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Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / A estas alturas de la existencia florecen determinados momentos en los que alcanzo una honda paz, una plácida lucidez. Es muy posible que estos instantes elegidos sean los que más pudieran parecerse a lo que la gente llama felicidad, aunque creo que una notable mayoría se refiere, cuando vocea el vocablo, a cosas muy distintas que a mí ya no pueden conmoverme.

Son impresiones imprevistas, no buscadas conscientemente. Llegan sin ser convocadas Cualquier pequeño detalle puede evocarlas y concretarlas. Los sones matemáticos, mistéricos y numinosos de la Partita 6 bachiana  —las versiones de Glenn Gould y de sir András Schiff, son distintas, pero inimitables— clavándose como puñales afilados en las entrañas, las notas de la romanza del concierto veinte para piano mozartiano desgranándose en un silencio abismal, un crepúsculo de mandarina y turquesa exprimido hasta el tuétano sobre el Cerro del Viento, un párrafo de Tolstoi de su Guerra y Paz  —¿existe una novela similar?—, un pensamiento de Goethe que te hace posar el libro sobre el regazo y rumiar su contenido en calma, con la sensación de que era lo que querías expresar hace años sin saberlo, la lectura atenta de un diálogo de Platón —¡qué gran prosista!, amén de filósofo sublime—, una noche de luminarias de otoño con Júpiter y Venus de faros de Alejandría en el blanquecino carbón del Mare Sidereum de las alturas, un paseo por el monte aspirando el olor a chubasco reciente, o cogiendo unas granadas, a punto de abrirse, de un árbol desvencijado por el vendaval ábrego, el sabor inefable de una tortilla de patatas, alicatada de pimientos, en su punto, ni cruda, ni ahogadiza, el incomparable encanto, la colosal aventura de descifrar, con paciencia, método y conocimiento sintáctico, un texto latino y otro griego de retadoras dificultades, la lluvia tabaleando en las cristaleras del porche mientras confeccionas resúmenes del mundo de las Ideas platónico y del hilemorfismo aristotélico, una televisión apagada —¿para qué conectarla?, a esta edad ya no me motivan estulticias, aventuras en pelotas, ni adoctrinamientos tenaces—, el recuerdo de tantos días de la adolescencia cuando querías levantar el vuelo, conquistar cimas, nevadas e inaccesibles, y comerte el mundo —aún despego, como Ícaro, en ocasiones, pero sin acercarme al sol para no quemar las plumas de mis alas—, los ojos de mi perro clavados en mí sin pedir nada especial y, al mismo tiempo, diciéndolo todo, un transistor mudo —hay que refugiarse del inmisericorde e incansable fuego graneado publicitario, cual si fuera un raid de modernos cazas F-35 Lightning II—, la mirada inquisidora de mi nieto pequeño cuando trata de comprender la pequeña broma que le gasto, la dulce gelatina de un caqui bien maduro, cogido en La Pandera, colonizando un paladar fascinado, el caleidoscopio de un orto solar en el horizonte marino, un baño en solitario en aguas cálidas jugando con las olas a hora temprana, el dulce crepitar del fuego del hogar mientras lees a Borges, el paseo cotidiano a buen ritmo con mi mujer de siempre, un café al alba, mientras ulula el silencio en el tímpano y comienzas a escribir un nuevo artículo, la lectura ensimismada y silábica de un salmo de David que despierta inquietudes ignotas en el pecho, mis series diarias de mancuernas para brazos y pecho, oyendo a Bruckner —si es la cuarta, o la séptima, mejor—, unos tallos jaeneros compartidos con compañeros de siempre y sin embargo, y por eso, amigos, una visión de mi Jaén tras los ojales penitentes del caperuz, cuando alfombra mi corazón con rosas de pasión el caminar mayestático del soberbio atlante crucificado, una ojeada al cenit de la noche al clausurar la puerta del jardín, una frase del libro del Tao, y otra del evangelio de Juan antes de apagar la luz, la suave caricia de unas sábanas que huelen a limpio, a cálido frescor, a inefables recuerdos de la infancia, mi postura fetal para recibir a Morfeo, que vuela hasta mi pequeñez desde sus alturas olímpicas, mi último recuerdo al Creador del Universo, unas respiraciones profundas, inacabables, anestésicas…; por fin, la Nada, y el Todo.

Es lo más parecido a la auténtica serenidad que pueda encontrarse. Cada vez comprendo más que la felicidad no reside en planes grandilocuentes, ni en sueños vacuos, ni en posesiones que nada te hacen poseer, ni en famas efímeras, ridículas, atenuadoras de complejos y carencias irresolubles, ni en poder sobre grupos o personas, sino en los pequeños detalles cotidianos que son como grandiosos universos en miniatura. Porque la felicidad es concepto manido y repetido por las gentes que la persiguen con ansiedad sin plantearse tan siquiera en qué consiste, Todos vocean: ¡feliz onomástica!, ¡felices pascuas!, ¡feliz aniversario!, ¡feliz octubre!, ¡feliz Día de los Santos! —¿también de los difuntos? —, feliz noche, feliz amanecer…, feliz, manoseada, y difusa felicidad que parece ser que se escapa de entre las manos una vez atisbada, o que resulta imposible convocar  o custodiar, pues más bien llamamos felicidad a cosas y momentos fugaces que  están lejos de hacernos sentir más tarde en plenitud.

Búsqueda frenética de la “felicidad». En estos tiempos confusos el sujeto ya no encuentra redención en templos e iglesias, sino en centros comerciales, en el consumo furioso, en la algazara continua y compulsiva en busca de un placer del que no termina de apropiarse. Son huidas hacia adelante, porque la felicidad es otra cosa.  

VISIONES DE LA FELICIDAD

Los griegos ya se plantearon este concepto de felicidad, la  εὐδαιμονία (eudaimonía). Para Platón era tan solo el resultado de encarar la vida en armonía con la verdad y la justicia; una forma de vida más que una condición de ánimo placentero; un estado contemplativo del alma. Aristóteles, su discípulo, piensa que las virtudes éticas, la actividad del intelecto y la vida contemplativa son las mayores herramientas que tenemos para alcanzar un estado feliz. Felicidad es la virtud que nos hace practicar bellas acciones. Un objetivo vital logrado con paciencia y constancia. De tal forma la define en su Ética a Nicómaco.  

Los filósofos griegos clasificaban esta eudaimonía en externa e interna. La externa es la que nos viene por causas exteriores como la fama, el dinero, el poder…Es fugaz, pasajera y deja un regusto amargo de insatisfacción, pues el alcanzarla no depende de nosotros, no es nuestra, sino de las circunstancias, siendo, por otra parte, poco duradera y mutable. La interna, por el contrario, basada en el conocimiento, en la disciplina vital, en un objetivo continuo como forma de vida, es la única que puede traernos una cierta plenitud.

Epicuro piensa que la felicidad se consigue a través de la satisfacción de los placeres, pero no desmedidos, sino necesidades modestas que nos traigan placeres sencillos que puedan satisfacerse fácilmente. Para los estoicos la felicidad consiste en desear poco y contentarse con lo que se tiene. Para san Agustín, en su óptica cristiana, la felicidad consiste en saber elegir lo más trascendente que existe, lo que no acaba jamás, que es tan solo el amor de Dios. Para él, la felicidad consiste en la práctica de las virtudes, para tender la vida hacia Dios, es decir, hacia el Bien Absoluto. Dios es el centro de la existencia y solo en su entidad (inmutable e infinita) puede darse la felicidad como verdad, bondad y permanencia. La felicidad, fin último de la existencia humana, tal como la describió Tomás de Aquino, quien sostuvo que consistía en una visión beatífica de la esencia de Dios, a la que todo cristiano debería aspirar.

En la Edad Moderna se debilita notablemente la confianza en un estado de felicidad, y Kant ya no la considera ni tan siquiera como el Bien Supremo. En época más moderna, el concepto de felicidad se hace colectivo y no individual; un utilitarismo que aún se mantiene vivo en nuestros tiempos.

Para los racionalistas, cuya cabeza más visible fue Spinoza, consistía en la aceptación y adaptación a la realidad. Neutralicemos los sentimientos de amor y odio, y adaptándonos a la realidad, aceptémosla y sigamos adelante. Leibniz define la felicidad como un placer duradero, lo que no podría suceder sin un progreso continuo hacia nuevos placeres. Un deber era para Kant, más que un deseo, alegría o elección.

Nietzsche la define como fuerza vital, espíritu de lucha contra todos los obstáculos que limiten la libertad y la autoafirmación. El genial filósofo opone el concepto de dicha al de felicidad. La dicha significa estar bien, gracias a circunstancias favorables, o a la buena fortuna. Sin embargo, se trata de una condición pasajera, que en cualquier momento puede tener fin. Por tanto, sería una especie de estado ideal de la pereza; o sea, no tener ninguna preocupación, ningún sobresalto. En cambio, la felicidad es fuerza vital, espíritu de lucha contra todos los obstáculos que limiten la libertad y la autoafirmación. Cuando experimentamos que la fuerza aumenta en nosotros y nos sintamos con ingente vitalidad, cuando comprobemos que hemos superado aquello que antes nos oprimía, según Nietzsche, es cuando somos felices.

Es nuestro incomparable Ortega y Gasset quien piensa, no sin razón, que tal  felicidad pudiera producirse cuando coinciden lo que él llama nuestra vida proyectada, que es aquello que queremos ser, con nuestra vida efectiva, que es lo que somos en realidad, sin engaños ni ficciones. La felicidad consiste en encontrar algo que nos satisfaga completamente, en poder ser quien realmente somos, sin tener que fingir lo que no somos, o apropiarnos de una máscara para engañar al auditorio —e incluso a nosotros mismos—, lo cual sería mezquino. Creo que esta autenticidad es empresa por la que se debe luchar durante toda la vida.   

Para Heidegger lo que genera felicidad es ver crecer nuestra obra cotidianamente (cuanto más noble es la naturaleza del trabajo, es mayor el goce), puesto que la actividad es indispensable para la dicha. La vida feliz está en el movimiento, tanto en la vida física, como en la vida interior e intelectual.

EL SECRETO ESTÁ EN FLUIR

Mihály Csíkszentmihályi —¡menudo apellido impronunciable e inenarrable!—, destacado psicólogo americano de origen húngaro, jefe del Departamento de Psicología en la Universidad de Chicago, publicó en 1990 un libro muy interesante que he releído varias veces. Se trata de Flow (Fluir), y en él trata de la psicología de las experiencias óptimas. Piensa el autor que la gente es mucho más feliz cuando alcanza un estado de flujo —concentración o absorción completa en la actividad o situación en la que se encuentran—. Se puede decir que es un estado óptimo de motivación intrínseca, en la que la persona está inmersa en lo que está haciendo. Fluir es el hecho de sentirse completamente comprometido con la actividad por sí misma. Mientras te encuentras en tal fase el ego desaparece, el tiempo vuela, flotas concentrado en una  tarea que es desafío y gozo. Es algo que todos hemos percibido más de una vez, y se caracteriza por una sensación de gran libertad, sosegada alegría, compromiso y habilidad, durante la cual las sensaciones temporales como la hora, la necesidad de comida, o el propio yo desaparecen por completo. Es período creativo, inspirado, íntimo, verdadero, que nos trae una  profunda y jubilosa sensación de paz, serenidad y plenitud.  

Los mejores momentos, nos dice el autor, suelen suceder cuando el cuerpo o la mente de una persona han llegado hasta su límite en un esfuerzo voluntario para conseguir algo difícil y que valiera la pena. Concentrado siempre en el proceso, pero no en el resultado de este. Saboreando el placer que genera la tarea, no el reconocimiento de la misma. Disfrutando con todo el ser de lo que está haciendo. Esto sucede cuando el quehacer en que estamos inmersos nos apasiona y queremos profundizar en su estudio y aprovechamiento, lo cual genera un esfuerzo que siempre tiene su recompensa. Por otra parte, cuantos más intereses distintos tengamos en la existencia, mucho más fácilmente alcanzaremos este estado de flujo que tantas satisfacciones dará al que logre alcanzarlo, sin ser empresa imposible, más bien es que muchos no se atreven a emprenderla, o no saben cómo hacerlo, porque nadie se lo ha enseñado.

Por eso debemos siempre preguntarnos: ¿qué es lo que disfruto haciendo?,  ¿qué es lo que me emociona?, ¿qué actividad ha conmovido siempre  los cimientos de mi ser? La contestación sincera a estas preguntas puede ayudarnos. Hay que echar la vista atrás, volver a los días de estudios o niñez y recordar qué era aquello que nos  apasionaba. En qué actividades te has quedado siempre absorto, has perdido la noción del tiempo, pues esas son las que pueden traerte paz y un estado similar a la quietud anímica, a la felicidad.

Y todo ello sin gastar fuerzas vanas en intentar ser feliz.  En estos momentos intensos la conciencia de uno mismo desaparece y el tiempo se distorsiona. La persona que está fluyendo, no tiene tiempo para ser feliz. Eso vendrá después, cuando te sientas exultante por todo lo que has vivido en tales instantes; saber que has estado inmerso de lleno en la vida.  

La verdad es que cada persona encuentra la felicidad en distintas actividades. Cada ser humano posee la potencialidad y el deseo de ser feliz, y debe definir cuáles son las realidades que puedan hacerlo feliz. Por eso es sendero que cada uno debe recorrer por su cuenta sin fijarse demasiado en recetas, o en lo que satisface a otras personas. Es algo personal, una ruta que debe emprenderse en soledad, pero sin la obsesión de encontrarla o retenerla, sin acosarla, sin agobios inútiles. Decía Henry David Thoreau el singular escritor y filósofo norteamericano que: la felicidad es como una mariposa, cuanto más la persigues, más te eludirá. Pero si vuelves tu atención a otras cosas, vendrá y suavemente se posará en tu hombro.

VIVIR INTENSAMENTE

Hay que valorar, a cualquier edad, cada minuto de la existencia, vivirlo con plena intensidad, como si fuera el último, por muy prosaico que pueda parecernos su contenido, poniendo todo lo que hay en ti para abordarlo de manera lúcida, apasionada, y amorosa; es decir, sagrada.  Saber disfrutar del  sabor inenarrable de ese buñuelo de cabello de ángel compartido en familia en el porche acariciados por la tibieza de un sol decadente, de la insigne paleta cromática del amanecer, de una conversación enriquecedora con personas valiosas, de la tibia sinfonía de verdor de la primavera, del agua caliente de la ducha deslizándose por la cara mientras tarareas una melodía inventada, pero brillante, del sabor astringente de los taninos de una copa de buen vino tinto paladeada voluptuosamente mientras oyes a Himekami o Penguin Cafe Orchestra, de la infinita pasión del estudio continuo y concentrado con el lápiz bicolor siempre entre los dedos, del eterno aprendizaje como meta vital, de una oración honda y sincera en el silencio del templo, de la ascensión penosa a una cumbre buscando la vista dilatada, sintiendo como tuyo cada paso, mientras late desbocado el corazón, del vacío en el estómago al volver a escuchar un antigua canción de los Beatles, mientras una película de recuerdos pasa por la mente, del aroma y textura de las gachas con hoyuelo de miel del día de los Santos que nos proyectará a aquella noche de la niñez oyendo en familia, tras la cena, el Tenorio en la radio, para ver más tarde el pálpito delicado de las mariposas en honor a los ausentes —que no terminan de irse, porque siguen a tu lado; la muerte no traza fronteras— iluminar el pasillo.

LA MIRADA DE LA NIÑEZ

Todavía suenan a muerto los bronces de algunos campanarios y espadañas jaeneras en este día de los Difuntos que amenaza furioso vendaval y gruesos chaparrones. En la memoria las tres misas seguidas que debíamos oír en la infancia, misal en ristre, en esta jornada dolosa antes de ir al colegio, embebidos en la vertiginosa secuencia latina de sacerdote tonsurado y monaguillos chillones de verbo ininteligible, y en la posterior oración de mi abuela y mi madre ante el altar de las Ánimas antes de bajar a la carrera con saltos sincopados y chicle bazooka en el bolsillo del puesto de Lili por el Paseo de la Estación hasta aquellas luminosas aulas escolares, que tanto influyeron en lo que ahora somos los que allí tuvimos la suerte de formarnos.

Pero nuestra fe nos dice que la muerte no es el final, ya lo atisbó Platón, y que nuestra auténtica felicidad consistirá plenamente en la visión en otro plano existencial de un Dios en el que creemos y al que aspiramos, pues lo desea nuestro ser desde el nacimiento.

Gracias a Dios ya ha pasado Halloween, sus caretas, telarañas, brujas desabridas, calaveras, trucos, tratos y gachas en las cerraduras de las puertas —esto último ya es toque de la tierra—. Estamos anglofilizados; más bien, americanizados: ya nos llegó la comida basura, los repartos dadivosos de becas juveniles y el dichoso Halloween, y pronto vendrá el Día de Acción de Gracias —ya se inventará un pretexto para agradecer lo que sea, aunque miedo me da lo que se elija—, y jugarán nuestros nietos al football americano vestidos de neumático Michelín y de reja de Alcatraz, en cualquier solar o campillejo de los barrios altos, porque ya no podrá hacerse en los  Campillos, o en las vías del tranvía. Esta celebración, que admiro en sus lugares de origen, fue diseñada para ser introducida en nuestro solar patrio cuidadosamente, usando la bobería de tantos, que no han podido alcanzar a comprender hasta qué punto es un inmenso error despojarnos de nuestras costumbres y tradiciones, de nuestro patrimonio cultural y sustituirlas por otras que, pese a que lo digan algunos, nunca fueron nuestras. Renunciar a nuestras costumbres propias, para sumirnos en una espantosa y aterradora globalización. Me decía un joven amigo que esto ya no tiene vuelta atrás. Verdadero, aunque es doloroso reconocerlo.

Pero tenía razón la poetisa y escritora neoyorkina Louise Glück, Premio Nobel de Literatura en 2020, recientemente fallecida, cuando decía: Miramos el mundo con atención una única vez, en la infancia. El resto es memoria. Por eso  dentro de mí, sin despreciar el presente, palpitan con fuerza otros tiempos, otros modos y costumbres en medio de las cuales aprendí a vivir y que, al rememorarlos, me hacen sentirme bien, en paz, y serenidad, en plena eudaimonía. Y eso ningún ingeniero social podrá jamás arrebatármelo. Por eso debo escribirlo y rubricarlo.

                                    Ramón Guixá Tobar.

Foto: La mirada de la infancia.

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