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Por MARI ÁNGELES SOLÍS / La sentencia del tiempo puede llegar a hacernos sentirnos culpables de nuestra propia destrucción. Y, tal vez, está bien que así sea. Nunca será un buen momento para recibir un escarmiento, cierto. Tan cierto como que nadie escarmienta en corazón ajeno. Pero un día nos tocó a nosotros… y callamos.

El peso de los siglos, el devenir de los años monótonos se impuso un día en nuestros corazones y nos acoplamos a eso de ser “simples espectadores de nuestra historia” sin ser conscientes de que esta nuestra historia provocaría envidia en cualquiera por su riqueza y belleza. Pero nosotros seguimos tal cual… puede que sea consecuencia de haber nacido, crecido y amado en tierra de paso y servidumbre. Todos pasaban, al pasar decidían quedarse. Y, al quedarse, aprendían a amar y a admirar la belleza, nuestra belleza.

Al hilo de todo esto, la historia que voy relatar a continuación:

Era una noche fría de invierno en que el afilado viento jaenés campaba a sus anchas, apoderándose de todo el paisaje y susurrándole a las almas de los muertos.  Una bocanada cargada de furia abrió las puertas de varias casas de la Cuesta de San Miguel. Los vecinos, asustados, acudieron prestos a atrancarlas, mientras observaban cómo la ventisca esparcía por la calle multitud de objetos cuya fuerza había dejado inservibles. Ya en la apacible calma del día siguiente, cuando ellos mismos se afanaban en poner todo en orden, uno de ellos hizo alusión a la voz de un niño que se podía escuchar con nitidez entre el silbido del viento. Fueron muchos los que reconocieron haberlo escuchado también. Sin embargo, uno de los que vivía en mitad de la cuesta rompió a carcajadas al escuchar tales afirmaciones. “Eso era el sonido del viento… ¡mira que sois fantasiosos!”, dijo en tono irónico, cosa que no sentó bien a los presentes.

La anécdota quedó ahí, en la calle desordenada y en las murmuraciones de los vecinos pero, como ya estamos bien acostumbrados en esta tierra, volvió otra noche de viento afilado. Las calles de La Magdalena gemían como si estuviesen siendo atravesadas por una lanza, un suspiro y un lamento. Nuevamente, la furia del viento abrió de par en par las puertas de la Cuesta San Miguel. Esta vez, el incrédulo fue enojado hasta su puerta, susurrando maldiciones contra la furia de ese inquilino tan nuestro, cuando divisó junto al portal la figura de un niño. Se frotó los ojos bien pensando que todo aquello era fruto de la interrupción inesperada de su apacible sueño. Pero el chaval estaba allí, mirándole… con cierto ademán de incredulidad se acercó rápidamente esperando que la imagen se difuminara. Pero el niño seguía allí. Él quiso zarandearle e instarle para que regresara a su casa: en las noches de viento los niños no deben andar callejeando. Pero el crío se escaqueó y, desde cierta distancia, le gritó: “tienes que salvarme”, y comenzó a correr por la cuesta. El hombre fue tras él, corría todo lo rápido que el viento le permitía. Hasta que el chaval entró en una casa que él sabía estaba abandonada. Se adentró en la oscuridad llamando al niño sin saber a qué juego extraño se enfrentaba. Llegó hasta una habitación que, más que habitación parecía una capilla. Incluso conservaba sus nervaduras. El viento acechaba fuera, incesante. Y no lograba encontrar al crío. Bajó a la bodega que le hizo sentir entrar en una cripta mientras una inquietud extraña se adueñaba de él. Por muchas voces que daba llamando al niño, su voz se confundía con el viento, como un crucigrama que nunca se llegará a resolver por un error de imprenta. Finalmente, el sueño le venció sin encontrar respuestas y la noche dio paso a la mañana.

Al día siguiente, mientras los vecinos arreglaban la calle, notaron su ausencia. Y, al ver su puerta aun abierta, dieron la voz de alarma por su vecino desaparecido. Pronto oyeron voces que provenían de una casa abandonada, a la que acudieron casi sin aliento. Le encontraron en la bodega recostado en la pared y algo desorientado. Nombraba al niño y afirmó haberlo visto también. Es más, aseguró que el niño le había hablado. Los vecinos no salían de su asombro pero todos estaban de acuerdo en algo: allí había escondido un gran secreto y tenían que averiguar de qué se trataba porque, fuese lo que fuese, estaba en el corazón de su barrio.

Prestos, se pusieron manos a la obra. Más aun cuando el vecino argumentó que el niño le había suplicado que le salvase. Dispuestos a todo, empezaron a llamar al chaval… pero no obtenían respuesta. Volvieron a la calle intentando trazar un plan para desempolvar aquel misterio. Los viandantes que pasaban se unieron a la conversación. Un hombre que trabajaba en el campo escuchó las divagaciones. “Quizá debieran hablar con todas las familias de alrededor del barrio por si hay algún chiquillo con esas características”, dijo con la voz sabia que se adquiere al trabajar la tierra, mientras perdía su vista en restos de un ábside que permanecía erguido en el centro del barrio, donde antaño hubo una iglesia.

Las indagaciones por los barrios cercanos no dieron frutos. Nadie conocía a un chiquillo de aquellas características al que sólo oían y veían las noches de viento. Por lo tanto, no era nadie. Debían, pues, esperan a otra noche de viento para poder encontrarlo e intentar hablar más con él. Como es lógico, la próxima noche de viento no se hizo esperar. Y ahí estaban todos, tras sus puertas, esperando que una bocanada de aire las abriese. Tal cual… El viento hizo su función y, cuando asomaron, vieron al niño corretear por la cuesta pidiendo ayuda. Los vecinos acudieron, “¿qué necesitas?”. “¿Que me salvéis?”, murmuró.  Los vecinos se inquietaron. “Pero, muchacho, ¿qué te ha sucedido?”, preguntaron sin hallar respuesta. Hasta que uno de ellos, preguntó, “¿de quién tenemos que salvarte?, ¿por qué?” Y la voz del niño, respondió: “tenéis que salvarme del olvido… y así podréis salvaros vosotros”. Se quedaron blancos todos. Se miraban en silencio. Sobre sus cabezas, volaba la idea de que aquel niño estaba muerto. Sólo había una solución entonces, entrar en aquellas casas abandonadas y encontrar respuestas, picar las paredes incluso si fuese necesario.

Dicho y hecho. Bien de mañana, entraron en las casas abandonadas que ocupaban toda una manzana del barrio y de las que sobresalía, como testigo mudo del pasado, el ábside de una iglesia ya desaparecida. Empezaron a abrir habitaciones, romper techos y picar paredes. Ante sus ojos cuajados de espanto, empezaron a surgir pinturas murales, arcos, dejando al descubierto un pasado lleno de historia. Avisaron inmediatamente a las autoridades y, tras un derrumbe programado, encontraron lo que pudo ser un templo de planta basilical con tres naves separadas por un triple arco formero. Todo ello en perfecta armonía con el ábside semicircular que todos estaban acostumbrados a ver, y quizá por costumbre de ver, nunca se habían preguntado el por qué. Sin embargo, gracias al niño los vecinos habían logrado recuperar una joya histórica y artística de su barrio. ¿Quién hubiera dicho que ese gran tesoro estaba escondido en su propio corazón?

Durante los trabajos llevados a cabo por las autoridades en el barrio y que los vecinos observaban con gran interés desde la calle Misericordia, no aconteció ninguna noche de viento. Por lo tanto, nadie pudo ver al niño durante ese tiempo. Una vez conocido el valor arquitectónico de aquellas ruinas, los vecinos rogaban al Santo Rostro que les enviase aquel viento afilado desde Jabalcuz para que el chiquillo volviese a aparecer y poder darle las gracias por salvarlos, por descubrirles la verdad. A los pocos días, el viento volvió. Ellos, tras las puertas esperando la ya conocida bocanada. Así fue… cuando las puertas se abrieron, todos asomaron y vieron al niño sonriendo. Le dieron las gracias y él también se las dio. Lentamente, su figura fue desapareciendo por la Cuesta de San Miguel. Pero, antes de desvanecerse del todo, les dijo adiós con la mano y, suavemente, murmuró: “Me llamó Andrés”. 

A partir de esa noche, los vecinos quedan absortos observando aquellos maravillosos vestigios de su propia historia y acordándose de Andrés. Pero aún nadie sigue sin poder explicar por qué, desde entonces, lucen dos nuevas estrellas en el Santo Reino. Una ilumina el patio central del Museo donde se encuentra la portada renacentista de una iglesia y otra ilumina la cripta que se encuentra bajo la Basílica Menor de San Ildefonso. Y yo me pregunto, “¿qué diría el maestro Vandelvira si volviese a hablar Andrés?” 

Es solo una historia. Una historia de tantas que se cuentan. Tal vez sea verdad, tal vez no. Pero lo que no es un cuento es nuestro patrimonio artístico e histórico, lo que no es un cuento, es que tenemos que despertar ya. Nosotros tenemos muy fácil conocer lo que es la belleza absoluta, tan fácil como empezar a valorar lo nuestro. ¿Manos a la obra?

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