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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Todas las mañanas, unos minutos antes de salir el astro por Sierra Mágina- la tenía enfrente de su mirada- se levantaba.

Con frecuencia, sus noches solían ser tranquilas, excepto aquellas en las que las pesadillas rondaban la almohada de sus sueños.

Vivía en un barrio de la zona alta de una ciudad nacida al cobijo de una montaña, en las que sus calles llamaban al reposo del espíritu: en sus antiguas vías acontecieron gloriosos hechos; llevaba más de cincuenta años residiendo en el mismo lugar, en una casona heredada de sus padres: miembros de una incipiente burguesía caracterizada por su formación cultural. Sus desaparecidos progenitores, fueron pioneros en la provincia; se atrevieron a desarrollar y completar el proceso de comercialización del aceite de oliva virgen: estableciendo unos modernos mecanismos de recolección, producción y distribución del aceite. La consecuencia de esta aventura, fue la creación de numerosos puestos de trabajo, de los que se beneficiaron los vecinos; la ciudad parecía despegar, por fin, de su letargo.

Sus padres, a pesar de ser los grandes benefactores de la ciudad, tenían enemigos instalados en los dos extremos más radicales del tablero político.

Salía a la hora de siempre, el movimiento de las calles era observado por sus ojos: su edad podría ser la de un personaje de cuento: anciano y bonachón, pero con una agilidad mental capaz de acordarse de todos los acontecimientos vividos; la tri steza de su viudez, no le impedía seguir aferrándose a la vida, el salvoconducto de buscar algo nuevo, lo sostenía.

El paseo comenzaba en la plaza en la que residía- donde antaño existía un convento -derribado por la piqueta de la barbarie-, la portada del inmueble logró salvarse y ser integrada en la fachada de la basílica de otra ciudad hermana.

Su pensamiento, iba dirigido en todo momento a ella, pues hasta hace muy poco tiempo, habían hecho el recorrido juntos. En este itinerario, atravesaban calles y campillejos; el paso del tiempo no terminaba de aniquilar el alma de la de la ciudad: los atardeceres del otoño la hacían aún más atractiva.

Camina, con un libro de poemas, que espera ser descubierto en la mochila que lleva en sus espaldas, la gorra en la cabeza oculta sus pensamientos.

Se acuerda durante su paseo, de su maestro, del gran señor y su sentencia: ¨ La poesía es la cura de los corazones contagiados¨.

La frase, se le quedó grabada en la hondura de su corazón; eran los tiempos de la Segunda República: el sueño de poder llevar el progreso económico y la cultura a los más desvalidos, pero ocurre que los sueños son asaltados por los furiosos; el pensamiento de

los unos y de los otros acabó con las ilusiones de un pueblo que quiso hacerse mayor, no lo dejaron.

La poesía es hija de la música, el viejo era un gran poeta, con publicaciones de gran calidad. Aunque de lo que más orgulloso de lo estaba era de su profesión de maestro de

escuela; ejerció el oficio, en los tiempos de la dictadura; fue una luz, un faro para sus alumnos, que buscaban a través de él, el camino en el que se aislaban de la oscuridad.

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La luz de la mañana, el canto del pájaro en su rama, el agua cuando baja por el arroyo…. Las sensaciones que nos regala la naturaleza, armonizan los ritmos del alma.

A su memoria vienen los tiempos de la Republica, cuando él era un niño que ya empezaba a despertar a la vida. Rememora con nostalgia, las noches de verano o de invierno, en las que acompañado de sus padres, paseaba por las calles de su ciudad. La alegría de las conquistas sociales, económicas y culturales por la inmensa mayoría de la población se manifestaban.

Las veladas en el teatro, los conciertos de música en las plazas principales, los recitales de poesía, las tertulias en los cafés más importantes. Todo esto lo descubrió al cobijo de sus padres.

Sin embargo, todo se torció; el enfrentamiento político avanzaba, crecía como la luna en la noche. Los bandos, cada vez estaban más radicalizados. El sosiego inicial que trajo la proclamación de la II República desapareció. Por un lado, la izquierda, comenzó a alterarse, vieron a la República como un enemigo y se lanzaron a destruirla. Por otro, la oligarquía dominante, alarmada por las conquistas sociales y el progreso, ponía todos los palos que podía en la rueda de la democracia. Hasta que finalmente, el caos se instaló en el país. Culminando esta etapa, en un golpe de estado, que supuso el inicio de la Guerra Incivil Española.

La ciudad era una balsa de aceite derramado, al ser una plaza de retaguardia los sonidos de la guerra parecían que no llegaban. La gente realizaba sus tareas de forma normal; quitando los días primeros del alzamiento, donde hubo episodios muy convulsos que mejor es olvidar. La vida trascurría casi de forma pacífica, hasta que llegó lo que nadie esperaba: los aviones entraron por la zona sur de la ciudad, era una tarde de primavera, las calles, llenas de niños que jugaban ajenos a la barbarie. No hubo compasión, los pilotos nacionales descargaron todo su arsenal de bombas, sobre una indefensa población. Murieron más de ciento cincuenta personas; la ciudad andaluza tuvo su propio Gernika.

Sus padres, que en ese momento, paseaban por el centro de la ciudad, fueron alcanzados por las bombas: murieron en el acto.

***

La mujer camina despacio, recorre la plaza, admirando la belleza de la Catedral. Apenas tiene 20 años. Está sola.

Él, la observa varios días, no se atreve a acercarse. Su hermosura lo intimida. La primera vez que la vio, fue en este mismo lugar. Estaba rodeada de palomas, era un domingo largo de verano y la gente salía de misa.

La guerra había terminado, comenzaban los tiempos duros del hambre.

Sin embargo, existían asuntos por los que valía la pena vivir: y verla era uno de ellos. Llevaba un tiempo queriendo hablarle, pero no se atrevía. En la hondura de su corazón sabía que podía ser el amor de su vida. Aquel que, tanto tiempo había buscado en los poemas de Salinas. Se acuerda de las noches en vela, con los poemas del poeta del 27, que acaba de irse del país. La barbarie de la guerra condenó la cultura. La alegría de la República tardaría mucho en llegar.

Al final el destino siempre echa una mano, si eres un hombre bueno: el concierto estaba a punto de comenzar, la orquesta sinfónica de la ciudad daba un concierto en la plaza. La música fue de las pocas artes que se salvaron, aunque con limitaciones. No todas las músicas eran acordes a la moral. La censura musical hacía con eficiencia su trabajo.

Con celeridad se dirigió a ocupar su sitio. Quedaban pocos libres. El estreno de la nueva sinfonía había convocado a mucha gente. El prestigio de la orquesta hizo que el aforo se completará rápidamente. La impaciencia, entre los asistentes, para que él empezara el espectáculo, aumentaba. La música era el antídoto para esta época de oscuridad.

Junto a él, quedaba un asiento libre. El milagro se produjo: ella se sentó a su lado.

El violín del concertino empezó a sonar.

***

Sabe o intuye que, va a ser su ultimo paseo por las calles donde ha vivido toda su vida. A pesar de ello, está feliz. Se viste con sus mejores galas. Hace poco que amaneció, se asoma a la ventana de sus sueños para admirar por última vez la sierras. En el balcón de los aplausos, vuelve a acordarse del sacrificio de los sanitarios, teme que la sanidad pública desaparezca. Mira con ternura la librería en la que descansa obras de sus paisanos más

ilustres. Sus hijas, hace un momento que, han hablado con él, no notan nada raro en sus palabras. Piensan confiadas en que su padre va a dar su paseo de todos los días.

La cafetera suena y con calma se prepara el café. Nunca lo probó, hasta que la conoció. Añora las sobremesas, en las que los dos disfrutaban con tranquilidad, mientras sonaba alguna sinfonía. Ella adoraba a Antonin Dvorak.

Da una vuelta última por el apartamento, se está despidiendo del lugar donde fue feliz.

Aún queda tiempo para que el sol esté en lo más alto, la alegria de la primavera aparece por las ramas de los árboles. En su plaza se ven ya los primeros rosales.

El móvil lo ha olvidado a propósito, como siempre va acompañado de su gorra y de un libro de poemas, el destino es la plaza de la Catedral. Sin embargo, si nos fijamos bien, en la otra mano, lleva algo. En principio, nos desconcierta. Qué puede ser, se pregunta este narrador. Acerco la pluma y descubro algo hermoso: en su mano lleva el programa de un concierto.

La Catedral majestuosa, preside la plaza de Santa María, en mitad, la orquesta ya está preparada, afinan los instrumentos. El concierto está a punto de comenzar. Se dirige a su asiento, espera con impaciencia que suene la música, pero antes sabe qué alguien tiene que llegar. Unos pocos rezagados impiden todavía que, el director de la orden de partida.

La luz de la vida es la flor que nos adorna. Ella aparece y se sienta en el asiento de al lado. El verdadero amor es la eternidad que nos espera.

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