseo, dedicación, conducta y puntualidad a lo largo de treinta días. El capitán del campo vencido durante el mes se dirigía al capitán del campo vencedor en emotiva ceremonia para decirle: te entrego la bandera que luchando perdí, más tengo la esperanza de volverla a conseguir… Tras la proclama los vencidos quedaban en el aula estudiando con cara de ajo porro, mientras que los vencedores salían con sonrisa de oreja a oreja camino de algún meandro del Puente Tablas o arcádicos lugares similares. Yo era siempre, no sé por qué, del campo romano, como lo sigo siendo ahora, apasionado de la cultura grecolatina, la que originó junto al cristianismo nuestra civilización occidental que ahora quieren borrar del mapa los estabulados bárbaros de esta época, para sustituirla por no sé qué tipo de globalismo de pensamiento único y vigilado.
¡Gracias! por aquella enseñanza, ahora despreciada, —perfecta alquimia de memoria, intuición y esfuerzo— que nos formó admirablemente y para siempre, y despertó en nosotros las ganas y el entusiasmo de seguir aprendiendo hasta el último día de nuestra vida.
LA COMUNIDAD MARISTA ABANDONA JAÉN
Gracias a los artífices principales de tal aprendizaje, los hermanos Maristas y profesores seglares que acompañaron y orientaron nuestro camino, y más en este momento en que dolorosamente han tenido que dejar Jaén, pues la falta de vocaciones en las órdenes religiosas es flagrante en estos tiempos plagados de caóticas sombras modernistas para nuestra Iglesia. Tiempos en los que abunda, también en ámbitos eclesiales, la fe ciega en el Mundo y en el Hombre, mientras mengua dolorosamente —camuflada entre ampulosas proclamas buenistas, relativistas y sincretistas— la fe en Dios, problema para mí capital que explica en grado sumo tal evidente decadencia.
Me siento dolorido por la marcha de la comunidad marista, y apenado por ello, pues ¡han hecho tanto por la formación de los escolares de esta tierra!, que nunca se podrá dejar de agradecer su labor. Todo lo que yo soy lo debo a mi familia y a ese gran colegio al que tuve la suerte y el honor de asistir durante doce cursos académicos que me marcaron para siempre y por los que doy las gracias de corazón. Todo son buenos recuerdos, porque los de ciertos malos ratos, algún soplamocos intempestivo, aunque quizá merecido, o el reparto en días aciagos de algún que otro pescozón desnucante o papirotazos imprevistos también me sirvieron para aprender que, en la vida y en ciertas edades, es conveniente la corrección oportuna para hacerte cambiar la dirección de tu mirada de niño que no siempre marca el rumbo preciso por falta de horas de navegación.
Gracias porque, pese a la postconciliar y evidente decadencia de las órdenes religiosas, todavía estudian en España cincuenta y cuatro mil alumnos en colegios maristas —solo rebasados por los centros salesianos con ochenta y dos mil, y por las escuelas cristianas de La Salle con setenta mil—, superando a instituciones tan prestigiosas otrora en este campo escolar como jesuitas, escolapios o agustinos.
EL PASADO ES VIDA
Muchos dicen que el pasado hay que olvidarlo, que es una pérdida de tiempo, que lo único que importa es el presente. Se equivocan. La distinción entre pasado, presente y futuro —decía Albert Einstein—, es solo una ilusión obstinadamente persistente. El pasado está en nosotros, reviste nuestra piel y erige y otorga solidez a nuestros huesos; pero no muere jamás, forma parte importante de nuestro ser, nos modela aún en la distancia. Late el pasado en el presente y hasta en el futuro. Somos la plena memoria de nosotros mismos, de todo cuanto hemos vivido y sentido en este peregrinaje vital. Vive el pasado en el recuerdo, en la imaginación, en el torrente sanguíneo. De ahí venimos y me parece un sacrilegio renunciar a nuestras raíces, y un acto de infinita liviandad, pues todo lo que ahora somos nace en un punto de aquellos años de la infancia que nos marcaron para siempre. El pasado es también nuestro futuro. El pasado nos diseñó, y aún forma parte fundamental de nosotros, está en el torrente de nuestra sangre, en el latido de nuestro septuagenario corazón ¿cómo podríamos olvidarlo, o repudiarlo?
¡Gracias, Señor!, por haberme podido formar en tan valioso colegio, hecho que no todos los niños de mi edad podían permitirse, porque los tiempos eran duros y penosos para muchas familias. Lo agradezco y valoro de corazón y desearía que todos los escolares de todos los tiempos pudieran tener ese tipo de enseñanza para que la igualdad de oportunidades fuera una auténtica realidad y no una proclama populista en boca de tanto vendehúmo. Yo me quedo con aquella enseñanza, pues después he vivido otro tipo, como profesional de la misma y como padre de cuatro hijos, y pese a muchas de sus bondades, que evidentemente reconozco, no admite comparación, desde mi humilde criterio, con aquella. En muchos sentidos. No hay más que ver la media de conocimientos y de formación integral de cada época. He dicho la media, porque las personas bien dotadas genéticamente para el aprendizaje destacarán igualmente en cualquier tiempo, pero de lo que se trata es de subir esa media notablemente, para que una gran mayoría de alumnos puedan formarse adecuadamente. No es pedagógico a largo plazo bajar el nivel de exigencia y premiar indiscriminadamente a los perezosos situándolos al nivel de los que se esfuerzan y trabajan duro. Eso no es favorecerlos, sino condenarlos a la pereza, al engreimiento, a la ignorancia, a la mediocridad.
LA OCTAVA PROMOCIÓN
¡Gracias, Señor!, por haberme dado aquellos compañeros de la Octava Promoción de Maristas, con los que desde niño subí al antiguo colegio de la Merced. Con ellos bajé después a las nuevas y espléndidas instalaciones del colegio del norte de Jaén, rodeado aún de huertas y escombreras. Con ellos jugué, reí, alboroté, discutí, me peleé, compartí horas de estudio, ratos de ocio y filas de equipos deportivos que lucían con orgullo la enseña marista; aún forman parte de mi vida y nos reunimos periódicamente en ágapes fraternos y visitas varias, y todos los días a través del wasap, para rememorar aquellos tiempos y hacer realidad la enseña de aquel centro educativo marista: Vive tu colegio con entusiasmo y lo recordarás con alegría. Somos muy diversos, profundamente distintos en gustos y pensamientos, hemos seguido trayectorias profesionales y vitales dispares, tenemos criterios opuestos sobre muchos temas, pero es evidente que compartimos una fértil carga de pasado, un fondo y unas raíces comunes que nos unen de manera sólida, porque no hay amistad que resista mejor los embates del tiempo, la vida social y las ideologías, que aquella gestada en la infancia en ámbitos colegiales. Por eso también te doy las gracias, Señor, y te pido que cuides de todos nosotros en esta recta final que será larga, pues yo les digo siempre en tono irónico y festivo, que nos quedan entre 34 y 37 años de vida, quizá cuatro o cinco menos si abusamos de ciertos telediarios o nos quitamos totalmente de degustar cada día una copa, o dos, de buen vino, o un par de cañas de cerveza, bien tiradas, con su espuma preceptiva, y su tapa de almendras fritas o mojama, como las que servían en el antiguo y recordado Bar Sanatorio del callejón de la Mona, receptor cotidiano de tertulias jaenerísimas.
No puedo decir otra cosa para cerrar estas breves memorias colegiales, esa mirada que he proyectado al pasado que es presente vivo y futuro cierto, porque el Tiempo es una ilusión de los sentidos. Por todo ello te doy las gracias por todo, verdadero y único Señor del Tiempo, pues en Ti el pasado, presente y futuro se hacen Eternidad y Vida para siempre.
Ramón Guixá Tobar.
Foto: Con mis compañeros del curso 1957-58.